WITOLD GOMBROWICZ Y RODOLFO KUSCH. ANVERSO Y REVERSO DE UNA BÚSQUEDA CRÍTICA A LA RACIONALIDAD MODERNA, Martín Lavella

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WITOLD GOMBROWICZ Y RODOLFO KUSCH. ANVERSO Y REVERSO DE UNA BÚSQUEDA CRÍTICA A LA RACIONALIDAD MODERNA

Martín Lavella

Witold Gombrowicz en su Diario argentino narra tres escenas que suceden en la ciudad de Santiago del Estero en 1958. Allí se encuentra una íntima búsqueda de la esencia de la belleza. Además, hace consideraciones sobre política, estética y moral. En la última de las escenas, hace referencia al concepto hegeliano de “quantité négligeable”. Dicha noción forma parte del cuestionamiento a la dialéctica hegeliana de los años 50-60. En la revista Dimensión, dirigida por Francisco René Santucho, Rodolfo Kusch publica el “Hedor de América”, que después se transformará en la introducción de América profunda, donde se cuestionan los alcances de la razón occidental a través de la oposición conceptual entre “hedor” y “pulcritud”. Mostraremos la complementariedad de ambas reflexiones, que configuran el anverso y el reverso de una crítica de la filosofía moderna.

En el capítulo IX de su Diario, Witold Gombrowicz relata su estadía en la ciudad de Santiago del Estero, en el invierno de 1958. En las páginas del diario narra un encuentro que mantuvo con Francisco René Santucho, en un bar de la ciudad capital santiagueña: “Martes. Por la tarde rendez-vous con Santucho (uno de los hombres de letras y redactor de la revista Dimensión) en el café Ideal” (Gombrowicz, 2006: 194). Transcribimos la descripción que realiza de la escena, con un marcado sensualismo:

Huele a Oriente. A cada momento unos pillos atrevidos me meten en las narices billetes de la lotería. Luego un anciano con setenta mil arrugas hace lo mismo; me mete los billetes en las narices como si fuera un niño. Una ancianita, extrañamente disecada al estilo indio, entra y me pone unos billetes bajo las narices. Un niño me toma el pie y quiere limpiar mis zapatos; otro, con una espléndida cabellera india, erizada, le ofrece a uno el periódico. Una maravilla-de-muchacha-odalisca-hurí, tierna, cálida, elástica, lleva del brazo a un ciego entre las mesitas y alguien lo golpea a uno suavemente por atrás: un mendigo con una cara triangular y menuda. Si en este café hubiera entrado una chiva, una mula, un perro, no me asombraría. (194)

Encontramos una enumeración, casi cinematográfica, de sensaciones que se imponen al lector. Si bien son mayormente visuales, el olfato abre la escena como un telón de fondo: “Huele a Oriente”. A continuación leemos la anécdota:

Estaba sentado con Santucho, que es fornido, con una cara terca y olivácea, apasionada, con una tensión hacia atrás, enraizada en el pasado. Me hablaba infatigablemente sobre las esencias indias de estas regiones. “¿Quiénes somos? No lo sabemos. No nos conocemos. No somos europeos. El pensamiento europeo, el espíritu europeo, es lo ajeno que nos invade tal como antaño lo hicieron los españoles; nuestra desgracia es poseer la cultura de ése, su ‘mundo occidental’, con la que nos han saturado como si fuera una capa de pintura, y hoy tenemos que servirnos del pensamiento de Europa, del lenguaje de Europa, por falta de nuestras esencias, perdidas, indoamericanas. ¡Somos estériles porque incluso sobre nosotros mismos tenemos que pensar a la europea…!” Escuchaba aquellos razonamientos, tal vez un tanto sospechosos, pero estaba contemplando a un “chango” sentado dos mesitas más allá con su muchacha; tomaban: él, vermut; ella, limonada. Estaban sentados de espaldas a mí y podía adivinar su aspecto basándome solamente en ciertos indicios tales como la disposición, la inmovilidad de sus miembros, esa libertad interior difícil de describir de los cuerpos ágiles. (194-195)

