GOMBROWICZ, UN MENTIROSO DIFÍCIL DE ENCASILLAR, Nicolás Hochman

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GOMBROWICZ, UN MENTIROSO DIFÍCIL DE ENCASILLAR

Nicolás Hochman

 

La mentira inaugural

… estoy impregnado de mentira hasta la médula.

(Gombrowicz, 2005: 276)

 

… este frío menosprecio que llevo en mí es tan fuerte, que no lo puedo ocultar en este diario, donde no me gustaría mentir demasiado.
(Gombrowicz, 2005: 307)

 

La historiografía general gombrowicziana sostiene, tradicionalmente, que cuando Gombrowicz acababa de llegar a la Argentina estalló la guerra. La invasión alemana a Polonia hizo que se cerraran las fronteras, y eso habría sido lo que motivó que Gombrowicz decidiera quedarse en Argentina. Una elección fuerte y comprometida (con el no-compromiso), ya que otros compatriotas optaron por subir nuevamente en el mismo barco que los había trasladado hasta el Río de la Plata, el Chrobry, para regresar a Europa y alistarse en la resistencia polaca. Una decisión fuerte, pero influenciada por un hecho ya concretado: Gombrowicz elige quedarse porque su patria se halla ocupada, y él no quiere combatir, básicamente por tres motivos: tiene asma, ideológicamente está en contra de la guerra y sus actores, y es un tema que pareciera no interesarle en absoluto. El problema con esta hipótesis, aceptada casi universalmente, es que no ocurrió así. Cuando la guerra estalló, el Chrobry ya había partido de Argentina. Es decir, Gombrowicz decidió quedarse antes de tener noticia alguna de la invasión, lo que complejiza su experiencia. Es algo que aparece explicitado en las conversaciones que mantuvo con Dominique de Roux (Gombrowicz, 1970) y en Kronos, por citar dos ejemplos (sin contar las alusiones de Trans-Atlántico), pero que por algún motivo no es muy tenido en cuenta por muchos lectores e investigadores, y que cambia radicalmente las cosas (para ahondar en este tema, ver Hochman, 2011).

Gombrowicz miente. Todo el tiempo miente. Distorsiona, agranda los hechos, omite otros, se contradice, niega haber dicho o escrito tal cosa. Lo hace cuando escribe su Diario, publicación que sostuvo desde 1953 hasta su muerte, en 1969; en su Autobiografía sucinta (Gombrowicz, 2010); cuando manda cartas a sus amigos, a escritores, a filósofos, a medios de comunicación; cuando traduce sus novelas; cuando presenta prólogos que adelantan cosas que no necesariamente funcionan como él sugiere. Cuando el lector se enfrenta a su obra debe tener un cuidado particular, porque Gombrowicz estaba obsesionado con escribir sobre el modo en que se lo debía leer. Ejercicio particularmente infructuoso si consideramos que ni la crítica literaria ni el común de los lectores presta mucha atención a esas sugerencias a la hora de enfrentarse a un libro en la soledad de sus horas. Sin embargo, probablemente sea en esas páginas contradictorias y a veces antagónicas que puedan encontrarse algunas “verdades”:

Al empezar Trans-Atlántico, yo no tenía ni idea de que me llevaría a Polonia, sin embargo, cuando esto sucedió, traté de no mentir –de mentir lo menos posible– y de aprovechar la ocasión para desahogarme… (Gombrowicz, 2005: 122)

Algo en ese fragmento del Diario explica el porqué de su insistencia con respecto a la llegada a Argentina, que sostiene inclusive cuando en 1964 escribe lo siguiente, adjudicando su permanencia a la casualidad y el azar:

Yo fui a Argentina por pura casualidad, solo por dos semanas, y si por un azar del destino la guerra no hubiese estallado durante esas dos semanas, habría regresado a Polonia, aunque no voy a ocultar que cuando la suerte fue echada y Argentina se cerró de golpe sobre mí, fue como si por fin me oyera a mí mismo. (Gombrowicz, 2005: 723)

Si Gombrowicz miente o no, en definitiva, no es algo que importe demasiado. Lo hace, es cierto, pero esas mentiras funcionan en su caso como una construcción retrospectiva. Miente, y con sus mentiras se inventa una historia, se forja una identidad, hace de sí un personaje que antes no estaba ahí. Y es precisamente ese personaje el que hoy nos llega a nosotros, el Gombrowicz que apareció donde antes no estaba, que cambió de espacio, de tiempo, de cultura, lengua e idiosincrasia. El Gombrowicz que tuvo que desubicarse en dondequiera que estuviera, porque adaptarse y formar parte de un lugar hubiera implicado, probablemente, dejar de pertenecer. No al espacio, sino a él. Gombrowicz iba siempre un paso por delante o por detrás, nunca se identificaba con una patria, ni con una época, y de ahí nace su desubicación.

