Jorge «Marlon» Vilela en el Congreso Gombrowicz

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Jorge «Marlon» Vilela en el Congreso Gombrowicz

 Acabamos de hablar por teléfono con Jorge «Marlon» Vilela, uno de los pocos amigos de Gombrowicz que están vivos. Entusiasmado, feliz, nos estuvo contando anécdotas y confirmó que por supuesto va a venir desde Salto al I Congreso Internacional Witold Gombrowicz, que arranca en agosto en Buenos Aires.

Si quieren saber más de Marlon, pueden leer la nota que escribió Néstor Tirri (otro gombrowicziano, a quien le agradecemos el contacto, y que también va a estar presente en el evento) para La Nación (http://www.lanacion.com.ar/1556526-gombrowicz-tenia-muchas-caras-distintas). La foto es de Nicolas Bohler.

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«Gombrowicz tenía muchas  caras distintas»

Jorge Vilela habla de Roger Penrose y me muestra un párrafo de La nueva mente del emperador , un libro que se publicó quince años atrás. Y me cuenta acerca de su descubrimiento de la física cuántica y otros entretenimientos. Me siento raro; he viajado desde Buenos Aires hasta Salto en busca del amigo perdido, el desconcertante escritor que quemó los originales de sus novelas y que se recluyó en un taller de esta diminuta ciudad, donde vive desde hace más de diez años. Salto no difiere mucho de otros pueblos de la provincia de Buenos Aires: casas bajas, un sector lindo (balneario junto al río) y otro donde reina el deterioro: silos abandonados y una vieja estación de ferrocarril tomada por «okupas».

En rigor, han pasado veinticinco años desde mi último encuentro con Vilela, en Buenos Aires, y estoy ansioso por hablar con él, indagar acerca del insólito destino de su producción, cifrada no sólo en textos sino también en esculturas de metal, o en bellos (y únicos) paisajes tallados en cuero, a manera de grabados. Es curioso que, después de tanto tiempo sin vernos, a lo primero que atine es a compartir conmigo una lectura de Penrose, de quien -lo reconozco- no sé nada. En esos raptos no ha cambiado: camina con achaques pero en esencia sigue siendo el imprevisible Vilela, «El Chivo» para los amigos de la adolescencia, «Marlon» según la renominación impuesta por Witold Gombrowicz, quien lo destacó a su diestra como el más insondable de los «jóvenes mufados» que lo rodearon en Tandil a fines de los años cincuenta.

Unas fotos y unos artículos que Miguel Grinberg publicó en Eco Contemporáneo , en efecto, llegaron a Europa y crearon la leyenda del «trío de oro» que en una lejana Argentina rodeaba al maestro polaco por entonces repentinamente redescubierto: Jorge Di Paola («Dipi», alias «Osiol» = «asno», en polaco, según Gombrowicz), el dibujante Mariano Betelú («Flor de Quilombo») y el inefable «Marlon», esto es, Jorge Rubén Vilela.

«¿Vos eras tandilense o no, Chivo?», averiguo, recordándole que nos conocimos al compartir un mismo banco de primer año de la secundaria en el Colegio de los Frères de la Sacré Famille, una congregación francesa de religiosos educadores que funcionaba en Tandil. Y ahí comienza (nunca lo intenté antes) el espinoso rastreo de los orígenes de Vilela.

«Yo nací en el Hospital Rawson de Buenos Aires -cuenta-. Soy porteño, entonces. Y, como decía Cortázar, esas cosas no se arreglan así nomás. Pero todas las casas en las que he vivido, incluido el viejo Hospital Rawson, fueron demolidas. Poco después nos vinimos a Salto, donde mi abuelo tenía joyería. Mirá qué casualidad (si bien, como dijo un psicoanalista austríaco, todo encuentro casual es [producto de] una cita previa): el abuelo de Di Paola también era joyero, lo mismo que el padre de Osvaldo Soriano, que tuvo una relojería en la Avenida Colón [de Tandil], y ni hablar de don Victorino Laplace, el padre de Víctor y de Ligia, que tenía joyería en la calle Pinto.»

El diálogo tiene lugar en el hábitat de Vilela, una suerte de taller que se parece a una tornería o, tal vez, a la carpintería de Gepetto, en una cortada de Salto. No dispone de televisor ni computadora; su única conexión con el mundo es un teléfono celular, y las condiciones no son precisamente de confort. «He viajado varias horas, Chivo -le digo-; ¿me puedo lavar las manos?» «Sí, cómo no.» «OK, ¿dónde hay una pileta?» A lo que Vilela, sorprendido por mis pretensiones, me responde: «Bueno, tanto como pileta, no…». La solución será una canilla salvadora, en el patio trasero, destinada a una manguera para regar los arbustos y un limonero.

