Gombrowicz en los territorios de la inmadurez

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Gombrowicz en los territorios de la inmadurez

La Revista de la Universidad de México tradujo y publicó, en junio de 2013, un artículo de Philippe Ollé-Laprune sobre Witold: “Gombrowicz en los territorios de la inmadurez. El solitario eminente”. Ollé-Laprune desglosa la estancia del autor polaco en Argentina a través de sus libros y sus concepciones estéticas e ideológicas: la forma, la inmadurez, la juventud, lo nacional. Por acá pueden leer el texto o seguirlo desde este link:

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=18&art=502&sec=Art%C3%ADculos#subir

WG.28

 

Witold Gombrowicz construye su vida como se elabora una obra de arte. La atracción por lo lúdico, las imposiciones que lo desvían, el inevitable azar y la intención que conserva hasta el final marcan su trayectoria. Con una lucidez sorprendente, el gran autor polaco toma las riendas de los alcances de su obra y de la capacidad de su propio pensamiento; mejor dicho, sabe escenificarlos. Parte a tiempo de su país hacia un exilio interminable en Argentina y, después, casi en contra de su voluntad, en Europa occidental. En sus fotos se constata un innegable aire de altivez, ciertamente favorecido por un don afirmado en la farsa, la manipulación y la conciencia de estar en una constante representación. Nuestro escritor ha podido construirse un “personaje Gombrowicz” que se encuentra entre un aristócrata elegante, pobre y sin ilusiones y un desordenado noctámbulo voluntariamente perdido en los bajos fondos. Su destino de exiliado apuntala el gusto desde tiempo atrás afirmado por la construcción de un “yo” elegantemente provocador. De entre los momentos emblemáticos de su larga estancia en Argentina figura la traducción al español de su novela Ferdydurke: al “Rey”, el escritor, metido entre jugadores de billar y apasionados del tablero, un grupo de letrados hispanistas le ayuda a hacer pasar una extraña lengua polaca torcida por sus cuidados a un español también muy curioso. La empresa es enorme, pues el libro que tiene resonancias pesadillescas está escrito en una forma extravagante que el autor, quien domina mediocremente el español, intenta explicar al fervoroso grupo. Más que un ejercicio literario, aquello consiste en dar un nuevo aliento a una verdadera conspiración contra la forma de la novela tradicional y contra la lengua clásica a su servicio. Durante 1946, se incrementan las reuniones con distintos escritores, como Adolfo de Obieta (hijo de Macedonio Fernández) y los cubanos Humberto Rodríguez Tomeu y Virgilio Piñera, este último un gran escritor muy poco reconocido a quien Gombrowicz nombra “Presidente del Comité de Traducción”. En muy pocas ocasiones un texto de tal originalidad y potencial ha tenido una adaptación tan extravagante y lograda. Surgen las oposiciones y las discusiones para respetar la voluntad de un autor que no puede sino apreciar mal las sugerencias de soluciones del grupo. La batalla toma lugar en el terreno que apasiona al polaco: el de la Forma, que es para él el centro del Arte. La acogida de la novela en Argentina fue moderada. Las opciones artísticas de Gombrowicz, el tono del libro y esa lengua reinventada causan un malentendido entre él y el lector argentino, que no desaparecerá sino mucho tiempo después. Ricardo Piglia ha llamado nuestra atención sobre el deseo de este refugiado europeo de contar sus historias en una lengua impura, una lengua que vuelve la espalda a la lengua de la “cultura”, la que le suena tan falsa. Gombrowicz logra hacer pasar un sentimiento confuso y poderoso que relaciona la ligereza aparente del tono con la profundidad que, a veces, lo grotesco produce. Debido a su difuminada existencia en Argentina, él es fiel a los principios que se ha dado desde hace años y que sigue toda su vida. Sus veintitrés años de vida en Buenos Aires muestran el punto al que la construcción de su obra obedece a las exigencias que él había pensado y aplicado desde tiempos de su juventud polaca. En sus primeros textos ya se encuentra la semilla de una obra que se desarrolla en todo su esplendor al borde del Río de la Plata.

