Witold Gombrowicz y el aburrimiento, de Malena Rey

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Les dejamos un texto escrito por Malena Rey en el blog de Eterna Cadencia, en el que hace una lectura de los Diarios de Gombrowicz.

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Witold Gombrowicz y el aburrimiento, de Malena Rey

Publicado en el blog de Eterna Cadencia el 3/7/2013

http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/29304#more-29304

 

Witold Gombrowicz, el escritor polaco que pasó más de 24 años en la Argentina, que frecuentó bares y pueblos poco turísticos reflexionando sobre la cultura polaca y la cultura nacional y escribiendo su Diario, se aburría. Y el aburrimiento se transformaba en una experiencia vital para acceder a sus pensamientos cotidianos, al tiempo que le permitía reflexionar sobre su condición de hombre y de artista. ¿Qué formas toma ese aburrimiento en su producción de no-ficción y qué sensaciones o comportamientos arrastra? El tedio, el fastidio, la pereza, el desgano, el cansancio, el rechazo, la apatía, la aversión y el agobio, sentimientos relacionados habitualmente con la inacción y el desinterés, suscitan en Gombrowicz algo opuesto: parecen funcionar como un llamado de atención ineludible, productivo, para acceder al pensamiento y para despertar su espíritu crítico.

 

Escritura y tiempo libre

Es conocida la historia de la llegada de Gombrowicz al Río de la Plata: el viaje inaugural del crucero Chroby, al que sube invitado por ser uno de los jóvenes escritores de su patria, lo deposita de visita en Buenos Aires y, en un gesto de rechazo ante el estallido de la guerra y la ocupación nazi de Polonia, decide “desertar” y quedarse por un tiempo indeterminado en la ciudad. Un emigrado polaco, exquisito polemista con aspiraciones artísticas, encuentra en la Buenos Aires de los años 40 y 50 poco y nada que le resulte atractivo. Un poco para mantenerse vigente entre los intelectuales emigrados polacos, y otro poco para matar el tiempo, Witold comienza a publicar en Kultura (revista cultural de los polacos en París), entradas salteadas de su Diario. No hay que perder de vista entonces que ese Diario, que por excelencia es íntimo y privado, acá se concibe para otros, a sabiendas de que será leído, publicado y juzgado.

Entre distintas impresiones sobre la Argentina, Gombrowicz en su Diario deja asentados los embates del aburrimiento, asociado a la gran cantidad de tiempo libre que tenía [tomamos la edición de los Diarios 1953-1969 de Seix Barral, 2005]:

Escribo este diario sin ganas. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? Si es para mí mismo, ¿por qué se imprime? Y si es para el lector, ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo? ¿Hablar con uno mismo para que lo oigan los demás? (…) Aquí, en estas páginas, me siento como si saliera de la noche a la dura luz de la mañana, que me hace bostezar, y pone en evidencia mis imperfecciones (página 61).

Ese desgano toma distintas formas, y se convierte en algo productivo, porque gracias a él hay un tema sobre el cual hablar. El tedio, ese cansancio previo al hacer, requiere de una acción en consecuencia: se tratará de transformar el desgano en otra cosa.

Sin profundizar aquí en el aburrimiento desde el punto de vista de sus personajes (que lo expresan por medio de la exacerbación, la teatralidad y el humor), en sus Diarios –y en algunas polémicas con pares–, podemos rastrear dos tipos de aburrimiento: por un lado, el aburrimiento social, en especial las reacciones que suscitan en WG las grandes manifestaciones del arte; y por el otro, la relación de Gombrowicz con la naturaleza, fundamentalmente con los animales, cuando el aburrimiento aparece como consecuencia de una reflexión profunda sobre su condición humana y como negativa a continuar reflexionando.

