«LA GRAN GOMBROWICZ (SOBRE LENGUA, JUVENTUD Y PERONISMO)», Pablo Gasparini

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LA GRAN GOMBROWICZ (SOBRE LENGUA, JUVENTUD Y PERONISMO)

Pablo Gasparini

“Primero la muralla y después la torre” afirma uno de los sabios de “La construcción de la muralla china” de Kafka (1981: 132), como si el hecho de rodearse de un firme caparazón de piedras significase la voluntad de agruparse y darse (al igual que ciertos nómades en el mito de Babel) un Nombre con mayúsculas. Auxiliado por la idea de que la muralla es en verdad la base o cimiento de la Torre y citando el célebre pasaje bíblico (“Vamos edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre”. Génesis, 11, 4), George Steiner –en Après Babel– define aquello que llamará, algo oblicuamente, el espacio familiar o totémico de la lengua: un imaginario por el cual “toda lengua edifica una muralla alrededor del reino común de la identidad de grupo” (Steiner, 1978: 219); un centro íntimo de la palabra avaro en explicaciones, rico en implícitos y podríamos agregar –haciendo nuestra la famosa convicción de Renan que Anderson coloca como exergo de su Comunidades imaginadas– rico, principalmente, en olvidos comunes. El final lo conocemos: la mítica Torre irrita a Jehovah al punto de derribarla y de condenar a los hombres al desentendimiento, deshaciendo su pretensión de territorio y de lengua, pues, tal como lo lee Derrida en Des tours de Babel, el único que puede Ser y gozar de un (indecible) Nombre es Dios. Mascullando en polaco –esa lengua que nunca abandonará– y antes de extraviarse por las grises calles de la capital argentina, el autoficcional Gombrowicz de Trans-Atlántico profiere, frente al Chrobry, su antológica maldición patria que es, entre otras cosas, un osado deshacerse de su espacio familiar, tan cargado de guiños y sobreentendidos comunes. Ahora, ¿maldecir Polonia en polaco es salirse de la Muralla –cruzarse a lo de los bárbaros– pero permaneciendo en la Torre? ¿Escribir a extramuros, fuera del radio del tótem de la lengua, es robarle la lengua a la Patria?, ¿liberarla, en algún sentido, de lo que imaginariamente la ata o ancla a determinada identidad territorial?

Por cierto, en diversas ocasiones, especialmente en su ensayo sobre Sienkiewicz (s/d: 379-391), Gombrowicz afirma que en Polonia se escribe para Dios, o mejor, que Polonia y su Lengua –al menos su lengua literaria– se confunden en una misma, arcánica e intocada sacralidad. Como si allí, en los difusos y siempre móviles, a veces evanescidos, límites de Polonia, Jehovah no hubiera ejercido su furia babélica, no hubiera roto el antiguo linaje del príncipe Mieszko; como si las fortificadas fronteras de Polonia, tan violentadas históricamente, prosiguiesen incólumes en el resguardo simbólico y sacro de su Gran Literatura. A falta de la furia de aquel único que puede decir “Yo soy el que soy”, habría entonces aquel que con tono histriónicamente endiosado dice ser un “Gombrowicz Gombrowicz”, el dios o ángel caído de la literatura polaca.
Y de hecho, a la hora en que Babel convoca a la traducción, lejos de aspirar a lo que Walter Benjamin suponía ser el ideal de toda traducción –la interlineal de un texto sagrado–, Gombrowicz auspicia la gesta ferdydurkista. Ninguna pretensión existe allí de una mítica transcripción o mimesis del texto polaco y la tarea se lleva a cabo, como la leyenda siempre se ha complacido en repetirlo, entre muchas voces y varias lenguas: del polaco al francés y del francés al cubano y del cubano a un imaginario del castellano del que Gombrowicz solo reprochará las decisiones que, en las ambiguas observaciones de Ernesto Sabato, habrían servido de pretexto para la no consideración de la novela por Sur. Escribir en polaco desde afuera de las murallas de la Comunidad implica así reinventarse y reinventar esa lengua desde el resbaloso territorio donde los significados, espectralmente liberados de su pasado, ganan en movilidad lo que pierden en consenso. Solo así puede entenderse cierto fraterno ludismo1 con el que Gombrowicz se presta a la traducción: hay en ese ofrecimiento a los otros (a la sociedad de voces del Café Rex) el reconocimiento de una pérdida. Nunca, en estas traducciones, se trata de honrar y heredar el túmulo de la lengua polaca, más bien se trata de una actividad colectiva y festiva, donde la lengua, regada a Bols, es colaborativo pasaje de sentidos posibles.