Nacido en 1904, en el seno de una acomodada familia lituano-polaca, hijo de un padre terrateniente y de una madre noble, Gombrowicz crece en el campo entre la iniciación artística del buen gusto y la inquietud política relacionada con la evolución de Polonia y el viento revolucionario procedente de Rusia. Vive uno de los momentos extraños de la historia de su país, el cual conoce una independencia relativa y en el que el problema de la identidad nacional es por fin superado. En ese lugar comienza a desarrollar un gusto por el individualismo desenfrenado y la originalidad incomparable, que acaban por consolidarse. Como estudiante más bien mediocre, obtiene una licenciatura en derecho y vive un año en París durante el cual constata su aversión por los lugares altamente culturales: “París” es el símbolo de la cultura aceptada, el sitio liso que sólo produce cosas desde el interior de la cultura. Ahí sólo encuentra un academismo sin futuro y sin aliento. Sin embargo, el joven Gombrowicz se lanza a la escritura y publica noticias, artículos y una novela: Ferdydurke. Esta última le gana el calificativo de escritor raro, fascinado por la lucha en cada uno de nosotros entre la madurez y la inmadurez, y que da la espalda a toda demagogia. La audacia del tono que se mueve entre un infantilismo provocador y una textura alucinante, y el poder de la provocación que su aliento impone le ganan a su vez una reputación de ser irascible. Frecuenta los cafés, se gana la amistad y el respeto de los autores contemporáneos que le importan: Bruno Schulz y Stanisław Witkiewicz, y por otro lado desprecia a los escritores que están más en boga. Seguramente alentado por sus hermanos, quienes están bien informados de la situación, Gombrowicz se embarca en un buque transatlántico, el Chroby (“El Valiente”), el primero de agosto, en un viaje inaugural en el que están invitadas todo tipo de personalidades polacas. Mucho antes, él había dicho a Bruno Schulz “que un día partiría a un país lleno de vacas”. Había soñado su exilio antes de que sucediera. Llega a Buenos Aires el 22 de agosto. Con sus características juveniles a pesar de sus treinta y cinco años, luce un aire altivo y de maneras refinadas. Se le ve seguro de su talento y a menudo maneja la provocación. El primero de septiembre, estalla la guerra entre Polonia y Alemania, y Gombrowicz prefiere quedarse en Argentina. Su estancia durará más de veintitrés años y nunca más verá su patria. Los lazos entre Polonia y Argentina son entonces fuertes, pues esta última es uno de los destinos preferidos de sus compatriotas: un lugar donde se puede hacer fortuna, donde es posible crecer en el aspecto económico, que a su vez requiere de la llegada masiva de mano de obra.

Esta llegada fortuita de sus compatriotas empuja al escritor a un destino que él parece haber deseado, incluso alimentado: vivir dentro de una marginalidad miserable pero digna, escribir una literatura reservada sólo para algunos elegidos, sin concesiones y sin deseos de gustar gratuitamente. Por lo tanto, Gombrowicz se instala en pensiones baratas y se consagra en primer lugar a descubrir la vida local popular. De ahí se desprende su conocimiento de la lengua española o, más bien, argentina, popular, y de personajes turbios que van de la mano con sus libros. No obstante, él insiste en vivir de la misma manera: discutiendo en los cafés con desconocidos e interpretando a su personaje de polaco noble y exiliado. La famosa traducción de su novela permite que el mito se forme; los jóvenes lectores, particularmente, empiezan a venerar a este personaje fuera de serie. Se multiplican las peripecias con muchachos jóvenes y él adopta una actitud desfasada que le conviene. Esta trayectoria hace surgir numerosas cuestiones que no son anecdóticas y que tienen que ver con la misma esencia de su obra y recalcan su profundidad. Gombrowicz construye de manera idéntica y a partir de los mismos valores su obra y su vida, escribe sus historias al margen de la realidad y practica una forma de pensar y de actuar que son indisociables. Actúa siempre tomando todo en serio, bromea, provoca y así pone en evidencia su timidez que no logra disimular detrás de una actitud de seguridad demasiado firme como para ser sincera. Toma rápidamente la decisión de permanecer en Argentina. Por un lado, no desea viajar a Londres para entrar en la lucha, presa de un antimilitarismo real y una gran repugnancia por el florido nacionalismo que ve alrededor suyo. Por otro lado, no es un desertor y se alista en la legión polaca, aunque su débil estado de salud impide que lo recluten. Siempre está relacionado con la comunidad de su país natal y hasta dispuesto a ser empleado en el Banco Polaco, establecimiento bancario que le remunera un salario, aunque modesto, para él suficiente. Este empleo le dura siete años, tiempo durante el que escribe su novela Transatlántico. En ella, escenifica de un modo extravagante la aventura de un escritor polaco llamado Gombrowicz, que se instala en Argentina, asiste a las ridículas manifestaciones del espíritu polaco, que incluyen un duelo en la historia y las maniobras de un homosexual que intenta seducir a un hombre joven… Como para subrayar la increíble composición de su universo,  utiliza un vocabulario estrafalario e invenciones ver bales inimitables; de esta manera impone un sentido de alucinación. En eso se acerca mucho a Ferdydurke, pero hacia un sentido de lo grotesco todavía más acentuado. El autor lo dice más tarde cuando compara las dos novelas: “Sería preciso sacar a los polacos de Polonia para hacerlos hombres y punto. Es decir, hacer de un polaco un antipolaco. […] Se trata de la misma idea, siempre la misma. Tomar sus distancias con la Forma. En ese caso, con la forma nacional”. Aquí aparece una característica esencial de su obra: la fidelidad a sus principios. No cambia de dirección; profundiza siempre más hondo sin preocuparse de lo que existe a su alrededor y que podría enriquecerlo o corromperlo. Sus libros se siguen, se acumulan sin que se sienta que han recibido una influencia externa, literaria o no literaria. La comunidad polaca de Argentina se adueña de ese texto y se enfrenta con los que están a favor y en contra de Gombrowicz. El mismo escritor está encantado de ver que su obra se transforma en el tema central de la plática de sus compatriotas sin que por ello se digne a participar en la discusión. El libro disgusta o produce admiración pues, con una prosa voluntariamente arcaica y que trata en parte el patrimonio nacional, ridiculiza la conducta de sus personajes a los que él obliga a escoger entre una libertad desenfrenada, de hecho aterrorizadora, y un encierro en la tradición que se siente que arrastra hacia la desintegración.