Mi viejo laburó como cronista de Crítica, la de Botana -retoma, y su narración oral instala en el viejo escritor el oficio de aedo-. Era de Madariaga, pero se hizo porteño. Eso fue alrededor del 28 o del 30, y yo nací en el 34. Era muy buen óptico y quiso ejercer eso en este pueblo. Pero aquí en Salto galgueábamos porque era época de guerra, la de 1939-1945, y no llegaban cristales, que para la industria de guerra eran indispensables. En Salto, un tío mío instaló una ´fábrica’ de cristal con esa máquina que ves ahí. La escasez de cristal lo movía a hacer milagros: una vez un auto atropelló la vidriera de Gath & Chaves y él recogió los vidrios de la vereda; los pulió y los transformó en cristales para anteojos.»

Con otros materiales, es lo que El Chivo sigue haciendo en el galpón-taller en el que vive: pule el metal y el quebracho y los transforma en joyas, esculturas o en «pequeñas galaxias», como él llama a unas hermosas rodajas de quebracho quemado que lucen con un brillo profundo, oscuro, como un iridiscente misterio de caoba.

Textos que desaparecen

El mayor misterio de este lobo estepario que continúa la tradición de sus congéneres artesanos, tanto los de su familia como los del Renacimiento, reside en su escurridiza condición de escritor: amagó a editar sus textos pero -en parte por sus contradicciones, en parte por la histeria perversa de las editoriales- nunca llegó a publicar.

Le recuerdo una de sus novelas, de la que asomó una punta en 1968: «¿Cómo se titulaba aquella de la que apareció un anticipo en Primera Plana , con ilustraciones que mostraban a Gardel?», pregunto. «´Nohaytutía’, aunque después tuvo otro título -responde al toque-. El original dio muchas vueltas y lo quisieron publicar dios y maría santísima. Así que el hecho de que haya permanecido inédita… Bueh, ¡es para creer en las mufas!»

Sin embargo, hay una pista que desconcierta y rompe los esquemas de «las mufas». O tal vez los confirma. Es un párrafo de Bioy Casares, en el que informa que Alberto Manguel protegió un original de esa misma novela (amenazada por la piromanía del autor), que para entonces había cambiado su título por el de » El verano del 67″. Hay que barruntar que algún dardo negativo debe haber disparado desde el inconsciente el propio Vilela. Dialogar con él sobre estas cosas es arduo: su silencio acerca de aquellas (insensatas) destrucciones alimentó eso que fue el «mito Marlon», aunque sobreviven evidencias, como las disquisiciones de Bioy y de Manguel sobre él, al igual que la optimista prognosis del mismísimo Borges. Así, con el tiempo, el mito se ha convertido en el «enigma Vilela».

En esa (suerte de) novela hay varios relatos autónomos. «Uno, el que se publicó en aquel anticipo de Primera Plana -puntualiza-, es acerca del señor Sánchez, que todas las noches, como si fuera un rito, pone un disco de Gardel. Parece que las influencias que se me filtraban en aquel entonces eran Kerouac, Hemingway y ´el portugués’.» (En el discurso intermitente de Vilela, la mención al «portugués» actualiza su deuda con Fernando Pessoa.)

Pero aquéllas no habían sido sus primeras armas literarias; hubo un bosquejo juvenil que escribió a los 19 años, antes, incluso, de que Gombrowicz cayera por Tandil. «Se titulaba ´Los impotentes’ -explica-, y era el asalto al banco del pueblo, una especie de ensayo de lo que más tarde sería la guerrilla.» Dipi Di Paola sostenía que la narrativa de El Chivo era una incursión precoz en la novela negra, antes de que la abordaran Ricardo Piglia u Osvaldo Soriano. «Dipi decía -rememora Vilela- que habían sido las primeras de ese género que se escribieron ´al sur del Río Grande’.»

Marlon y el witoldo

La inclinación de los muchachos tandilenses por el mundo de la ficción literaria la estimuló «El Witoldo», como llamaban ellos a Gombrowicz, ese polaco emigrado que, después de vivir en los años cuarenta en Buenos Aires (donde sus amigos Alejandro Rússovich, Virgilio Piñera, Adolfo de Obieta y otros tradujeron, bajo su conducción, la intrincada prosa de Ferdydurke ), pasaba los inviernos en Santiago del Estero, mientras que en la primavera emigraba a Tandil. «Eso obedecía a su asma», acota Vilela, quien recibió del maestro el apodo de Marlon: sus rasgos juveniles, pero sobre todo su modo de observar y hablar de soslayo, con la cabeza ligeramente ladeada, recordaban a los de Marlon Brando, por entonces muy en el candelero. «Sabíamos -vuelve- que aquella deficiencia respiratoria era su punto vulnerable. Una noche tuve que llevarlo al hospital para que le dieran oxígeno; creí que se nos ahogaba…»

Vilela rechaza las caracterizaciones unívocas que ensayistas, biógrafos e incluso el periodismo literario intentaron trazar de Witoldo (también nominado «El Viejo», en el código familiar de Marlon). «Gombrowicz era Zelig», sostiene Vilela con contundencia. «Tenía muchas caras distintas -continúa-. No era el mismo con todos los que trataba: asumía un carácter diferente según la persona. Era un extraordinario caleidoscopio.»