Traducir del Polaco a otras lenguas, o del Polaco (con mayúsculas) al polaco (con minúsculas), hacerlo sobrevivir, supone, tal como Benjamin lo insinúa en relación con la genealogía entre original y traducción, el desafío de la sobrevida, que no merecería este nombre si ella no entrañara una “perpetua renovación” (Benjamin, 1996: 332) o, podríamos decir nosotros, si ella misma, la sobrevida, no fuese rejuvenecimiento, ese devenir del que Gombrowicz confiesa sentirse afectado durante su exilio sudamericano. Creo que este es el punto donde la biografía de Gombrowicz en la Pampa, tan rica en datos y anécdotas sobre sus dificultades materiales –Gombrowicz durmiendo en el piso de la sala de un amigo durante meses, almorzándose en el funeral de un desconocido, cambiando de pensión por falta de pago–, se encuentra con la condición de su propia lengua: la de la sobrevivencia.

Gombrowicz se reinventa en Argentina y en esa reinvención, casi como una exigencia retórica, cobra dimensión el afirmarse (o el desendeudarse) contra aquello que no debe ser: contra Polonia, ese “Santo Monstruo Oscuro que está reventando desde hace siglos”, pero también contra los Poetas. Todo un arte de la (re)invención que recuerda la tradición de los escritos “Contra…” (Contra los físicos de Timon de Flius, Contra los dogmáticos y Contra los matemáticos de Sexto Empirico) o “Anti-…” (el Anti-Séneca de Lamettrie o el Anti-Edipo de Deleuze-Guattari). Hay algo de insumiso (y por cierto de joven) en este gesto de oponerse, en este decirse a partir de un antimodelo que aspira a lo nuevo y a lo imprevisible, en este rechazo tanto a la mera repetición como a la banalidad. Pero sobre todo, en este arte de la invectiva como inventiva, hay la voluntad de seguir viviendo. Como sea. Nada de poner la vida entre paréntesis, en suspenso, como si algún día fuéramos a volver Allá, a Aquel Espacio (y a Aquel Tiempo) del que hemos huido o nos han ido. Y es en este punto donde este sobreviviente, Gombrowicz no es, ni se percibe, ni habla como un exiliado.

Si lo sagrado en la lengua es que haya palabras intocables, significantes que, como el nombre divino, no deben siquiera pronunciarse para mantenerse en su inmutable fijeza, en su inefable y misterioso significado, Gombrowicz no solo se muestra indócil al sacro corazón de su patria, al sacrificio de los que deciden ofrendar su vida por su liberación, sino que también se muestra indócil al Desastre Mayor, al “humo acerbo” –como lo llega a enunciar en su Diario I (352)– de los crematorios. Esos mismos crematorios que cercarían a su amigo y compañero intelectual Bruno Schulz y que dicen o gritan la Masacre que en Trans-Atlántico prefiere emerger en siniestro sottovoce; un coro irrefrenable, incesante (“Allá mataban y degollaban”) que amenaza echar todo a perder, fondear aquella nave que Gombrowicz imaginaba como un buque corsario en dirección a sus compatriotas. No, no habrá identidad ni lengua asentados sobre ese Desastre. No, sobre esos cadáveres no se erguirían otra vez las (inútiles) murallas protectoras, la (kafkiana) ronda del pueblo, el exaltado silencio que conforma a la Comunidad. No, mejor no santificar el Desastre. Para eso, para convertir el Desastre en Lengua y Monumento –para acallar en el mismo aura de Recogimiento y Dolor toda posible voz– estaba el régimen polaco, ese que, según leemos en su Diario, había convertido el terrible humo acerbo en incienso para la nueva dictadura. Entonces, antes que la inmutabilidad de lo sacro (y junto a la persistencia del fantasma, de aquello que, a pesar de nosotros mismos, a pesar de nuestros vanos exorcismos, sigue siendo en su ausencia, en su irredento acoso), mejor la gauchada de Babel y de los sentidos en devenir, mejor el rejuvenecimiento de los vocablos, donde el polaco geba –por tomar uno de ellos– es también gueule y facha y aun, como se lo sugiere Manuel Gálvez en una carta, escracho.