En su siguiente novela, Pornografía, utiliza a propósito una lengua clásica y la pone al servicio de la trama, en la que el voyeurismo y la manipulación son los elementos centrales. De nuevo aborda sus temas favoritos: la juventud y la fuerza de la inmadurez, la necesidad de romper con los valores tradicionales por medio del cuestionamiento de su sentido y, sobre todo, mostrando cuán poco importa la trama al autor… No sirve más que para hacer avanzar al discurso, para provocar el choque de las palabras y de las sensaciones intensas y en ocasiones contradictorias. La historia se desarrolla durante la Segunda Guerra Mundial y presenta, una vez más, a un mentor, un hombre maduro, que es el mismo Gombrowicz. Él entiende los lazos que pueden existir entre una pareja de jóvenes y organiza entre bastidores la trama de su reencuentro, los acontecimientos se suceden hasta llegar al crimen… Claro está que el texto es particularmente perturbador; el autor crea, como jamás lo ha hecho, un ambiente que perturba el espíritu del lector. Las atracciones y los deseos, los disgustos y los desprecios se imponen con intensidad.

“Witoldo”, como se le llama, escribe otros textos durante su estancia argentina, en especial dos obras de teatro. Sin embargo, el aspecto más original de su aventura es la redacción de su diario, que publica en la revista Kultura, de exiliados polacos con base en Francia. Lo desarrolla desde 1953 hasta su muerte en 1969. El texto se compone de centenares de páginas en las que se mezclan reflexiones de tipo filosófico, observaciones sobre la vida diaria y su entorno, críticas de sus lecturas o de pensamientos en torno de su país de origen y su tierra adoptiva. Como consecuencia de la lectura del diario de Gide, el autor polaco idea comenzar a escribir un diario, en parte porque difícilmente llega a escribir una novela impedido por la gran carga de trabajo que tiene en el Banco Polaco. Este proyecto lo lleva a cabo con el fin de publicar sus pensamientos, a raíz del escándalo suscitado por la publicación de su novela Transatlántico, en la que interpela directamente a sus lectores. El diario gusta mucho, pues su pluma es diestra en ese tipo de textos. La faceta de “vanidoso” de Gombrowicz es ahí notable y la profundidad del libro está formada por las múltiples discusiones de café que han enriquecido su existencia por mucho tiempo. Su talento de buen conversador, su capacidad para pasar inmediatamente de la vida diaria al pensamiento más riguroso y su encanto para saber deslizarse de un registro a otro son las fuerzas que hacen del texto un diario muy atractivo. Se puede estar de acuerdo o se puede sentir enfrentamiento o rechazo con Gombrowicz; a veces se siente indignación o sorpresa con sus pensamientos sobre Polonia, o cuando impone su manera de ver el Arte. Existe ahí un sistema Gombrowicz, es decir, una maquinaria que devela el diario a la vez que le da vida. A través de sus notas se conoce su pensamiento y él ofrece las claves para admirar su funcionamiento. Puede ser un bufón; no obstante, posee una honestidad por la que se puede confiar en él totalmente. Sus grandes temáticas regresan de manera obsesiva: su gusto por la marginación esencial —tanto social como geográfica—, la atracción por la juventud y la inmadurez que garantizan originalidad y fuerza, el trabajo de la Forma y la conciencia de ser constantemente un fabricante de arreglos y, gracias a todo eso, el avance de su obra en un territorio único que no permite desviarse de su marcha sin igual.

