Testigos de la vida vacía

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Testigos de la vida vacía

José María Guelbenzu escribe para el suplemento cultural de El País una reseña crítica sobre el Ferdydurke de Gombrowicz y su exploración sobre la forma para la inmadurez.

http://elpais.com/diario/2001/11/24/babelia/1006562353_850215.html

‘Perded todo todo realismo al traspasarme’. Ésta sería la advertencia dirigida al lector a las puertas de esta novela, pues es verdad que, si no lo hace así, no podrá caminar por ella y correrá el riesgo de perderse en un disparate que sólo le provocará confusión e irritación. Ahora bien, si acepta el disparate (o la apariencia de disparate), se encontrará metido en un texto tan atrevido y singular como pocas veces se habrá merecido disfrutar. Del mismo modo en que la eficiencia de La metamorfosis descansa en el minucioso realismo con que está narrada una situación absurda, la de Ferdydurke está en el minucioso absurdo con que se cuenta una historia extremadamente vulgar. Se presenta un hombre en la treintena, Pepe, cuya ‘apariencia semejaba la de un hombre maduro (que), sin embargo no estaba maduro’. El profesor Pimko se lo lleva a la escuela para educarlo y, a partir de ahí, nuestro héroe pasará por las manos de Pimko (la enseñanza, la autoridad), la familia Juventona (la burguesía de corte familiar), la joven Juventona (la colegiala), los chicos de la escuela (la adolescencia), su tía (la aristocracia) y el peón Quique y la servidumbre (el pueblo llano en diversas formas). Pido perdón por contarlo así, es una mera orientación para uso del desorden.

Porque el descubrimiento de Pepe es, sencillamente, que lo único que desea es vivir en la inmadurez y esta novela es, a fin de cuentas, un elogio y defensa de la inmadurez. Pero lo verdaderamente admirable es el modo en que consigue Gombrowicz culminar su proeza. Ernesto Sábato sugiere en su prólogo que lo que hay en el libro es una lucha entre lo dionosiaco y lo apolíneo y que la inmadurez está del lado de lo dionisiaco. Según Gombrowicz, ‘el supremo anhelo de Ferdydurke es encontrar la forma para la inmadurez’. Y, si bien lo reconoce imposible, a ello dedica su novela. Y lo primero a considerar es la forma, en efecto, en que Gombrowicz crea un estilo tan absolutamente adecuado al disparate que dimana de él; por decirlo a la llana: el narrador se infantiliza en su expresión de manera que su camino a la sugerencia propia de todo gran texto narrativo es, paradójicamente, la evidencia misma del disparate; lo que ocurre es que, en este caso, la explicitud es la que acaba resultando misteriosa y sugerente en la imaginación del lector. Así es como lo que en realidad aflora en el texto es el vaciamiento de la vida adulta, la exaltación de la nadería trascendente, la repetición de lo obvio, la insulsez del mundo formalmente maduro, adulto. Por su parte, los inmaduros carecen de creencias, ideales, convicciones firmes: se los fabrican a medida que los necesitan. Y así es como fabrica también su prosa Gombrowicz. A lo que asistimos es, desde luego, a la invención de esa forma hecha literatura; pero, ¿qué revela, además, la imposibilidad de dar forma a la inmadurez? Aquí me permito un recuerdo a Musil: revela la inexistencia de un centro (como, en su novela, no lo tienen el anillo de Clarisse o la Acción Paralela). La vida formal de la gente madura, establecida, es un puro vaciamiento de vida, y sólo queda un vacío donde debió estar el centro, el sentido. La colusión entre la inmadurez imposible (pero dionisiaca) y la oquedad que la vida oficial contiene bajo su máscara de madurez trascendente es el verdadero motor de la novela de Gombrowicz, sin el cual sería un mero disparate, repetitivo y decadente. Estamos ante una formidable metáfora de la vida moderna contada con un estilo tan informal como la inmadurez misma.

¿Un juego? Sí, un juego extraordinariamente sugestivo y trascendente, pero así lo tomaría yo para alcanzar su sentido y disfrutarlo plenamente. ‘En vez de caminar derecho, rígido como los más grandes escritores de todos los tiempos, giro de modo absurdo sobre mi propio talón’, confiesa el narrador. El modo de expresión no es menos atípico, véase un ejemplo: ‘Estaba tan cerca, que podría alcanzarnos con las manos, mas justamente eso le inducía a no alargar las manos, estaba demasiado cerca, la cercanía le atrapó con sus Pinzas’. Este modo de jugar y dar la vuelta (espacialmente) al concepto de ‘cercanía’ es característico del estilo ferdydurkiano.

Pepe, obligado por las circunstancias a raptar a su sosa prima Isabel, trata de convencerse, sin lograrlo, de que la ama, pero entonces es atrapado por el deseo adulto de Isabel, que lo sume dentro de ella y otra vez se ve obligado a huir en pos de su inmadurez. Así termina el libro. El lector lo habrá abandonado mucho antes o se habrá hecho un entusiasta. El libro es un mito en sí mismo y una vez que entra uno en él, está perdido: ‘Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate…’.