Si evocar, según Elías Canetti en su “Elogio a la vejez”, es un atributo, una prerrogativa, de la ancianidad; Gombrowicz prefiere decirse (como el joven pergeñado por Jean Amery en Par-Delà le Crime et le Châtiment) desde la potencialidad de su presente.2 Gombrowicz arriba a la Argentina con treinta y cinco años. En su novela Trans-Atlántico, finalizada a sus cuarenta y seis años (en 1950), describe el deambular o yirar homosexual de “el Puto” (como es apodado su personaje Gonzalo aún en el original polaco) por aquel territorio tan presente en su Diario: “las oscuridades de Retiro”; un espacio de transición hacia el puerto que también aparece dicho con ciertas connotaciones de transgresión por la peronista Esther en La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig (1968). Nos preguntamos aquí por las posibilidades de rejuvenecimiento no solo de las palabras, sino también del cuerpo. En diálogo con Tcherkaski, Copi (por citar a otro joven cuyo teatro es contemporáneo al de Gombrowicz y que compartió en ocasiones al mismo director: el argentino Jorge Lavelli) declara que durante su juventud en Buenos Aires su vida era como la de cualquier “joven porteño que tiene que coger todos los días” (en Tcherkaski, 1998: 45). Copi nace el año en que Gombrowicz llega a la Argentina (1939) y podemos imaginar que esa referencia autobiográfica se dé entre 1955 (cuando Copi tenía dieciséis años y su familia retorna del exilio francés esperanzada por el golpe de estado a Perón) y 1962, cuando el por entonces joven actor de veintitrés años decide regresarse a París. Copi, en la entrevista mencionada, afirma que aquello que Tcherkaski apunta como “su condición homosexual” no lo era en absoluto para él que no debía “por pertenecer a un medio burgués, teñirse de rubio para hacerse de puto” (45), aunque esa condición sí valiera para “los putos pobres”, aquellos a los que –dice– “se le nota que son putos”, ese “cuadro, típico de villa miseria” que podía ver cuando visitaba a su padre “que estaba preso en Villa Devoto” (45). Ni tan literalmente joven ni porteño, más bien polaco y pobre, podemos imaginar que era precisamente ese el cuadro o ámbito por donde deambulaba el recién llegado y rejuvenecido Gombrowicz en peripecias que, tal vez, el por ahora para nosotros inédito Kronos llegue a develar y que sus amigos porteños no pudieron o quisieron percibir por –como les reprocha Gombrowicz en una carta– meros “boludos” (Gombrowicz, 1999: 43).
Con estos registros y comparaciones quiero arriesgar como hipótesis que son los avatares de ese cuerpo abruptamente joven los que se postulan como impulsos afectivos de esta reinventada lengua que se resiste al Sacrificio y al Pasado. ¿Acaso Facha, por volver a uno de esos conceptos que la babélica traducción coordinada por Piñera sugiere para el polaco Geba, no dice, además de sus semas de apariencia, algo retorcidamente genérico: una de las pocas maneras, la velada manera, en que un “indudable” macho argentino puede referirse, sin suspicacias de ningún tipo, a la belleza de otro “indudable macho argentino”? Fachero o en todo caso Pintón: únicos modos permitidos de predicar, entre argentinos, la belleza masculina. ¿Cuánto de esa precipitada y subterránea fuerza sexual del lenguaje, que Steiner (1973) considera intrínseca a la extraterritorialidad de Oscar Wilde, por ejemplo, se encuentra en esta festiva lengua posbabélica de Gombrowicz? Y es que, más allá de sus tempranas aventuras en los Pirineos franceses, Gombrowicz pasa de la algo pálida y gótica aristocracia rural polaca a la procaz y exaltada libido de la argentina peronista: toda una biográfica revolución sexual. Recordemos que si bien el peronismo –como lo alude Copi en la figura de aquellos “putos pobres”, circunstanciales compañeros de prisión de su padre– organizó junto a la iglesia católica un régimen contravencional restrictivo del deambular erótico (“de la casa al trabajo y del trabajo a la casa” fue uno de los lemas del General) también significó, en razón de su impronta popular, cierto encuentro y carácter festivo.