Sin embargo, tal vez sea en esas mismas páginas donde puedan encontrarse algunas claves para comenzar a abordar el tema de su exilio e intentar volver a otorgarle sentido a ese discurso. En su diario escribe que mientras a bordo del Chrobry iba dejando atrás todas las costas europeas, inmovilizadas por ese crimen todavía no nacido que era la guerra, le parecía escuchar el grito de esas orillas, que le decían que fuera despreocupado, que no intentara significar nada, que nada iba a conseguir, que lo único que le quedaba era la embriaguez. Y que por eso navegaba embriagado y aturdido, pero no por los efectos del alcohol. Y agrega:

Después se rompieron las fronteras de los Estados y las tablas de las leyes, se abrieron las compuertas de fuerzas ciegas y –¡oh!– de pronto heme aquí en Argentina, completamente solo, aislado, perdido, extraviado, anónimo. Me sentía un poco excitado y algo angustiado. Pero al mismo tiempo algo en mi interior me ordenó saludar con viva conmoción el golpe que me destruía y me sacaba del orden en que había vivido hasta entonces. ¿La guerra? ¿La destrucción de Polonia? ¿La suerte de mis seres queridos, de la familia? ¿Mi propia suerte? ¿Podía yo preocuparme de ese modo, digamos, normal, yo, que había sabido todo eso de antemano, que lo había vivido hace tiempo? Sí, no miento al decir que desde hacía años convivía dentro de mí con la catástrofe. Cuando la catástrofe se produjo, me dije algo así como “¡Bien, aquí está…!”, y comprendí que había llegado el momento de aprovechar la capacidad de decir adiós y de saber abandonar que yo había cultivado en mi interior. De hecho no había cambiado nada, el cosmos, la vida en la que estaba aprisionado, no se volvieron diferentes porque se hubiese acabado un determinado orden de mi existencia. (Gombrowicz, 2005: 192-193)

Gombrowicz revive su llegada como un acontecimiento angustiante pero, a la vez, lleno de posibilidades, donde la conciencia y la razón se ven confrontadas con lo irracional y el deseo, en su estado más bruto. Reconoce las potenciales catástrofes de la guerra y la emigración. No duda en mencionarlas, y aunque en su Diario, de casi mil páginas (escaso interlineado, márgenes estrechos y hojas grandes), este tipo de menciones son escasas y prácticamente excepcionales, están ahí, como testimonio de una reflexión más o menos íntima y probablemente no muy grata a oídos de terceros. ¿Sabía este polaco que algún día esos pensamientos verían la luz de la publicación? Sí, por supuesto. De hecho, es el diario Kultura (un periódico destinado a los polacos en el exilio) quien le encarga que lo escriba, para ir publicándolo sistemáticamente dentro de cada edición. Por lo tanto, Gombrowicz no solo sabía que sería leído, sino que tenía un certeza más o menos formada de quién podría llegar a hacerlo. De ahí a suponer que sus palabras estaban condicionadas por ese potencial lector futuro, hay un paso.

 

¿Turista? ¿Vagabundo?

Tiempo atrás, en Polonia, fui como un extranjero porque mi literatura era exótica y se la rechazaba, hoy de nuevo vagabundeo por la periferia. (Gombrowicz, 2005: 299)

 

Un sujeto que se queda porque quiere, que decide quedarse, no es definido habitualmente como exiliado, sino que suele quedar catalogado como migrante por motivos que pueden ser muy diversos. La diferencia conceptual está ligada a criterios demarcativos subjetivos que, si bien son generalizables, no llegan a comprender la complejidad de las experiencias íntimas, tan diferentes entre sí. Esto resulta problemático si se quiere realizar un estudio de tipo cuantitativo, estadístico, que nuclee bajo números y rótulos los desplazamientos de individuos, de una tierra a otra. Para los análisis cualitativos, por el contrario, esa diferencia es fundamental, necesaria y constitutiva, ya que permite una mayor libertad a la hora de trabajar sobre las brechas y fisuras conceptuales, esas en las que los sujetos caen sin saberlo, como si fueran limbos teóricos que ellos ignoran y que, inevitablemente, porque están ahí, como estructuras incómodas e invisibles, representan un problema para el investigador que desea respuestas precisas.

