Miedo, frío, hambre

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Miedo, frío, hambre

Wanda Wygachiewicz

— ¿Tenés un ratito? —me dijo mi abuela mientras me pasaba el mate. La miré de reojo, algo se traía entre manos. Dejé el mate y el termo en el pasto y entramos a su living. Abrió un armario, del armario sacó una caja, de la caja una carpeta marrón, de la carpeta un folio, y de adentro del folio una carta.

Cuando propusieron la idea de escribir a un año del Congreso me di cuenta que iba a ser casi imposible. Era querer sintetizar el Everest en una hoja. No se puede. Pero intentemos esto: Llegué al Congreso por un tweet, buscaban gente que quisiera sumarse a la organización. Pensé que desde el lado del idioma podía dar una mano. Me había equivocado. Esa área ya estaba cubierta, así qué, me mudé a la producción. Y la ola empezó a crecer. Lo incomprensible crecía. Gombrowicz dejó de ser un libro que paseaba conmigo en mi cartera y se convirtió en reuniones semanales en Bellagamba, en horas sin dormir, en cadenas de mails, se convirtió en caminar bajo la lluvia por Buenos Aires recorriendo los lugares por las que él había comido, dormido, leído, etc. (y el etc. era lo gombrowicziano). Nada tenía una lógica y todo era verdadero. Así, la fecha que nos hacía temblar, llegó. Y lo planificado se dio: la muestra con las 40 ilustraciones estaba expuesta, el libro había salido de imprenta, las galletas para los break estaban seleccionadas, el café en saquitos esperaba a ser tomado, las empanadas llegaron a tiempo, el micrófono funcionaba y el proyector pudo revelar el work in progres del documental. ¿Cómo se dio todo? Ni idea, si sé que el ejército witoldiano (todos seres reclutados que vaya uno a saber con qué paracaídas había llegado ahí) ponía todo a cada segundo. Si había que planchar una camisa, se conseguía una plancha. Si había que trasladar cuarenta cajas de vino, se trasladaban, si había que hablar en tres idiomas a la vez, se inventaba un cuarto y nos hacíamos entender, y si había que estar en dos lados al mismo tiempo inventamos la teletransportación. Y cada minuto fue pasando y nuestras caras de miedo, frío y hambre se fueron acomodando. Todo se daba como si el mundo le estuviera dando la razón a los locos, o a Gombrowicz.

Esa tarde, en la que mi abuela y yo no hacíamos nada, o tomábamos mate en su jardín, fue otra anécdota más que se sigue sumando al relato inexplicable de la experiencia Gombrowiczana. Mi abuela sabía con exquisita precisión qué era lo que me estaba dando y estoy segura que disfrutó al ver mi cara. El sobre con la carta era de París. Una carta de puño y letra que Gombrowicz le había escrito a mi bisabuela, a la madre de mi abuela, a la abuela de mi madre. La carta llegó a mí ocho meses después del Congreso. No conocí a mi bisabuela, no conocí a Gombrowicz, y me enteré de la existencia de esa carta cuando faltaba solo un mes para el congreso.

Hay autores que sabemos que vamos a leer, otros se nos aparecen tirados en la calle, o los encontramos en el fondo de una biblioteca, o alguien tiene el tupé de recomendarnos y también hay escritores que se te atraviesan como un corte de ruta. Gombrowicz reúne a todos. Por eso, trabajar en conjunto con el ejército witoldiano fue la mejor elección informal de mi vida. ¿Exagero? Si es así, bien por mí y por cada uno de los que aportó para que la locura se llevara a cabo.

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