Sugiero pensar –nos invita Perlongher– que con el peronismo los obreros ganaron el centro y se encontraron allí con los homosexuales. (…) El erotismo que nace de ese encuentro de clases es potente. La relación de la marica de clase media con el chongo villero no solo llenó lamentaciones –como La Busca de la Ballena de Héctor Larra–, sino también saunas. Testimonios personales dan cuenta de saunas gays en Buenos Aires en la década del 50, cuando no los había en Nueva York. (Perlongher, documento CEDAE No 0315, sin fecha) Mandolessi (2012) ha estudiado la imprescindible presencia de lo abyecto, sea como proceso o figura, en la obra de Gombrowicz. Pensamos que esa categoría, de algún modo inherente a lo sacro (en latín sacer significa “sagrado”, “santificado” pero también “abyecto” o “execrable”), puede dar cuenta de esta emergencia de lo que Gombrowicz llama los “bajos fondos”, de todo aquello que había sido relegado fuera del campo de lo simbólico para la constitución de cierta austera, liberal y patricia identidad argentina. Del peronismo como lo abyecto argentino en la posbabélica lengua de Gombrowicz: he aquí que desembocamos en un tema que sería necesario desbrozar.

Por el momento, para concluir: en Buenos Aires Gombrowicz escribe en polaco y traduce al español y al francés. Es una apuesta triple que apunta a su patria, al territorio local de su exilio y a, como diría Pascale Casanova (2002), la república mundial de las letras. Se trata de una apuesta que se da en una dimensión bastante diferente a la de la publicación de sus primeros textos en Polonia, con tirajes pagados por su padre (Memorias del tiempo de la inmadurez) o, a medias, de su propio bolsillo (la edición original de Ferdydurke por editorial Ròj). Imaginar cómo hubiera sido la trayectoria literaria de Gombrowicz en su patria si no hubiera ocurrido la guerra es un atrevimiento ético o un ejercicio de ciencia ficción histórico-política. Lo cierto es que Gombrowicz se internacionaliza desde Argentina; un territorio que si bien le resultó hostil en sus círculos consagrados3 lo introdujo, por otro lado, a la tan latinoamericana experiencia de lo babélico. En su Diario, Gombrowicz confiesa que la traducción de Ferdydurke le significó la resurrección de una obra que creía muerta y sin sentido. Esas palabras parecen llevar a la instancia de la producción el rejuvenecimiento existencial que en diversas ocasiones dice haber experimentado en Argentina, como si la traducción recreadora, aquella que actualiza y le da sobrevida al “original”, fuese una instancia más de lo vital.

Encarnar no en el (imposible) Original sino en la traducción en lo que tiene de sobrevida y rejuvenecimiento, quizás involucre, entre otros, los tres movimientos que hemos intentado esbozar en este ensayo: la desafiliación desacralizadora, la consecuente apertura a los múltiples deslices del sentido y la emergencia del cuerpo como motor y garantía de autenticidad. Son estos, creemos, los tres movimientos de un mismo y singular golpe: lograr inventar y reinventarse desde un lejano afuera.

Y si hablamos de contorsiones y de puja de espacios existe, por cierto, una jugada del tenis (deporte recurrente en la vida y obra de Gombrowicz) en la que un contundente e inusual lance puede llegar a salvar lo que ya era una derrota segura. De espaldas y usualmente lejos de la red, el tenista –al que ya se daba por vencido– devuelve la pelota con un golpe originalísimo, con un inesperado e inaudito raquetazo entre sus piernas. Los mejores lo han hecho y lo hacen, pero en Sudamérica a ese golpe lo hemos bautizado: es la “Gran Willy”.