Uno de los temas permanentes de reflexión de Gombrowicz en sus textos pasa por este tipo de cuestiones. Él no lo plantea de modo teórico y su objetivo no es, claramente, poder hacer determinaciones académicas. Lo que busca es pensar sobre su propia experiencia, y lo que le ocurre cuando piensa en ella es que no encuentra respuestas que lo satisfagan, o bien esas respuestas lo conforman, pero tiempo después pierden valor, se resignifican, terminan resultándole anacrónicas o poco convenientes. En 1964 escribe acerca de sus primeros tiempos en Argentina:

Era una delicia, en esos primeros años, no saber nada de Argentina, de sus partidos, programas líderes, no entender los periódicos, vivir como un turista. Si ese turismo no me empobreció y no me esterilizó fue porque, por un feliz azar, como hombre de letras acostumbrado a utilizar la forma, pude proceder a moldear mi persona desde esa nueva posición, en esa situación… pero ¿acaso Argentina no me estaba ya predestinada cuando de niño, en Polonia, hacía cuanto podía para no llevar el paso de un desfile militar? (Gombrowicz, 2005: 723)

Gombrowicz se ve a sí mismo como si hubiera sido un turista. Evidentemente no lo fue, o por lo menos no en el sentido tradicional en que uno imagina que se es turista. No llegó a Argentina como parte de un plan de vacaciones, sino que lo hizo por trabajo, aunque fuera un trabajo placentero. No se quedó a vivir aquí porque los paisajes le parecieran maravillosos, la gente amigable y el cambio monetario le favoreciera económicamente. No era turista, pero retrospectivamente él mismo se ve como si lo hubiera sido. Es importante hacer notar que la entrada de su diario es de 1964, cuando ya abandonó América, cuando otra vez está en Europa. No lo escribe cuando llega, en 1939, ni cuando comienza a publicar el diario, en 1953; ni siquiera cuando está por irse, sino cuando ya se fue, cuando el análisis sobre lo que hizo, lo que fue, lo que pudo haber sido y hecho, es filtrado a través de una cortina de idealización.

Es interesante confrontar esa fantasía de vivir como un turista con las ideas de otro polaco exiliado, Zygmunt Bauman, para quien los turistas se mueven o permanecen en un espacio según sus deseos. Abandonan un lugar cuando hay algo que los seduce en otra parte. Los vagabundos, por el contrario, tienen la certeza de que no van a quedarse en un mismo lugar por mucho tiempo, por más que lo quieran, ya que no son bienvenidos. Los turistas se desplazan porque la globalización los atrae y está a su alcance. Los vagabundos van a de un sitio a otro porque lo que está a su alcance (el universo local) es inhóspito, en el sentido de jamás darles hospitalidad. Y concluye:

Los turistas viajan porque quieren; los vagabundos, porque no tienen otra elección soportable. Se podría decir que los vagabundos son turistas involuntarios, si tal concepto no fuera una contradicción en los términos. Por más que la estrategia turística sea una necesidad en un mundo caracterizado por muros que se desplazan y vías móviles, la carne y la sangre del turista son la libertad de elección. Despojado de ésta, su vida pierde toda atracción, poesía e incluso viabilidad. (Bauman, 1999: 122)