Horacio González denomina a esta puesta entre paréntesis del discurso político de Francisco René Santucho como:

… la contraposición entre el ideario político expresado en el discurrir de un militante (no solo ese indoamericanismo, sino cualquier ideario verbalizado) y el mundo sensual circundante. Esa puesta de la conciencia frente a un antagonismo irresoluble, está precedida de una pintura muy vivaz del ambiente, donde acentúa el detalle exótico y el revoltillo gozoso que produce el mismo clima “indoamericano” que no obstante le incomoda cuando lo expone Francisco Santucho. (González, 1999: 402)

A continuación, en el Diario, Gombrowicz desplaza el centro de su atención hacia lo que se le ofrece como “belleza”; el discurso político cede su paso a una búsqueda estética:

Y no sé por qué (…) el hecho es que me pareció que esos rostros invisibles debían ser bellos, es más, muy hermosos, y quizás cinematográficamente elegantes, artísticos… de pronto ocurrió no sé cómo, algo como que entre ellos estaba contemplada la tensión más alta de la belleza de aquí, de Santiago… y tanto más probable me parecía ya que realmente el mero contorno de la pareja, tal como desde mi asiento la veía, era tan feliz cuanto lujoso. (Gombrowicz, 2006: 195)

Como si se tratara de una revelación, está ante el secreto de lo bello, esencia oculta en esa pareja. Por su parte, González sugiere que:

La escena de amor que contempla le sugiere la imposibilidad de enamorarse del procedimiento político, al que, sin embargo, en este caso, describe en sus matices más precisos, dejando un documento excepcional del fraseo con el que se expresan ese antieuropeísmo y antioccidentalismo que partía quizás a la manera de Rodolfo Kusch, de una crítica a las posiciones eurocéntricas de las figuras de la razón. (González, 1999: 402-3)

Siguiendo la intuición del artista, asume el rol de esteta, abandonando ya el discurso político en boca de Santucho. Y encara el último paso para alcanzar el preciado secreto:

Al fin no resistí más. Pedí permiso a Santucho (que abundaba sobre el imperialismo europeo) y fui a pedir un vaso de agua… pero en realidad lo que quería era verle los ojos al secreto que me atormentaba, para verles las caras… ¡Estaba seguro de que aquel secreto se me revelaría como una aparición del Olimpo, en su archiexcelsitud, y divinamente ligero como un potrillo! ¡Decepción! El “chango” se hurgaba los dientes con un palillo y le decía algo a la chica, quien mientras tanto se comía los maníes servidos con el vermut, pero nada más… nada… nada… a tal punto que casi me caí, como si le hubiesen cortado la base a mi adoración. (Gombrowicz, 2006: 196)

La promesa queda incumplida, la revelación defraudada, casi una caída ante esa “nada, nada”, como relata el escritor polaco. González escribe:

Sin embargo, también la escena de amor, promesa de hedonismos artísticos primitivistas y voluptuosos, consigue defraudarlo. También Grombrowicz, el adorador de las realidades “inmaduras”, veía desplomarse su devoción ante cada embate de vulgaridad que quebraba su impulso epicúreo. (González, 1999: 403)

Esa nada que a Gombrowicz se le revela en lo vulgar, en lo cotidiano, se le impone también a la reflexión del esteta y al sentir del artista, como una doble imposibilidad. Fracaso por partida doble: imposibilidad de ser seducido por el discurso político, decepción ante la esperanza puesta en un simple suceso cotidiano.