 

El paseo soporífero

En ocasión de una visita al Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, Gombrowicz comienza una entrada de su Diario  predisponiéndose mal al paseo que está por realizar: “El exceso de cuadros me cansó aun antes de empezar a mirarlos”, apunta. A medida que avanza por los pasillos, contemplando aquí y allá algunas obras, su intolerancia crece a pasos agigantados: “De mí emanaba una apatía que iba tomando matices de repulsión, aversión, rebeldía, rabia o absurdo”. Ahora bien, ¿no sabía Gombrowicz con lo que se iba a encontrar, visitando justamente un museo, lugar en el que por excelencia se suceden los cuadros colgados de las paredes, mostrando las virtudes de tal o cual artista? Pero lo que lo cansa es la saturación: para él no es posible apreciar un cuadro que “compite” con el que tiene a su lado, como si las telas reclamaran la atención de los espectadores: “Existe un insoportable y humillante contraste entre la intención de cada una de las obras de arte, que quieren ser únicas y exclusivas, y su exhibición en este edificio”, expresa. (página 47)

La intolerancia, lo que se vuelve insoportable para WG, es tal vez esa presencia de la obra en el museo, quieta, cerrada, disponible sólo para su contemplación. Para él, el arte debe estar fundamentalmente unido a la vida, y ninguna experiencia vital puede darse en el marco de una institución que consagre a las obras sólo para el goce de los espectadores ocasionales. Prefiere expulsar de su campo sensible todo lo que se presente ante sus ojos sin dar muestras de estar atado a la vida. Entonces, ¿el tedio proviene de la muerte de las obras, de ese lugar institucional, culturoso, que encuentra dentro del museo?: “Mi guerra contra la pintura es la misma que contra la poesía en verso, es sobre todo una guerra contra un medio, contra un grupo, contra una profesión”, aclara.

Una situación similar tiene lugar cuando es invitado a un concierto en el Teatro Colón. Los embates de un pianista alemán, y sobre todo los halagos poco fundados de los presentes, representantes de la aristocracia argentina, desatan una gran irritación en Gombrowicz, que se transforma en histrionismo al momento de pasar por escrito su experiencia: “Creí estar entre los héroes de Proust, cuando no se iba a un concierto para escuchar, sino únicamente para honrarlo con la propia presencia”, ataca. Y con esto no quiere decir que no se deje conmover por una obra –“el arte a mí casi siempre me impresiona más cuando se manifiesta de forma imperfecta, casual y fragmentaria, como si sólo me señalara su presencia, dejándose presentir a través de la torpeza de la interpretación”– sino afirmar que cualquier tipo de expresión artística aceptada y consagrada por las instituciones y el público pierde a su juicio esa fuerza vital que debe definirla, esa imperfección.

WG necesita diferenciarse fuertemente de los que por el mero hecho de contemplar una obra, la veneran sin entenderla –lo mismo que criticará en Contra los poetas. Parece rechazar de plano el goce intelectual ante el arte, y ese agobio proviene de la repulsión que le causaba la idea de convivir con el miserabilismo de la alta burguesía y la aristocracia argentina y polaca, a la que ataca por la vulgaridad de sus manifestaciones públicas: “Nunca he hecho el más mínimo esfuerzo por ‘frecuentar los salones’, y la ‘sociedad’ me aburre e incluso me repugna”.

La Argentina es un gran campo de maniobras que le sirve como laboratorio para experimentar sus hipótesis y para profundizar algunos pensamientos. Como emigrado pero también como escritor en actividad, WG parece tener una relación paradójica con el reconocimiento: por un lado, está permanentemente atento a la recepción de sus obras y de sus intervenciones públicas o críticas, y gusta de derrotar moralmente a sus detractores, y, por otro lado, se permite utilizar a gusto su herencia por la dispersión y fractura de su cultura polaca original.