Gombrowicz da forma a sus obsesiones echando a andar un estado de ánimo que mezcla una indiscutible lucidez con aparentes divagaciones; atraviesa las formas del conocimiento, les permite la posibilidad de proponer una herencia legítima y las devuelve sin esfuerzo aparente para permitir que triunfen sus ideas. Su gran desconfianza o desprecio por el espíritu científico, su atención tan intensa en la evolución del Arte, su alergia visceral por las ideologías y su gran facilidad en el terreno filosófico son los rasgos inimitables del “estilo Gombrowicz”. En ningún caso su comportamiento, el método con el cual él aprehende sus disciplinas, y el contenido mismo de su pensamiento podrían hacernos creer que tiene un deseo de sumisión o una manera mediocre de imitar los valores más comunes aceptados por la sociedad. Así él da, quizá sin razón, la sensación de convertirse en un rebelde por consecuencia y no por vocación. Él profundiza a partir de una fuerza subversiva que le posiciona mucho más allá de la naturaleza esquemática de la crisis de la adolescencia. Comparte, no obstante, la pureza de la denuncia y el impulso del deseo creativo.

Gombrowicz tiene ese gusto por la marginación, pues ahí encuentra un espacio donde la creación toma un mayor sentido. Su relación con Argentina resulta de esa certeza; Polonia y su tierra adoptiva son países marginales y deben encontrar en su pequeñez aparente los valores que harán nacer su Arte y su pensamiento futuro. Se convence de que mientras se busque imitar lo que se hace en otra parte, un escritor está impedido de crear un texto valioso. Por ende, le divierte el provincianismo de los polacos y los critica por no utilizar eso como un eje de desarrollo para expresar su originalidad. Dice en su diario: “En cada americano […] hay, muy en el fondo, un provinciano que sueña”; en otra parte: “La literatura sudamericana, para ser auténtica, debe expresar y asumir su propia inferioridad”. Contra el buen gusto a la francesa, que detesta en particular y al que utiliza con fines simbólicos, recomienda la creación a partir de los supuestos defectos de una cultura. Mucho tiempo después le escribe al editor francés Pierre Belfond: “Me

he formado lejos de París, en las periferias de la cultura, por lo que mi literatura ha tomado su propio curso y en ocasiones es muy distinta”. Está convencido y lo repite en varias ocasiones: si no hubiese sido forzado a ir al exilio a un lugar como Argentina, habría ido a París, y le dice a Dominique de Roux: “Europa, para mí, era la muerte”. El emplazamiento geográfico de su lugar de vida importa poco para fines de su obra, y hace conjeturas sobre que pudo haber sido seducido por una posible imitación de los libros de los escritores locales.

Sus relaciones con el medio literario argentino son casi inexistentes. El grupo reunido alrededor de Victoria Ocampo y de su revista Sur se compone de nombres importantes como los de Borges y Bioy Casares. El encuentro, o más bien el no encuentro, entre Gombrowicz y esos escritores es famoso. Mastronardi, un amigo de las hermanas Ocampo y del autor polaco todavía muy poco conocido en 1955, organiza una cena. La narración en el diario es graciosa: “¿cuáles eran mis posibilidades de llegar a entenderme con una Argentina tan estetizante como filosofante? Lo que me fascinaba de ese país eran los barrios bajos, o bien era recibido por la alta sociedad. Me hechizaba pasar la noche en el Retiro, a ellos en la Ciudad Luz, París”. En las entrevistas al final de su vida insiste, sin que por ello ataque al gran autor argentino: “Borges y yo somos lo contrario. Él está arraigado en la literatura y yo en la vida”. Pronto su intuición le dice que Buenos Aire le conviene pues, a pesar de la presencia de esa élite cultural comparable a las que hay en Europa, él puede avanzar en la elaboración de su obra y de sus pensamientos sin someterse a las obligaciones sociales que el artista conoce de otras partes y a los códigos estéticos en boga. La austeridad y la exigencia de Gombrowicz van bien en el sentido de un desarrollo personal que lo obliga a crear sin recurrir a las certezas del momento y al mimetismo reinante.