Una segunda escena sigue a la que comentamos en este capítulo del Diario, que Gombrowicz califica como una “extraña repetición anteayer de la escena con Santucho en el café, aunque en otra variante” (Gombrowicz, 2006: 196). En esta ocasión no hay descripción previa:

Restaurante del hotel Plaza. Estoy en la mesita del doctor P. M., abogado, quien representa en Santiago la majestad de la sabiduría, contenida en su biblioteca; con nosotros, su “barra”, o sea el grupo de compañeros de café, un médico, varios comerciantes… Yo, lleno de las mejores intenciones, me entrego a una conversación sobre política, cuando… ¡Oh…! ¡ya estoy capturado!.. allá, no lejos, se sienta una pareja fabulosa… y se anegan el uno en el otro, como si un lago se ahogara en otro lago. ¡Otra vez “la belleza”! (197)

Se repite el procedimiento de la escena con Santucho. La incomodidad con la conversación sobre política y la promesa de belleza al esteta, más allá de la conversación intelectual, de la discusión política:

… yo, esclavo enamorado a muerte y apasionado, yo, artista… Y vuelvo a preguntarme cómo es posible que semejantes maravillas se sienten en estos restaurantes a un paso de… pues, de esa Argentina parlanchina… (…) ¡Ah, si alguien pudiera sacarle del vientre la fraseología a este simpático pueblito! ¡Esa burguesía, que por la noche toma vino y durante el día “mate”, es tan plañidera! (197)

Y de nuevo, vuelven los impulsos del artista seducido por una escena de amor:

Allá, en aquella mesita está la Argentina que me fascina silenciosa y sin embargo con una resonancia de gran arte, no ésta, parlanchina, holgazana, politiquera. ¿Por qué no estoy allá, con ellos? ¡Aquel es mi lugar! ¡Junto a aquella muchacha como un ramo de temblores blanquinegros, junto a aquel joven semejante a Rodolfo Valentino! ¡Belleza! (198)

De nuevo, se repite la decepción, un sentimiento de nada quiebra la espera ante la revelación de la belleza. No es más que lo mismo, el acontecimiento que espera no ocurrirá:

Pero… ¿qué ocurre? Nada. Nada a tal punto que hasta este momento no sé cómo y qué llegó hasta mí desde ellos… tal vez un fragmento de frase… un acento… un brillo de ojos… Bastó para que de repente me sintiera informado. ¡Toda esa “belleza” era precisamente igual que todo! Igual que la mesa, el mozo, el plato, el mantel, igual que nuestra discusión, no se diferenciaba en nada… igual… del mismo mundo… de la misma materia. (198)

Horacio González realiza el esquema de las situaciones que acabamos de comentar:

El movimiento que realiza va entonces desde el abandono del discurso político sin porosidades (ese bien descripto indigenismo antiimperialista) al encandilamiento por esos dioses indios, efebos en flor, que sin embargo lo dejan también como un adorador malogrado, pues al fin todo ha conseguido contrariarlo. (González, 1999: 403)

Hay una tercera y última escena que queremos analizar de la estadía en Santiago de Gombrowicz. Esta vez el escenario no es un bar, sino una:

… conferencia sobre “la problemática contemporánea”. La di por aburrimiento y para entrar en contacto con la intelectualidad de Santiago. No había previsto que aquello podía terminar de un modo demoníaco. (…) Pedí un vaso de agua. (…) Al cabo de un rato entró un chango con una botella en una bandeja. Yo, asustado, callé. Ese chango… (Gombrowicz, 2006: 218-20)

Y de nuevo el escritor polaco, ante una reunión de tono académico, queda capturado por una situación externa al ámbito intelectual. Un niño que le alcanza un vaso de agua captura su atención y le corre el foco de la situación, lo descentra. Escribe Gombrowicz sobre el joven:

Pero si ese cuerpo de analfabeto era tan honrado… si era la honradez misma… (…) era la honestidad, la moralidad… y tanto, tan perfectamente, que en comparación con eso aquella reunión ‘espiritual’ subía demasiado alto, como un chirrido esforzado… (…) porque ese chango, como todo sirviente, era quantité négligeable, era “aire”, pero precisamente por eso mismo, por su insignificancia, ¡se volvía un fenómeno de otro registro, aplastante en su marginalidad! Su no-importancia, lanzada fuera del paréntesis, allá, fuera de paréntesis, ¡se volvía importante! Me despedí y salí. (220)