Por otra parte, para Gombrowicz el aburrimiento en la literatura era indigerible. Hacía esfuerzos por leer El proceso de Kafka y el Ulises de Joyce, pero eran libros que le resultaban terriblemente tediosos; no reconocía “maestría” en ellos, y esperaba justificaciones fundadas acerca de su indiscutido valor literario. En cambio en su obra Witold se exige, casi a modo de orden, ser original, divertir a los lectores por medio de la parodia y la ironía, sacudiéndolos del sopor del aburrimiento, pero también avivándolos, desenmascarando a los “impostores” del arte.

De su aversión al museo, a la consagración, al canon, se desprende también su rechazo de plano a lo institucional (las universidades, los profesionales, eran para él una fuente inagotable de aburrimiento). Pero cuando él mismo se colocaba en el rol de educador, ya sea impartiendo cursos de literatura financiados por acaudaladas señoras o incluso preparando y dictando las lecciones de su Curso de filosofía en seis horas y cuarto para Dominique de Roux y su mujer Rita, se divertía burlándose de sus alumnos, de sus propias enseñanzas y de sí mismo.

Podemos insinuar entonces que el aburrimiento referido en particular a las expresiones artísticas suscita más de una reacción en WG: por un lado, sirve para explicitar un rechazo, para hacer una denuncia sobre las formas en las que se venera un arte excesivamente artístico al cual repudia habiéndolo estudiado minuciosamente; y por otro, genera una acción en consecuencia: la escritura de un tipo de obra pretendidamente original y novedosa, atenta a la realidad, a esa percepción inmediata de las cosas, a las formas imperfectas, casuales, que se sacuden la interpretación para generar un efecto más genuino y activo en los lectores.

 

La vaca, el escarabajo y la casa humana

Abundan en el Diario las entradas que comentan, con más o menor detalle, la relación de Gombrowicz con la naturaleza, deteniéndose especialmente en los animales: puede tratarse de perros, de vacas, de escarabajos e incluso de moscas; a través del contacto con ellos, se descubre un reducto de la experiencia del polaco y de su condición de hombre.

En 1958, en ocasión de su visita a la estancia La Cabaña, tuvo lugar el episodio referido como “La vaca, la naturaleza, la noche”[1]:

Estaba paseando por la avenida bordeada de eucaliptos, cuando se me apareció de repente, detrás de un árbol, una vaca.

Me detuve y nos miramos en el blanco de los ojos.

En este punto, su bovinidad sorprendió mi humanidad –ese momento en que nuestras miradas se cruzaron había sido tan tenso– y me sentí confuso en tanto que hombre, es decir en mi humana especie. Sentimiento extraño y sin duda sentido por mí por vez primera –esta vergüenza del hombre frente al animal. Yo había permitido que ella me mirara y que me viera –esto nos hizo iguales– y de golpe yo mismo me convertí en animal –pero un animal extraño, casi diría prohibido. Continué el paseo interrumpido, pero me sentía incómodo… en la naturaleza que me asediaba por todas partes, como si… me contemplara.

(…)

Se trata de otra cosa. La vaca. ¿Cómo debo comportarme ante una vaca?

La naturaleza. ¿Cómo debo comportarme ante la naturaleza?

Camino por este sendero, rodeado por la pampa –y siento que entre esta naturaleza yo, en mi piel de hombre, soy extranjero… Ajeno de manera inquietante. Una criatura diferente.

(…)

Me siento empujado hacia abajo, en esta confrontación con el caballo, con el coleóptero, con la planta, por mi deseo de ‘reanudar con la inferioridad’. Si en el mundo humano intento hacer depender la conciencia superior de la inferior –si quiero ligar la madurez a la inmadurez– ¿no debería seguir descendiendo la escalera de las especies? ¿Recorrerla entera, hasta la base?

Sin embargo, experimento una especie de aversión… Confieso que me aburre. No tengo ganas de pensar en ello. Y no me gusta, casi no soporto salir con el pensamiento fuera del reino humano. (…) Comprender la naturaleza, contemplarla, examinarla, es una cosa. Pero cuando trato de abordarla como algo igual a mí por la vida común que nos envuelve, cuando quiero tratar a los animales y a las plantas de ‘tú’, me invade la pereza y la aversión, pierdo el ánimo, regreso cuanto antes a mi casa y cierro la puerta con llave.