Sus pensamientos recalcan la obsesión de su relación con Polonia: su diario no cesa de hablar de su lejana tierra, para él la patria del sentimiento de la nostalgia. Rodeado del espíritu argentino, al son del tango y de las milongas, logra sobreponer dos formas de melancolía. Escribe su novela Transatlántico claramente en oposición al gran poema nacional Pan Tadeusz de Mickiewicz, que lo lleva a declarar: “El espíritu polaco está creado por la nostalgia”. Permanece unido a los compatriotas exiliados y depende en parte de la generosidad de algunos de ellos. También ve su larga estancia como una oportunidad de escapar de Polonia, de donde inevitablemente habría tenido que huir a París. Su literatura se funda sobre “la voluntad de sobrepasar el marco estrecho de Polonia”, y también de Argentina, puesto que los dos países se vinculan en su carácter periférico y descentrado. Se mofa de la cultura de su país de origen: “Toda nuestra cultura era como una flor sujetada en la piel de una oveja”. Lo mismo sucede en su tierra adoptiva: “Allá en Argentina en la ribera del río soñoliento, una soledad de cementerio me oprimía”, o bien: “Yo no era nada… Y sin embargo… Y sin embargo, Argentina… ¡Qué tranquilidad! Qué liberación. […] Semanas enteras estuve poseído por ese arrebato de poesía, a tal punto de sentirme yo mismo poesía”. Para Gombrowicz, el exilio se sitúa entre una liberación saludable y la experiencia de la soledad que trae consigo el sufrimiento, pero también la satisfacción: está solo, profundamente solo, y sabe sacar de ello una fuerza poco común para practicar la escritura desenfrenada sin deseos de gustar. Es divertido notar que Borges y Gombrowicz coinciden en una celebración de la importancia del provincialismo que obliga a construirse un universo propio y una lengua en sí. Él se ríe de sí mismo en Transatlántico, texto en el que escoge un registro de la lengua casi intraducible y una temática que ataca directamente los valores nacionales de los escasos y posibles lectores.

Cuando ataca a los autores locales importantes y los transforma en “literatura nacional”, demuestra su desinterés en los posibles interlocutores del lugar. Sin duda, establece una relación mucho más amigable con Ernesto Sábato y siente una gran admiración por Virgilio Piñera, el escritor cubano que en varias ocasiones reside en Buenos Aires entre 1946 y 1958, y que comprende muy bien el valor de los textos de su amigo polaco. Pero en general, Gombrowicz no tiene trato alguno con posibles opositores o posibles cómplices. Se comprende fácilmente que no busque la compañía de Roger Caillois, igual que él exiliado en Buenos Aires durante la guerra y símbolo de esa cultura tan apreciada por las élites locales. Pero, en cambio, tiene hermanos de sangre como Macedonio Fernández, Juan Carlos Onetti (el formidable narrador uruguayo que vivió en Argentina de 1945 a 1955), y sobre todo Roberto Arlt. El primero, Macedonio como lo llaman simplemente sus amigos, es un escritor excéntrico que influye en Borges. Poeta y narrador, no se le reconoce sino hasta después de su muerte gracias en buena parte al trabajo de su hijo Adolfo de Obieta, amigo de Gombrowicz. Con todo, parece que el escritor exiliado comprende el espíritu de Macedonio y sabe quién es. Por ejemplo, el excéntrico argentino dice: “La vida es el terror de un sueño”. Al igual que nuestro polaco, Macedonio se entrega totalmente a una aventura extrema y sin concesión. A los dos los domina la misma fiebre, los mueve la misma fuerza, pero no pueden cruzarse: cada uno de los dos se adentra en un camino solitario, oscuro y hasta yermo. Ninguno de los dos puede ver hacia atrás, ni hacia los lados: solamente les apasiona lo que está adelante, más allá.

