Una fiesta iconoclasta

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Una fiesta iconoclasta

La carrera literaria de Gombrowicz empezó en 1933 con la publicación de las incomprendidas Memorias del tiempo de la inmadurez. El libro, una vez Gombrowicz en Buenos Aires, se volvió a editar con el nombre de Bacacay. Hoy los cuentos reunidos en ese volumen vuelven a editarse, y es pensando en esa reedición que Pedro B. Rey reseña la obra de Witoldo.

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En 1933, seis años antes de subirse al Chrobry, la nave transoceánica que terminaría por depositarlo en la Argentina, donde quedaría anclado más de dos décadas, Witold Gombrowicz (Varsovia, 1904 – Vence, 1969) publicó a cuenta de autor Memorias del tiempo de la inmadurez, su primer libro. El título tiene un doble filo y las críticas, según parece, se aferraron a él para aplicarse a una implacable tarea de demolición. No faltó quien indicara que el nombre le calzaba como un guante, que sólo quedaba esperar que el escritor lograra superar esa etapa juvenil. La incomprensión fue un punto de partida para Gombrowicz. Era imposible que algún advertido encontrara en esos relatos díscolos, desbordantes de una risa nerviosa, hiperkinética, su definitiva marca de irreverencia: la inmadurez como condición para combatir lo que él denominaba la forma; vale decir, la inmadurez (artística, pero también vital) como antídoto contra las imposiciones de la cultura seria y envarada.

Más adelante, en Recuerdos de Polonia, anotaría que en buena medida esos relatos fueron compuestos en la época en que trabajaba como stagiaire en un tribunal varsoviano de primera instancia, como quien hace diabluras. «Me dejaba tiempo para la literatura y me volví tan hábil para redactar los atestados que incluso en los momentos más tensos de un proceso podía ponerme a garrapatear discretamente algunas cositas literarias.»

Aquellas narraciones, con sus abogados y condesas que dinamitaban el mundo por el absurdo, pronto quedarían a la sombra de la dinámica propuesta por Ferdydurke (1937), donde el sustrato del escritor, su pataleo vanguardista, saldría a la superficie expuesto con orgullo programático. Curiosamente, esa novela era interrumpida por dos relatos magníficos: «Filifor forrado de niño» y «Filimor forrado de niño» (según los redenominó la famosa traducción que hizo en Buenos Aires el propio autor con un grupo de acólitos), que apuntaban a esclarecer la batalla de fondo que propiciaba el libro.

En 1957, durante un breve período de deshielo que le permitió volver a publicar en su país natal, Gombrowicz (que seguía, claro está, en la Argentina) reeditaría aquel libro agregándole un trío de relatos posteriores con el singularísimo título, según la grafía del idioma polaco, de Bakakaj. Detrás de ese nombre de ínfulas dadaístas, que parece hacer juego con el de aquella primera novela, se ocultaba a los lectores polacos la muy porteña calle Bacacay, en una de cuyas pensiones Gombrowicz vivió durante el comienzo de su vasta estancia argentina, mientras lejos, en Europa, se desarrollaba la Segunda Guerra Mundial. Es ese volumen, Bacacay, que ya había tenido una lejana edición española, el que recupera El Cuenco de Plata con el agregado de tres inéditos en castellano («El drama de los señores barones», «El pozo» y «Pampelan en el parlante»), que figuran en un volumen francés de textos dispersos. Son los Cuentos completos, aunque no se incluyen, acaso con razón, el par que integraba Ferdydurke: aunque pueden leerse sin inconvenientes de manera autónoma, son ya parte inseparable de la novela.

¿Qué hace que un escritor siga siendo interesante a pesar del tiempo que todo lo carcome? En el caso de Gombrowicz, podría decirse que su irreductibilidad. Empezó con una impronta vanguardista, pero el aislamiento de años en la Argentina le permitiría, paradójicamente, profundizar su condición excepcional. Transatlántico reelabora (tras un largo silencio, cuando parecía que había abandonado la literatura) aquel tono desesperadamente cómico con la experiencia rioplatense, en clave polaca, del emigrado. Sus otras novelas, bastante posteriores, Pornografía y Cosmos, poseerán otro estilo: en la primera, el conflicto entre inmadurez y forma encarnará en la oposición, no exenta de tensión erótica, entre juventud y adultez; en la segunda, bajo la fachada de un aparente policial, se entrevé «una novela sobre la formación de la realidad». Su voluminoso diario, que fue escribiendo ad hoc para una publicación de expatriados en Francia, es, en cambio, una cifra de su inclinación existencial.

Convocado en 1960 por un diario alemán a enumerar sus libros preferidos, Gombrowicz eligió Los hermanos Karamazov, de Dostoievski; La gaya ciencia, de Nietzsche; los diarios de André Gide; La montaña mágica, de Thomas Mann; y el Ubu Roi, de Alfred Jarry. Las elecciones pueden sorprender, pero a Gombrowicz le gustaba contradecir las expectativas. En cierto modo, todas esas afinidades están presentes, transmutadas por su espíritu personal, casi invisibles, en sus muy diversas páginas. Bacacay -ese libro de juventud resignificado luego por el parcial destino sudamericano del escritor polaco- representa, contra todo, de manera decidida, su consanguinidad con Jarry, ese travieso funámbulo que dio a luz su más preciada obra (el Ubu) a escondidas, «a los diecisiete años bajo su pupitre de escolar». Los cuentos de la colección («El bailarín del abogado Kraykowsky», «El festín de la condesa Kotlubaj», «La virginidad», el extenso «Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta Banbury», por nombrar algunos) participan de manera deliberada de esa insolencia, esa arrogancia, esa ligereza genial que el polaco detectaba gloriosamente en el francés. Hoy, cuando la palabra inmadurez, al menos en la literatura, parece esconder virtudes antioxidantes, se puede ver hasta qué punto en Gombrowicz había clarividencia: Bacacay no es un libro del pasado, ni siquiera de hoy. Es una pequeña fiesta iconoclasta más allá del tiempo.