Esa vaca, una vaca cualquiera que se cruzó por el camino, que representa a la naturaleza y al reino animal por completo en este episodio, llevó a WG a preguntarse por su condición de hombre porque vivió su mirada como un intercambio de fuerzas, de igual a igual con el animal. Al sentirse mirado se produce la sorpresa, se siente definido en tanto hombre diferente de la vaca, y ese intercambio le produce desconcierto y vergüenza; hay algo de su condición de hombre que se cuestiona frente al animal. En ese momento, sobreviene la transformación: “yo mismo me convertí en animal”. Gombrowicz parece sugerir que la vaca decide mirarlo, como si hubiera algo motivado en ella, como si a través de la mirada se penetraran y se desnudaran las identidades y las especies. El hecho de encontrarse ante un otro que proviene de la naturaleza lo confunde, y no sólo se pregunta por su propia condición de hombre, sino que ahora parece sentirse también extranjero en su propia especie. El universo de desconcierto se amplía y acapara la experiencia del sujeto respecto de la patria y el mundo. Cae en la cuenta de que el hombre, la especie humana, que le dedica miles de palabras a la naturaleza, es antinatural. La manera de llegar hasta “el fondo” de esta cuestión es confrontarse con lo animal, y de allí ahondar en “lo bajo” y en la inferioridad.

Pero aquí entra en juego aquello que finalmente lo termina definiendo como hombre, como sujeto: la sola idea de dedicarse a confrontar a la especie humana con la naturaleza le produce agobio, desgano. Ese desgano lo devuelve a su condición humana; y también vuelve a la vaca a su condición animal, de mera vaca. Entonces WG plantea una idea que pretende ser universal: la característica principal de la humanidad es la negativa de ahondar en la comunidad de la vida con otros reinos. Esa negativa se traduce en aburrimiento y en fatiga. Se prefiere lo racional, lo conocido; hay una pérdida de interés hacia lo Otro.

Retomando la escena en su totalidad, es llamativa la operación de WG: siendo plenamente consciente de hacia dónde lo lleva su pensamiento, justo decide detenerse en el momento en el que debe profundizar. Justo en el momento de máxima comunión con lo otro, lo natural, ante el desarme y la desintegración del sujeto en tanto hombre, cunde el aburrimiento, el cansancio por anticipado, la fatiga, la pérdida total del interés.

En el “episodio de los escarabajos”, que tiene lugar cuando WG descansa en las solitarias playas de Necochea, ocurre algo similar: se encuentra recostado bajo el sol, en una duna, protegido por una sombrilla, cuando repara en “unos escarabajos [que] erraban penosamente por el desierto, con fines ignorados”. Nota su presencia porque hay uno al lado suyo que está dado vuelta, con las patas hacia arriba, agonizando. Gombrowicz interpreta el estado del animal en su medio natural como una demanda hacia él: “Yo, gigante inaccesible para él, con una inmensidad que me hacía ausente para él, miraba ese movimiento… alargué la mano y lo libré del suplicio. (…) En un segundo había vuelto a la vida”. Pero lejos de terminar ahí, el asunto de los escarabajos toma dimensiones desproporcionadas, porque al levantar la vista, este “gigante” divisa más escarabajos en la misma condición, y entonces su socorro parece convertirse en un dilema ético que lo abarca todo: “¿por qué salvar a uno y al otro no? ¿Por qué a aquél, mientras que éste…? Hiciste a uno feliz, pero ¿tiene que sufrir el otro? (…) ¿Debía transformar mi siesta en un servicio de socorro para escarabajos agonizantes? (…) Si ya había empezado a salvarlos no tenía derecho a detenerme…”. De un momento a otro, la naturaleza demanda y retiene su atención. WG no puede desistir, no encuentra una razón que lo separe del suplicio de los escarabajos ni de su misión de salvador. Pero, al ir avanzar por la arena ardiente para darlos vuelta, cae en la cuenta de que “eso no podía durar eternamente (…), entonces tenía que llegar el momento en que diría ‘basta’ y tenía que llegar a un escarabajo que ya no salvaría. ¿cuál? ¿cuál? A cada rato me decía ‘éste’, pero lo salvaba, no pudiendo resistirme a la terrible arbitrariedad”. La escena concluye efectivamente con esa arbitrariedad que se le impone: en determinado momento, WG siente la quiebra, suspende la compasión y refiere que pensó “bueno, debo regresar”: “Y ese escarabajo ante el que interrumpí mi socorro quedó moviendo las patitas (lo que me era indiferente, como si hubiera perdido el interés por ese juego… pero sabía que tal indiferencia me era impuesta por las circunstancias y la llevaba en mí como algo ajeno)”.

