La obra maestra secreta

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La obra maestra secreta

César Aira reconstruye el mito de Gombrowicz en Argentina, y lo hace a través de lo que para él es la obra maestra del autor polaco: el grupo de jóvenes, de discípulos y amigos que lo siguieron como a un maestro. La crónica se publicó en El País, pueden leerla completa por acá o desde el link:

http://elpais.com/diario/2001/11/24/babelia/1006562355_850215.html

 

cesar aira blog 

 

Todo el mundo reconoce que Argentina, poblada con la inmigración, periódicamente despoblada por la emigración, territorio de extraños y de ausentes, es un país que tuvo que inventarse, y la literatura que inventó para inventarse fue doblemente literaria, una literatura al cuadrado. Afantasmada, dio toda la vuelta a su propia extranjería hasta hacerse entrañable, evocadora, intransferible. Este sistema, expulsor por un lado, fue acogedor por otro, y a nadie le sorprende que un maestro de la prosa específicamente argentina haya sido un francés (Groussac) o que la metafísica del paisaje pampeano la haya hecho un inglés (Hudson). En las cimas del autoexotismo, el más argentino de los escritores argentinos terminó siendo un supuesto conde polaco que llegó a Buenos Aires por casualidad, y se quedó por accidente. Se quedó por un motivo o por otro, pero uno de esos motivos fueron los amigos que tuvo. Sarcástico, peleador, altivo, intratable, Gombrowicz fue, antes que todo lo demás, un hombre de amigos, lo que quizá no es tan paradójico como parece.

En Argentina, Gombrowicz escribió lo mejor de su obra, cosa que tampoco es sorprendente pues pasó en el país toda su madurez, entre los 35 y los 59 años: Pornografía, Transatlántico, Cosmos, el teatro, el Diario; este último en realidad no es un diario, sino artículos en formato de diario: cuando Kultura, la revista de los emigrados polacos en París, le ofreció una sección fija, Gombrowicz estuvo vacilando un tiempo sobre la forma a emplear, artículos unitarios, cartas, crónicas… Se decidió por el diario, que le daba la libertad para escribir sobre lo que quisiera, y cambiar de tema donde quisiera, con el simple expediente de poner punto aparte y encabezar el nuevo párrafo con la palabra ‘miércoles’ o ‘sábado’. Lo que había escrito antes lo argentinizó a su modo: Ferdydurke, con una innovadora traducción; los cuentos, con un título, Bakakay, que conmemora una calle del barrio de Flores. Y de lo que escribió después, lo mejor son las cartas que siguió escribiendo a los amigos argentinos.

Pero podría sostenerse que su obra maestra secreta fue la cofradía de amigos que formó a su alrededor. La segunda, porque hubo un primer grupo, el que participó de la traducción de Ferdydurke y lo que quedó de sus desganados intentos de acomodarse al establishment literario porteño: Virgilio Piñera, Rodríguez Tomeu, cubanos los dos, Mastronardi, González Lanuza… Hacia 1956, ese núcleo se había disuelto, básicamente por una cuestión de edad: los trabajos y las familias los dispersaron, y Gombrowicz se vio en el trance de una renovación. Para él empezaba su mejor época: había renunciado a su empleo en el Banco Polaco, y con las prudentes inversiones que hizo con la indemnización, más la beca que recibió de una institución anticomunista (Free Europe) y algunos derechos que empezaba a cobrar, pudo arreglárselas. Con todo el tiempo a su disposición, y su gusto por la conversación y la vida de café (y la abundancia sobrenatural de cafés en Buenos Aires) no le quedaba sino volver a rodearse de amigos.

La formación de ese segundo grupo se ha vuelto un mito argentino. La elección se dio al azar, pero fue un azar riguroso. Todos rondaban los veinte años (Gombrowicz había pasado los cincuenta), todos recibieron su apodo o nombre clave, y todos fueron fieles. El primero fue Juan Carlos Gómez, Goma, y él fue el fiel por antonomasia, y lo sigue siendo, ‘el fiel Goma’. El más joven fue Jorge di Paola, Dipi o El Asno. La integración de Dipi al grupo es un buen ejemplo del método de reclutamiento: en cierta ocasión, Gombrowicz fue de veraneo a Tandil, un pueblo en la provincia de Buenos Aires con el atractivo modesto y algo incongruente de unas sierras (y una Piedra Movediza que se cayó y se rompió). Lo primero que hizo al llegar fue ir a la municipalidad a preguntar si entre la población había alguien inteligente. Los desconcertados funcionarios sólo atinaron a remitirlo a un grupo teatral… Y allí estaba Dipi, que a los 15 años ya había leído Ferdydurke.(Incidentalmente: en esa estancia en Tandil nació Cosmos).

La leyenda quiere que Gombrowicz haya abrumado y aniquilado a todos estos jóvenes, condenándolos al desconcierto y la esterilidad de por vida. Dipi es la prueba viviente de que esto no es del todo cierto, pues hizo una brillante carrera y escribió hermosos libros. Goma, el sumo sacerdote del culto gombrowicziano, es más razonable en la interpretación del mito: ‘No es que Gombrowicz nos haya desorientado, sino que nos eligió por desorientados’. Por lo demás, Goma desestima el pretendido misterio de la seducción: ‘Era un buen amigo, simplemente, un amigo siempre disponible, afectuoso, comprensivo, sensato’.

En una de las últimas páginas del Diario, ya de regreso en Europa, Gombrowicz se lamenta de no haber sabido cultivar su leyenda allá en ‘la Patria’ (palabra que reservaba para Argentina): ¿quién recordaría su figura, sus anécdotas, sus frases?, ¿quién podría escribir sobre él? Sus amigos habían sido demasiado jóvenes, demasiado inmaduros, demasiado tontos. Esto último era una convención necesaria al teatro íntimo que había establecido, en el que un coro de burguesitos tercermundistas era infaliblemente aplastado por la dialéctica y los epigramas del Genio. En realidad no eran tontos: lo prueba el hecho de que aceptaran ese papel. Y lo prueba más aún el hecho de que hoy, cuarenta años después, sigan siendo fragmentos del Genio, que se arma y se desarma en los cafés de Buenos Aires. Es curioso que este maestro de la lucidez se haya equivocado de modo tan radical en este punto clave. Salvo que sea una maniobra más. O bien deberíamos concluir que el gran escritor que supo analizar y evaluar tan bien su propia obra fue superado por la creación que respaldaba esa obra: el grupo de amigos, el puñado de vidas que iluminó, el triunfo secreto sobre la ausencia.