Ese cuerpo era “aire”, se vuelve “fenómeno de otro registro” o manifestación de la mentada “quantité négligeable”. Sobre esta noción leemos en la Dialéctica negativa de Adorno:

Según la situación histórica, la filosofía tiene su interés en aquello sobre lo que Hegel, de acuerdo con la tradición, proclamó su desinterés: en lo carente de concepto, singular y particular; en aquello que desde Platón se despachó como efímero e irrelevante y de lo que Hegel colgó la etiqueta de existencia perezosa. Su tema serían las cualidades por ella degradadas, en cuanto contingentes, a quantité négligeable. Lo urgente para el concepto es aquello a lo que no llega, lo que su mecanismo de abstracción excluye, lo que no es ya un ejemplar del concepto. (Adorno, 2005: 19)

Por su parte, Hegel escribe en las Lecciones sobre la historia de la filosofía, sobre el papel que lo contingente cumple en ella:

… la historia de la filosofía, considerada en su conjunto, es un proceso necesario y consecuente, racional de suyo y determinado a priori por su idea: es este un ejemplo del que la historia de la filosofía puede sentirse orgullosa. Lo contingente debe ser abandonado a la puerta misma de la filosofía. (Hegel, 1995: 40)

Y en el final de la Fenomenología, que es el final del Prólogo, escribe sobre el papel del individuo en el proceso del espíritu:

La actividad que al individuo le corresponde en la obra total del espíritu solo puede ser mínima, razón por la cual el individuo, como ya de suyo lo exige la naturaleza misma de la ciencia, debe olvidarse tanto más y llegar a ser lo que puede y hacer lo que le sea posible, pero, a cambio de ello, debe exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede esperar mucho de sí ni reclamarlo. (Hegel, 2003: 48)

Lo contingente en Hegel deviene como extrafilosófico sin más, por ser de índole no racional, del mismo modo que la actividad del individuo singular es insignificante frente a la tarea del espíritu. Contra esto Adorno, en sus lecciones de 1961 en París, reclama una rectificación de la dialéctica hegeliana, retomando lo contingente que el proceso de abstracción conceptual deja a un lado como lo no importante. Es decir, tomar el caso individual, particular o singular, aquello a lo que el proceso de abstracción no llega, por ser la conceptualización una reunión de las identidades entre los ejemplares, en lugar de una unificación en la multiplicidad de las diferencias. El mismo interés de Gombrowicz, en esa búsqueda descarnada frente a estos efebos indios que se le cruzan en Santiago. Con la descripción de ese cuerpo llega esta vez a una reflexión de naturaleza moral. Lo que antes era la promesa de belleza, ahora en ese cuerpo insignificante, marginal, se le prometía encarnada la moralidad: “¡Y lo seguí como si fuese aquel mi más sagrado deber! (…) Pero esta vez no estaba en juego la belleza ni la juventud sino la moral…” (Gombrowicz, 2006: 221). Y como en las dos ocasiones anteriores se lanza en la persecución para encontrarla:

Teóricamente sabía por qué el cuerpo que iba delante de mí era tan honrado, al contrario de la torcedura que a nosotros, los intelectuales, nos caracteriza. ¡Transparencia del cuerpo! ¡Honradez del cuerpo! Porque el cuerpo creaba un juego de necesidades y valores sencillos, claro; para este chango constituía un valor que satisfacía sus necesidades corporales, necesidades ordinarias de cuerpo sano, entonces él era en realidad el terreno pasivo del juego de fuerzas naturales, no era nada más que naturaleza… (…) Oh, nosotros habíamos roto con la lógica del cuerpo y éramos producto de factores complicados que derivan no ya de la naturaleza en general, sino de la específica naturaleza humana; nosotros, producto de la humanidad, producto de esta “segunda naturaleza” que es la naturaleza de la humanidad. Éramos la perversión, el refinamiento, las complicaciones, éramos espíritu, ¡oh, infelices! (222-3)