¿Qué se desprende de este último relato? Primero, que Gombrowicz por momentos “humaniza” a los escarabajos, atribuyéndoles sentimientos como la agonía, el sufrimiento, la errancia. Él, en un principio presentado como inaccesible ante ellos, poco a poco acerca su condición de hombre-salvador hasta fundirse con su sufrimiento para liberarlos. El dilema ético de decidir ante qué escarabajo se detendrá choca con el hecho de tener que retirarse de la playa, una acción sin mayores implicancias: si la arbitrariedad no le permite detenerse ante “ese” escarabajo que será el último, una súbita indiferencia será la que lo lleve a dejarlos atrás. Pero esa indiferencia parece no pertenecerle del todo, o por lo menos parece no poder controlarla, y por eso refiere que la lleva en sí “como algo ajeno”, como si le perteneciera en tanto hombre aunque no la desee ni la comprenda.

Si la escena no hubiese sido escrita, difícilmente se habría constituido como experiencia. Pero el hecho de que la refiera y de que incluso dé cuenta de su repentina falta de interés pone el abismo una vez más la relación que establece como hombre ante la naturaleza. En la instancia de tener que interaccionar con lo natural, de forma totalmente desinteresada, Witold acude al llamado de los coleópteros; pero encontrándose en la situación de tener que continuar infinitamente salvando, pierde las ganas en cuestión de segundos. Esa falta de interés, ese punto de inflexión a partir del cual ya no puede seguir reflexionando sobre la naturaleza, ese momento en el que la indiferencia y el rechazo le impiden seguir examinándola, cuando WG pierde el ánimo y regresa a su “casa humana”, es una característica esencial de su humanidad: “surge en mí un rechazo que toma las formas de tedio y de cansancio cuando quiero abarcar y reconocer esa vida inferior”, expresa.

Para terminar, valgan las siguientes observaciones. La primera tiene que ver con una paradoja con la que nos encontramos como lectores: las entradas que profundizan el aburrimiento, lejos de contagiar ese estado de ánimo, se presentan por el contrario como divertidas, placenteras, hilarantes. Como si ese aburrimiento expresado tantas veces por WG generara una experiencia de lectura opuesta a los caminos del tedio, siendo destellante, luminosa. Y por otro lado, es sumamente atractiva la lectura que hace Gombrowicz del aburrimiento: él, que manifestaba estar cansado de esos estilos que son “producto de una receta intelectual”, perseguía una literatura que alcanzara a “la gente y no a las teorías, a la gente y no al arte” (p. 107). En este sentido, el aburrimiento, que se presenta como estado de ánimo ineludible para cualquier individuo, tiene como consecuencia en Gombrowicz una escritura productiva y lúcida y una acción artística que en el Diario contornea su fuerte personalidad.

 

Notas:

1. Aunque forma parte de la edición de su Diario entre las páginas 366 y 369, con este título fue incluido como apéndice al libro de intercambio epistolar con el artista francés Jean Dubuffet y publicado en la revista  francesa L’Arc.