Siguiendo esta idea, podemos ver que hay algo desconcertante en cuanto a la experiencia de Gombrowicz, que tiene algo de turista, pero también algo de vagabundo y, a la vez, no pareciera encasillarse en ninguno de los dos rótulos. Por un lado, es verdad que Gombrowicz se desplaza o permanece según sus deseos: nadie lo expulsa, nadie lo obliga a irse o permanecer. Está donde quiere estar, primero en Polonia, luego en Argentina (con todos sus viajes incluidos al interior del país o a Uruguay, a veces en residencias que duraban meses), finalmente en Europa, otra vez. Abandona esos lugares cuando oportunidades desconocidas lo llaman desde otra parte. Viaja porque quiere y se queda porque quiere. Pero, simultáneamente, reúne las características que Bauman le adjudica a los vagabundos: no puede quedarse en un mismo lugar porque sabe que no le pertenece, que no es de allí, que hay una mutua incomodidad entre él y ese medio: no es bienvenido. Y, cuando lo es (en Europa, finalmente), traza permanentes planes de retornar a Argentina, habla de la necesidad de hacerse enemigos para que los europeos no lo devoren. Viaja porque quiere, pero a la vez porque no tiene otra elección soportable. Él mismo se autodenominaba exiliado, aunque técnicamente lo suyo no fuera exilio, como se lo suele presentar en la bibliografía especializada que trabaja con estos temas.

En otro texto de características similares, Bauman introduce otras figuras que tienen a la movilización como eje: el peregrino y el paseante o flâneur. Como Milan Kundera, cuando de la leyenda “La vida está en otra parte” que aparecía en grafitis del Mayo Francés escribe una novela, Bauman considera que es la verdad la que siempre escapa o está por delante o por detrás de los peregrinos de todas las épocas, con un desfasaje de tiempo-espacio muy sintomático. Como el deseo, la verdad siempre se escurre en aquel que viaja permanentemente, marcando una disonancia entre lo que se logró y lo que debería llegar a realizarse, siendo evidente que la “gloria y solemnidad del destino futuro degradan el presente y se burlan de él” (Bauman, 2006: 43).

Bauman piensa en el peregrino como una figura histórica milenaria, y a partir de la lectura de la Ciudad de Dios, de Agustín de Hipona, deduce que solamente algunos pocos serían capaces y tendrían el deseo de hacer de su contingencia un destino consciente que incluya escapar de las distracciones de la ciudad y escoger el desierto como hábitat. El desierto, que para los eremitas cristianos era el equivalente de distanciarse del ruido de la vida familiar, de la aldea, de lo mundano, de todo lo que la ciudad trae consigo, y que implica una distancia entre el sujeto y el mundo que habitaba antes de la partida, con sus deberes y obligaciones, con todo lo que implica compartir el día a día con otros, y sobre todo con la ausencia de la mirada de esos otros. Siguiendo a Agustín, Bauman habla de cómo la cotidianeidad mundana ata las manos y los pensamientos, de cómo el horizonte es acotado por las estructuras propias de lo urbano y de cómo se mueva donde se mueva, la acción implica estar en un lugar y, en consecuencia, no moverse, satisfacer lo que el lugar requiere que se haga. Y que:

El desierto, al contrario, era una tierra aún no repartida y, por eso, la tierra de la autocreación. El desierto, decía Edmond Jabés, “es un espacio en el cual un paso cede su lugar al siguiente, que lo deshace, y el horizonte significa la esperanza de un mañana que hable”. “No vamos al desierto a buscar identidad sino a perderla, a perder nuestra personalidad, a volvernos anónimos (…) Y entonces sucede algo extraordinario: oímos hablar al silencio”. El desierto es el arquetipo y el invernadero de la libertad salvaje, desnuda, primigenia y esencial, que no es sino la ausencia de límites. Lo que hacía que en él los eremitas se sintieran tan cerca de Dios era la impresión de verse a sí mismos como dioses: no limitados por el hábito y la convención, por las necesidades de sus propios cuerpos y las almas de otras personas, por sus hechos pasados y sus acciones presentes. En palabras de los teóricos de nuestros días, diríamos que los eremitas fueron los primeros que vivieron de principio a fin la experiencia del yo “descontextualizado” y “libre de trabas”. (Bauman, 2006: 43-45)

 