Esa honradez, definida por Gombrowicz como transparente o el “terreno pasivo del juego de fuerzas naturales”, abarca un conjunto de valores que se resumen en ser nada más que un cuerpo. Su lógica está “torcida” con otra que estaría por fuera de la lógica del cuerpo. En esa torsión o exterioridad, ubica a la naturaleza humana, como “segunda naturaleza”, es el “espíritu”, el “refinamiento”, la “complicación”, o en el término que suena más rousseauniano: “perversión”. Se le presenta la esperanza renovada de encontrar “algo” en el cuerpo del otro, diferente a su humanidad de artista-esteta devenido ahora moralista.

Pero tal distinción se le muestra como una lucha por el reconocimiento: 200

Tenía que derribarlo al rango de los animales y quedarme solo en mi humanidad, no era admisible seguir tolerando una humanidad doble, la suya y la mía; o yo tenía que volverme monstruo, o él, animal; no quedaba otra salida… (Gombrowicz, 2006: 223)

La idea de “humanidad” se fundamenta en la negación de la del “otro”, en tanto alter ego. Ahí coloca la base de la moralidad. Si concreta el homicidio, si se efectiviza la desaparición física del otro se vuelve “monstruo” y, por tanto, humano. O puede rebajarlo a una condición inferior, a la animalidad, sobre la cual esa humanidad pueda ser tal. De ese modo esos valores se vuelven racionales, con ese movimiento sobre el cuerpo del otro. Pero todavía falta un paso más:

Sinceramente quería matarlo. Y lo mataba en mí al querer matarlo. Con la seguridad de que sin ese homicidio nunca podría ser moral. Mi moral se volvió agresiva y asesina. Rápidamente disminuía la distancia entre nosotros, yo naturalmente no me proponía matarlo “externamente”, solo en mí quería realizar el asesinato de su persona y estaba seguro de que si lo mataba llegaría incluso a creer en Dios…, en todo caso estaría del lado de Dios… Era uno de esos momentos en mi vida en que comprendí con toda claridad que la moral es salvaje… salvaje… (Gombrowicz, 2006: 224)

El concepto de Dios, que puede homologarse al supremo de toda metafísica, el de Ser, en este contexto, se fundaría en ese homicidio imaginado.
Al fin, llega el desenlace de la situación:

De pronto… cuando estábamos a un paso de distancia me saludó con una sonrisa: -¿Qué tal?
¡Lo conocía! Era uno de los lustrabotas de la plaza… de toda esa pasión no quedó nada, solo lo normal –lo normal– como el tono más alto, como el rey del acontecimiento (Gombrowicz, 2006: 224-5)

Una vez más, se repite el desenlace de las escenas anteriores, el encuentro final de esa búsqueda apasionada, descarnada, es el encuentro con lo cotidiano, lo vulgar, con esa nada, que como el signo del acontecimiento, no deja de presentarse en el final de todas sus búsquedas.

En el año 1959 aparece el No 7 de la revista Dimensión. Es el primer número de la publicación que no abre con un artículo escrito por su director, Francisco René Santucho, sino con uno de Rodolfo Kusch, titulado el “Hedor de América”. Sobre este texto, escribe Horacio González:

Es una teoría del ver y del percibir, una cosmogonía que también puede servir de fundamento último a lo que ensaya decir la revista respecto al auténtico vivir del telurista y lo inauténtico de la formación nacional inspirada en el racionalismo de la ilustración. (González, 2012: 9)

Se ha reconocido en este texto al primer capítulo del libro América profunda. Si bien se corresponde el tema central, la oposición entre “hedor” y “pulcritud”, que estructura ambos, los textos difieren, como el cambio posterior del título por “Introducción a América”, y la supresión de los subtítulos incluidos en esta primera versión: “El hedor” y “Revelación”.