El caso de Arlt es todavía más sorprendente. Este novelista, a veces llamado sin razón “popular”, escribe, entre otras, dos novelas espectaculares, Los siete locos y Los lanzallamas, dominadas por un espíritu grotesco y aquella chusma que el escritor polaco tanto aprecia. El encuentro personal entre los dos escritores es imposible debido a que Arlt muere en 1942, cuando Gombrowicz aún se encuentra en los comienzos de su aprendizaje argentino. No obstante, este autor representa justo lo que el polaco busca: una escritura fuerte y en ocasiones desbordante, un deseo de afianzar su Mundo en ese Buenos Aires popular y turbio del puerto y de los burdeles, y de llevar ese universo a un espacio que lo vuelva universal. Arlt es por excelencia el Antiborges, el que no toma en cuenta los criterios de la Literatura tal como se practica en Europa. Él inventa su lengua y la pone al servicio de su universo, y su héroe emblemático, Erdosain, tiene un lugar reservado al lado de los héroes de Gombrowicz. El exilio del autor de Transatlántico ha de completarse sin resonancia local posible; él es hábil para aconsejar sobre el porvenir de la literatura del subcontinente, pero no lee nada o casi nada de su literatura. No se sabe si lee a Arlt, si sus amigos argentinos le hablan de él, pero Gombrowicz no lo cita nunca en su diario ni en sus entrevistas. Desde luego que se da cuenta del porvenir de esa literatura, lo que se puede ver en la llegada del Boom latinoamericano, algo como lo que ya pronosticaba Gombrowicz.

En el momento en que Gombrowicz desembarca en Buenos Aires ya tiene treinta y cinco años y su formación está concluida. Su exilio no va a provocar una desviación de su trayectoria, pero su existencia se va a nutrir de numerosas reflexiones que quizás él no habría podido expresar si se hubiese quedado en Europa: Argentina refuerza sus convicciones, no le propone discutir la causa fundamental. Sobre el arte y la escritura, él repite sus certezas sin emitir la menor duda y lo hace con una coherencia que hace que sus pensamientos semejen un sistema: “El Arte no es algo hecho para tranquilizar nuestra alma, sino para sacudirla, para ponerla en un estado de vibración y de tensión”, o bien: “El Arte se porta mejor si no surge directamente del medio artístico”. Su grado de exigencia es por tanto la consecuencia de la misión que le señala a la creación. Sabe también que “la intriga es un pretexto” y que el meollo de sus preocupaciones se centra en la Forma, leitmotiv de sus aspiraciones. Consolida su voz, sus construcciones, sabiendo que debe partir desde fuera del Arte, utilizando una lengua que surja de la vida misma. Al final de su existencia le dice a Dominique de Roux: “En materia de arte, no creo que sirvan las pequeñas correcciones, los remiendos, los arreglos prudentes, es necesario concentrar sus fuerzas y dar un salto, efectuar un cambio radical, básico”. Gombrowicz ve así sus libros, llevados por una fuerza creadora que le permite alejarse de la tradición: “Era la misma idea. Siempre la misma. Tomar distancias con la Forma. En ese caso, con la forma nacional”. Su alejamiento de la Patria (cuya literatura de imitaciones truncas a veces caricaturiza) y del centro de la literatura que es Europa occidental le permite desarrollar su Forma, proseguir por el camino ya parcialmente recorrido con Ferdydurke. Su condición de extranjero le autoriza a ser fiel a ese principio de rechazo de las formas existentes. En su diario muestra indignación por las palabras de Cioran, para quien un hombre de letras puede desaparecer cuando es arrancado de su medio. El autor polaco le responde que sus palabras son muy ruines y que él (Cioran) “sólo olvida que un escritor semejante jamás ha existido, sino que, en tal caso, se trataba más bien de un escritor en embrión”. Gombrowicz está convencido de que el autor auténtico es por definición un exiliado, que debe apartarse de su medio para poder aspirar a la creación verdadera a través de una Forma reinventada: “Todo hombre eminente es un extranjero, incluso en su propio país”.