Hacer del cuerpo el lugar del atrevimiento, pararse del otro lado con juvenil y raro descaro, devolver la pelota al otro lado de la muralla de la Lengua cuando todo parece perdido, convertirse, en fin, en el reinventado y original adversario de sí mismo, ¿no sería esa la Gran Gombrowicz?

Citas

1 Insistimos en la condición de fraterna camaradería (la “gauchada”) en la que Gombrowicz parece inscribir el trabajo de traducción. Un poco como Aaron en relación con Moisés, es el hermano –aquel que está en un mismo plano– el que posibilita el hacerse entender. “Brone” es el fraterno pseudónimo con el que se anuncia la traducción al francés de Ferdydurke realizada en Buenos Aires junto al periodista y traductor francés Roland Martin. Y será junto a su amigo Alejandro Rússovich con el que traducirá El Matrimonio al español (además de traducir el cuento “El Banquete” con el hermano de Alejandro, Sergio Rússovich).

2 Sobre la reticencia de Gombrowicz a evocar, quizás nada más ilustrativo que el incipit de Trans- Atlántico, donde (al menos en la traducción al castellano) no se trata de “recordar” sino de “comunicar” el comienzo de sus aventuras por la capital argentina “que duran ya diez años”. O su excepcional y genéricamente tan discutido Diario escrito, aparentemente, al calor de la hora pero que gana, por la densidad de su relato, cierto valor de memoria. En uno y en otro caso negarse a santificar un origen o pasado imposibilita suturar una identidad o labrar una imagen demasiado acabada de sí. Si contarse supone la anticipación del propio recuerdo en la memoria de los otros y, por lo tanto, el reconocimiento de los valores sociales y morales que sustentan esa memoria (pues nadie querría ser mal recordado), desconocerse en esos comunitarios valores (en este caso: Dios y el Desastre) significa no evocar ni evocarse, asumir el joven (y fascinante) privilegio del extravío, esta violenta conmoción sobre los géneros que hacen a la narración de sí mismo.

3 Sur, un círculo donde –pensémoslo– diferentemente de la gauchada, la traducción se ejercía desde la figura de un mediador políglota y erudito, partícipe de una comunidad establecida de valores intelectuales.

Bibliografía

Amery, Jean (1995). Par-delà le crime et le Châtiment. Essai pour surmonter l’insurmontable. Arles: Actes Sud.

Anderson, Benedict (1993). Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del Nacionalismo. México: FCE.

Benjamin, Walter. “La tarea del traductor”, traducción de Hans Christian Hagedorn, en Dámaso López García (Ed.) (1996). Teoría de la traducción: antología de textos. Cuenca: Editora de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Canetti, Elías (1992). “Elogio de la vejez” en El suplicio de las moscas, traducción de Cristina García Ohlrich. Madrid: Anaya&Muchnik.

Casanova, Pascale (2002). A República Mundial das Letras. São Paulo: Estação Liberdade. Derrida, Jacques (2006). Torres de Babel. Traducción de Junia Barreto. Belo Horizonte: Editora UFMG.
Gombrowicz, Witold (1999). Cartas a un amigo argentino. Buenos Aires: Emecé Editores.

—– (s/d). Diario 1 (1953-1956). Madrid: Alianza.


—– (1995). Trans-Atlántico. Barcelona: Barral.
Kafka, Franz (1981). “La construcción de la muralla china” en Relatos completos II. Buenos Aires: Losada. Págs. 128-142.

Mandolessi, Silvana (2012). Una literatura abyecta: Gombrowicz en la tradición argentina. Amsterdam: Rodopi.

Perlongher, Néstor (sin fecha). “La llegada de los inmigrantes”, documento 0315 del Archivo Perlongher del CEDAE (Universidade de Campinas).

Steiner, George (1978). Après Babel. Une poétique du dire et de la traduction. París: Albin Michel.

—– (1973). Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y revolución lingüística. Barcelona: Barral.

Tcherkaski, José (1998). Habla Copi: homosexualidad y creación. Buenos Aires: Galerna.

 

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.