Comienza con el relato de la experiencia de quien remonta la cuesta hacia la iglesia de Santa Ana, en la ciudad de Cuzco. Aparece la “fatiga” y “falta aire”, el recorrido es “tortuoso”, con el cansancio se dan la inseguridad y el temor. Una penosa experiencia que para Kusch lleva al pasado: “Como si se remontara varios siglos” hacia “antiguas verdades”. En el trayecto, se cruza con un “indio mendigo”, un “borracho de chicha”, y un “niño-lobo”. El encuentro es con “lo otro”, “lo adverso y lo antagónico”. Quienes hacen la experiencia quedan “como sumergidos en otro mundo misterioso, insoportable e incómodo”, encerrados en un “lento proceso de sentirnos paulatina e infinitamente prisioneros” (Dimensión, No 7, 1959).

A continuación, bajo el subtítulo “El Hedor”, leemos: “Las calles hieden, el mendigo y la india vieja”, y sentimos “miedo de no saber cómo llamar a todo eso que nos acosa” y la “satisfacción de pensar que estamos limpios”, porque “nuestra pulcritud” nos da “seguridad exterior”. De ahí el “axioma: el vaho hediento es un signo”. Esos olores que acosan al visitante, lo incomodan, al punto de no contar con las palabras para verbalizar esa sensación. Kusch le dará el nombre de “pulcritud” a la respuesta que dará la racionalización de esa experiencia, que por ser innombrable, al mismo tiempo se vuelve impensable.

El “hedor de América es todo lo que no es nuestra ciudad”, es el “camión lleno de indios”, “la segunda clase de un tren”. El término “hedor” designa una experiencia sensible, predominantemente olfativa; también nombra algo que no es originariamente racionalizable. “Somos pulcros, el indio es hediento”, y “el juicio básico sobre América” es que es “un rostro sucio que debe ser lavado”, con “próceres”, “economía”, “educación”. Las ciudades son “fábricas de pulcritud”.

Kusch califica este proceso que establece la pulcritud como no natural o antinatural, que “va contra la naturaleza”, y usando una metáfora sexual afirma que es una “pulcritud de solterona que no ha sabido ensuciarse en el cuarto de un hombre”, para mostrar que “no quiere mezclarse con la vida”.

Ante la oposición entre hedor y pulcritud, establece que la conciencia de ese antagonismo es una “revelación”, y que para “romper el caparazón de progresismo” se requiere “operar al margen del ideal burgués del individualismo y pasar al plano colectivo”. Reflexión que postula el abandono del patrón occidental, ilustrado y cientificista.

Porque las “masas se agrupan en torno a revelaciones”, hay “revelación colectiva (en) un pueblo cuando modifica un estado de cosas y destruye sociedades e instituciones”. Un “caso de revelación colectiva” es para Kusch la Revolución francesa, que en América “careció de vigencia”, porque fue una “lucha de hedientos contra pulcros (…) Tupac Amaru, Pumacahua, Peñaloza, Rosas, Perón como signos salvajes”, de “la revelación en su versión maldita y hedienta”. Es “la dimensión política del hedor”, afirma.

Pero la “revelación supone un acto de fe y la fe no se explica, se vive”. El hedor es “inalienable (…) insistir en el rechazo crea una ajenidad, es alienarse de América, no ser americano, ser la otra América”. Pero moverse en torno a fe y revelaciones es “tremendo”, porque “revive un mundo superado” que “implica miedo al desamparo”, un “miedo antiguo de la especie” que los “pulcros remediaron con el progreso y la técnica”, pero que siempre “está ahí en una iglesia del Cuzco pidiéndonos una limosna”. Para nosotros, en esta última frase se asume el compromiso con ese otro que acosa mi “pulcritud”, como una solución a adoptar frente a ese desamparo que nos provoca ese encuentro frente a lo otro, el encuentro con la alteridad radical.