De todos los «chicos» que trataron al escritor en aquella época de la ciudad de los cerros (y, como ex tandilense, me incluyo entre ellos), Marlon era el que enfrentaba con carácter propio al genio deCosmos . Nos llevaba varios años a todos: era el más maduro pero también el más escéptico y mejor plantado ante las obsesiones del escritor; cuando Gombrowicz se ponía pesado con algún personaje del quehacer literario (como Mallea, por ejemplo, con quien me consta que se ensañaba con ironía: «Ese señor que escribe en puntas de pie»), Vilela lo frenaba: «¡No joda, Viejo!». Solo a él se lo toleraba.

En Salto, cincuenta y cinco años después, Jorge Vilela extrae anécdotas del arcón de su memoria, caprichosamente asociativa a veces, pero implacable. Una, surrealista, transcurre en Tandil: «Una vez fuimos a pasear al Parque Independencia. Ese día se había escapado un león de un circo, y Witoldo les tenía terror a los leones. De pronto yo vi, en el tronco de un árbol, un caracol gigante, y exclamé: ´Uy… mirá’. Él reaccionó como un resorte: ´¿Es el león?’. ..¡No, boludo, es un caracol!’ Esta escena fue registrada en una entrevista con polacos, y a ellos les cayó muy mal.»

La otra transcurre en Buenos Aires, en 1963. «Dos noches antes de su partida -evoca-, compartimos una cena de la que nadie tuvo noticia, en un restaurante frente al Luna Park. Hablamos de literatura. Yo pocas veces discurrí con él acerca de técnicas narrativas. Pero esa noche discutimos mucho. Y nos peleamos. Me quedó un resquemor, porque ya no lo volvería a ver: se embarcó un par de días después y nunca regresó. Pero nuestra relación era así, de afecto y de afinidades, pero yo tenía una conciencia externa, una mirada objetiva que me preservaba de la adulación. Y también tenía confianza con él como para discutir en ese tono. Y esos ´tonos’ a veces conducen a la pelea.»

Ahora se refugia en sus esculturas, en sus tallas, a las que Ruth Benzacar quería albergar en su sala mayor, porque eran (son) únicas. Muestra una escultura que parece un pie picassiano, tallada en itín, una madera suave y lustrosa.

-Parece barnizada.

-No. No tiene barniz. Es simple pulido, pero me llevó mucho tiempo: lo empecé antes de «estrolarme». Lo hice en aquella máquina.

-¿A qué te referís cuando hablás de antes de «estrolarte»?

-Tuve una caída jodida de una bici. Llovía, patiné y me rompí la cadera: quedé rengo.

-También hablás de un antes y un después de tu «raye».

-Yo fui retratado como «el Chivo Di Leo» en la novela La piedra madre , ¿te acordás? -expone Vilela-. ¿Y cómo termina ese personaje, en la novela? En un hospicio. Bueno, el autor acertó bastante: acabo de cumplir 78 años, y hace más de diez un especialista en psicología cognitiva me diagnosticó bipolaridad. Así, paso de un estado de beatitud, como ahora, al bajón total.

El interrogante acerca de Marlon (la»incógnita Vilela») pasa por si sus relatos serán publicados alguna vez o si él mismo se instalará en ese difuso parnaso de escritores limítrofes, cuyo mayor atractivo consiste en que sus intuiciones potencialmente geniales no se resuelvan en una obra formalmente consumada. Así, el estigma de las condenas de Gombrowicz a la Madurez y a la Forma continuará vigente en su discípulo..

La novela que Bioy no tenía

Martes, 3 de diciembre [1968]. Trata de hablar conmigo, por teléfono, un señor que según Marta es Videla y, según Flora, Dibella o Didella. Por fin aparece personalmente con una carta en la que me dice que en Galerna le informaron que yo tengo una copia de su novela (inédita) El verano del 67 y que, si esto fuera así, me la pide, porque no tiene otra. Es un hombre rubio, más bien bajo, más bien gordo, con barba de dos o tres días y la ropa de sport de tantos intelectuales de ahora. Le digo que no tengo ni he visto su novela… Dibella me contesta que está bien, que no importa, que según le dijeron Lawrence perdió el manuscrito de Los siete pilares, un libro mejor y más vasto que el suyo. Le recuerdo el caso del primer volumen manuscrito de la Historia de la Revolución Francesa de Carlyle, que la criada de Stuart Mill empleó para encender la cocina. Después hablo con Alberto Mangel. “No se preocupe –me dice-: nosotros tenemos el ejemplar ese de El verano del 67. Tratamos de no dárselo al autor, porque pensamos que es un libro excelente. Él ha buscado todos los ejemplares que había distribuido entre sus amigos y los ha quemado. Ahora quiere quemar el último.” Cuando le refiero todo esto a Borges, me dice: “Debe de haber algo bueno en esa novela”. Adolfo Bioy Casares; Borges. Ed. Destino, 2006; pp. 1259/1250