El encasillamiento imposible

Es claro: Gombrowicz no es el ciudadano romano en el que piensa Agustín, ni el hombre que oye hablar al silencio de Jabés, ni el eremita de Bauman, pero cómo se les parece. Tal vez pese a él, Gombrowicz podría ser identificado como uno de esos pocos que son capaces de componerse a sí mismos en tanto obertura, haciendo de la contingencia una necesidad, un camino, una estructura paradójicamente sistemática. El desierto, en Gombrowicz, no es real, sino una metáfora práctica, pero que funciona muy bien para poder explicar una parte de sus acciones. Gombrowicz sabe, o intuye, que no puede construirse a sí mismo en un mundo que ya está signado de antemano, cuya urbanidad (social, literaria, histórica) conoce perfectamente y por la cual es condicionado inevitablemente. Sabe que, por más revulsivo que quiera resultar a la sociedad polaca, en Polonia tiene las manos atadas. No tiene nada de casual, entonces, que el desierto sea una elección. ¿Y qué mejor, para atravesar el desierto, que tener hambre, tener sed, ya dicho en un sentido no tan necesariamente metafórico? Tiene sed para sostener el desierto, para así poder construirse.

Su libro Peregrinaciones argentinas refleja muy bien todo eso.1 Gombrowicz atraviesa el desierto y algo de su identidad se pierde ahí, pero no por azar, sino por prepotencia de búsqueda. El anonimato consecuente es prácticamente obvio, inclusive para él mismo en cuanto desembarca en Argentina, como puede leerse claramente en tantos pasajes de su diario. En términos de Bauman, lo que Gombrowicz experimenta es una libertad salvaje, desnuda, primigenia y esencial. Frente a eso, desnudo en la noche, es entendible que Gombrowicz, despojado de todo, se sintiera tan por encima de su época y no tuviera inconveniente alguno en proclamarlo abiertamente, a veces mediante algunas mentiras necesarias.

Gombrowicz experimentó un fenómeno de movimiento convulso y traumático. Su experiencia migratoria (forzada o no) puso en juego su identidad, reconstituyéndola a partir de su interacción con su nueva vida, como bien puede observarse en sus escritos. Esas mentiras inaugurales que utilizó acerca de los motivos de su permanencia son seguramente consecuencias de algún modo inevitables. Mentiras que no cambian los hechos, pero sí los resignifican, que permiten leer la experiencia desde otra perspectiva y que no tienen por qué implicar juicios de valor. En definitiva, ¿quién no miente sobre su propia vida? ¿Quién no inventa su biografía cada vez que puede, adaptándola lo mejor posible a las conveniencias o necesidades de cada momento? Esa búsqueda fue probablemente para Gombrowicz algo esencial y a la vez sumamente móvil, cambiante. Por eso querer encasillar su experiencia bajo el rótulo de una categoría de migrante es una tarea condenada al fracaso. Una búsqueda que siempre va a ser infructuosa, incompleta, inconclusa, no-toda, como lo fue Gombrowicz mismo, con esa mezcla de angustia y orgullo que se desprendía de sus palabras y sus actos cuando hablaba del desgarro posterior a su partida y al retorno, ese imposible que siempre estuvo en el horizonte.

 

Citas

1 Dice Bauman: “Al ser peregrinos, podemos hacer más que caminar: podemos caminar hacia. Podemos mirar atrás, contemplar las huellas de nuestros pies en la arena y verlas como un camino. Podemos reflexionar sobre el camino pasado y verlo como un progreso hacia, un avance, un acercamiento a; podemos distinguir entre ‘atrás’ y ‘adelante’, y trazar el ‘camino por delante’ como una sucesión de huellas que aún tienen que marcar como cicatrices de viruela la tierra sin rasgos” (Bauman, 2006: 46).

 

Bibliografía

Bauman, Zygmunt (1999). “Turistas y vagabundos”, en La globalización: consecuencias humanas. Buenos Aires: FCE. Págs. 103-133.

—– (2006). “De peregrino a turista, o una breve historia de la identidad”, en Stuart Hall y Paul Du Gay (eds.), Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu.

Gombrowicz, Witold (1970). Lo humano en busca de lo humano. Barcelona: Siglo XXI.

—– (1987). Peregrinaciones argentinas. Madrid: Alianza.

—– (2004). Trans-Atlántico. Buenos Aires: Seix Barral.

—– (2005). Diario (1953-1969). Buenos Aires: Seix Barral.

—– (2010). Autobiografía sucinta. Correspondencia. Buenos Aires: Anagrama.

Hochman, Nicolás (2011). “Conflictos y posibilidades de los escritores en el exilio. La discusión entre Émile Cioran y Witold Gombrowicz”, en Anagramas No 19, vol. 9, 7/11. Medellín: Universidad de Medellín.

 

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.