Todo esto se nos “aparece como algo oscuro”, son “recuerdos reprimidos”. Este desamparo original que “está antes de la división” o el “planteo de hedor y pulcritud” que remite a “ciertos residuos cosmogónicos” y donde la “pulcritud carece de signos para expresar ese miedo”.

Se trata de encontrar “algo que integre el hedor”. Porque los hombres “estamos inmersos en todo lo que no es hombre”, por ello es un “momento auténtico”, o el “viejo juego entre vida y antivida”, o un “abismo entre ser y no ser”. Postula el encuentro radical con la alteridad, es decir, somos hombres inmersos es lo que se nos opone, al igual que la vida y la antivida o la muerte, y el ser al no-ser, o a la nada.

Dos mil años de Occidente, o de “cultura”, “progreso y poder”, “escamotearon la ira”, nos colocaron en el ámbito del “como si”. Entre estas dos verdades “pulcra” y “hedienta” se da la “paradoja del progreso, la cultura y el bienestar” en el “fin de un itinerario que creemos definitivo”, en la “ciudad” y el “concierto universal de los hombres pulcros”. Cabe entonces “no buscar la solución exterior, con la ciencia, la economía o la política”, sino el “camino interior, la intimidad, el fondo del alma”. La “dimensión interior de América ofrece una solución o un replanteo de antiguas cuestiones”, una “salvación común al paria anónimo de la gran ciudad y al indio, mal que le pese al burgués pulcro”. Sobre este texto, opinó Horacio González:

Sobresalta leer ahora una atrevida intervención de Rodolfo Kusch en torno a los “hedores telúricos”, una tesis que si poseyera otro sesgo –otra dimensión– podría ser una sociología de los sentidos y las exhalaciones, pero es una programática inquieta en torno a lo que en ese momento o poco después, él mismo consagraría como la América profunda. (González, 2012: 9)

Las reflexiones de Gombrowicz y Kusch son el anverso y reverso de una crítica a la racionalidad que lleva al primero, en un alejamiento deliberado de la verbalización del discurso intelectual, ya sea el discurso político o la charla académica, a una búsqueda que es primero la del artista o el esteta que va al encuentro de la belleza, y luego la del moralista que ante el cuerpo del otro descubre que la moral se funda en el doble homicidio imaginario del otro, necesario para que pueda haber un concepto de humanidad o de dios. El doble fracaso que apasionadamente vivencia Gombrowicz, sin embargo, aporta un elemento clave en la crítica a la abstracción conceptual, tanto en la supresión de la diferencia, de la alteridad, como de toda cualidad singular e individual. Por otro lado, Kusch elabora una doctrina donde el turista o el viajero dejan de serlo y, a partir de una experiencia sensible, como la del hedor, es vivida como un límite que es el punto de partida de una reflexión que cuestiona toda una tradición en la que se ha fundado el progreso y el bienestar de la institución ciudadana. Pero el precio que ha debido pagarse es el olvido de una originaria dimensión vital, en la que en su opinión radica el sentido último de un proyecto colectivo americano.

Bibliografía

Adorno, Theodor (2005). Dialéctica negativa. Madrid: Akal. 

Dimensión. Revista de cultura y crítica. Edición facsimilar (2012), Santiago del Estero, Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santiago del Estero/Biblioteca Nacional de la República Argentina.

Gombrowicz, Witold (2006). Diario argentino. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

González, Horacio (1999). “Santucho y Gombrowicz”, en Restos Pampeanos. Buenos Aires: Colihue.

—– (2012). “Dimensión: el paso restante”, en Dimensión. Revista de cultura y crítica.

Hegel, G. W. F. (1995). Lecciones sobre la historia de la filosofía, Vol. 1. México: FCE.

—– (2003). Fenomenología del espíritu. México: FCE.

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.