Gombrowicz también asigna al arte un papel de resistencia contra la invasión del espíritu científico en todos los órdenes de la vida. “La ciencia embrutece. La ciencia disminuye. La ciencia desfigura. La ciencia deforma”. Gombrowicz es golpeado por la invasión de esa forma de pensamiento en otros terrenos. La pobreza de ese lenguaje frente al del arte, la ausencia de rebelión que éste contiene y la normatividad que implica no pueden más que empujarlo a negar todas las manifestaciones. Curiosamente él se muestra optimista a este respecto: “Hay que señalar que esta invasión de la Ciencia promete al Arte días felices. Es en él donde tendremos a nuestro único amigo y defensor, que terminará por ser nuestro único carnet de identidad”. Por consiguiente, a las disciplinas artísticas se les atribuirá la misión de resistir contra la mentalidad científica y las ideologías triunfantes de la época. Él propone al Hombre como horizonte y como proyecto. Su individualismo aboga por el gusto de ser sí mismo. Enrique Vila-Matas explica su pasión por Gombrowicz al decir que comparte con él ese sentimiento de “Yo no sé quién soy, pero sufro cuando se me deforma, es todo”. Y además, la condición de exiliado y la distancia que esa condición impone son sus mejores argumentos, atrapados entre la experiencia de lo cotidiano y su óptica teórica. El espíritu de la ciencia iguala y configura cuando el arte es una invitación a la diferencia y a la expresión de la individualidad. Declara sin demagogia: “El Arte es aristocrático hasta la médula de los huesos; es un príncipe de sangre. Es la negación de la igualdad, culto de la superioridad. […] En una palabra, es cultura de la personalidad, de la originalidad, de la individualidad”. El arte es la antiideología, el lugar mismo de la afirmación de la diferencia y del realce de las particularidades de cada uno, el territorio de los disturbios y de las emociones.

La idea de redactar un diario es la expresión más perfecta del deseo de individualismo y no se le puede hacer la afrenta a Gombrowicz de acusarlo de mimetismo ante Gide. El “yo” de ese texto es el intérprete de sus pensamientos y de sus experiencias. Allí, más que en ninguna otra parte,  compromete todo su ser en la escritura y sus palabras contienen impulsos íntimos y viejas cavilaciones. El escritor polaco es fiel a su postura y sabe que con ello también propone una construcción y además juega con su lector. Se ríe de la sinceridad, pues dice: “esto es de lo que yo tengo más recelo… pues no conduce a nada”. Ahora bien, este ejercicio llevado a cabo en el día a día hasta su muerte es un formidable medio de jugar, de esconderse, de exponerse también y, finalmente, para aquellos que han comprendido las reglas, de estar en contacto con las angustias, las dudas y las certezas de uno de los espíritus más lúcidos de su tiempo. “Witoldo” es en esto fiel a sus deseos de ver a la literatura directamente impregnada de vida, y nutrida por la vida. Construye su texto sin datar demasiado las palabras, ya que no permite que los días “lunes, martes, etcétera” marquen el paso del tiempo más allá de los años que están señalados; de esta manera afirma el carácter no anecdótico de los episodios que lo marcan y el flujo del tiempo.

Su diario es el intérprete más fiel de su literatura y de su sentido del juego, de la manipulación y de la farsa declarada. Él manifiesta en las páginas del primer año: “Haciendo que ustedes penetren por las ranuras de mi ser, yo me obligo a suprimirme en los retiros más profundos”. Él evoluciona dentro de una mezcolanza de timidez y de arrogancia, rasgos que manifiesta desde su infancia y que están valorados en su diario. Su actitud frente a los interlocutores suscita comentarios unánimes. Alejandro Rússovich, uno de sus amigos más allegados, dice al respecto: “Él crea las palabras para ser al mismo tiempo artificial y convincente”; Marie Sweczewska, al final de la narración de una anécdota, dice: “Nos agradece y, de repente, ¡que se arrodilla! Me parece, ahora, que era teatro”, y hasta el autor reconoce: “Mis anatemas estaban revestidos con un sello de bufón”.

Desde su infancia, que narra Tadeusz Kepinski, hasta sus famosas entrevistas reunidas por Dominique de Roux, él fija y sabe que la percepción que se tiene de él debe estar fundamentada en una construcción dominada por él mismo. A la edad de diez años toca a la puerta de su camarada y la madre de éste dice: “¿Quién toca?”. Y el pequeño responde: “El señor Gombrowicz”. Así es toda su vida. Ofrece una mezcla de solemnidad y de ironía, pasando de un respeto a veces excesivo a un desprecio irremediable y que sobre todo porta una lucidez que le hace ver que su obsesión por la Forma en el terreno creativo debe ser aplicada en el modo de ser en el Mundo. Gombrowicz también es un gran dramaturgo y los principios de la puesta en escena no le son ajenos. Construye sus relatos con un decidido gusto por la manipulación y lo grotesco que demuestran su profundo conocimiento del universo lúdico. Incluso llega a mofarse del género “Diario literario” y de sí mismo. Recordemos cómo comienza:

Lunes Yo

Martes Yo

Miércoles  Yo

Jueves Yo

El tono irónico recalca y ridiculiza el ego del autor que, sin embargo, sabemos no es despreciable, aunque él logra volverlo aceptable. Orgullo y modestia están también presentes en el torrente de sentimientos contradictorios que lo animan. Sabe ofrecerse al lector con exactitud, aunque algunas veces lo hace con una exageración que nos invita a la mesura; y en ocasiones con una audacia que provoca una sincera admiración.

En su encuentro con Argentina, Gombrowicz da con un espacio geográfico que se une sin esfuerzo a su noción de “inmadurez”. Allí, más que en su patria, él celebra la importancia de la juventud, las cualidades que ella valora y utiliza en contra de la necedad, la inmovilidad y el mimetismo. De ahí deduce una de sus grandes paradojas:

La juventud es la inferioridad

La juventud es la belleza

Luego la belleza es la inferioridad

Gombrowicz cultiva sus valores, les proporciona una forma novelesca y una presencia de primer plano en su diario. Para él como para otros, la tierra latinoamericana es la de la frescura, de lo no acabado, del desorden, lo que se opone al mundo occidental en el que la firmeza de las convicciones y los límites de la verdad son particularmente tajantes. Gombrowicz aprovecha la oportunidad y transforma una posible tragedia en un destino completamente asumido: venido de una Europa en donde el centro y las periferias le hartan, se encuentra con Buenos Aires, el espacio donde vive eso que él ya tiene la intención de poner en forma en su Ferdydurke: la inmadurez. El desorden propio de los países latinoamericanos, el caos que ahí se puede sentir son como los retos echados en la cara de la disciplina europea portadora de tedio, de melancolía y de ausencia de humor.

El impulso que lo lleva a utilizar el juego con frecuencia, esa especie de regla de vida y de disciplina en la escritura unidas una vez más, el deseo de ver en la creación un acto en señal de sinceridad, y por lo tanto de pureza, y la atracción que ejerce sobre él la juventud más libre y más disponible son las señales que dejan asomar el meollo de sus preocupaciones: esa “inmadurez” que es el motor y la finalidad de su escritura. Con ese concepto, Gombrowicz entiende la elaboración de una forma de ser y de un sistema de producción literaria, como consecuencia, que ofrecen a la fuerza de la juventud, a su despreocupación y a su frescura, un lugar central. En 1933 publica en Polonia su primer libro de relatos: Memorias del tiempo de la inmadurez. En el prefacio de la edición francesa de Pornografía escribe: “el Hombre está suspendido entre Dios y la juventud”, lo que significa que las dos tentaciones residen en el hecho de querer al mismo tiempo ser dios y desear ser siempre joven. Esa idea le obsesiona durante toda su vida y le ofrece un tono y un eje para seguir su trayectoria: alcanzar la plenitud divina y vivir en el candor y la espontaneidad que parecen estar reservados a la juventud.

Al llegar a Argentina, él ya trae esta convicción y rápidamente identifica esa idea en el paisaje y en la gente que le rodean. La sensación de vivir en un país aún nuevo, siempre en desarrollo, le permite fácilmente relacionarlo con ese concepto. El escritor polaco se aproxima mucho aquí a esa famosa “inocencia” o hasta “salvajismo” con los que algunas veces los europeos caracterizan a las tierras americanas. Ninguna tierra es más inocente que otra. Señalarles esa facultad dice mucho del deseo de proyectar sus quimeras íntimas sobre los territorios a los que se llama “nuevos”. Claro que Gombrowicz no reserva esa “inmadurez” al continente; piensa que ella se desarrolla ahí donde todavía no pesan los valores de la cultura, ahí donde el espíritu aún no está muy embotado, tanto en el aspecto personal como social. Además, se rehúsa a integrarse a esa cultura, a esa acumulación de conocimientos o de lecturas; para él lo esencial yace en el impulso que nos empuja hacia ella. Dice: “No es la cultura la que me interesa, sino nuestras relaciones con ella”. Se lanza sin preocupación en la turbia noche del “Retiro” que lo conduce sin tropiezos hacia el goce y la voluptuosidad. Siempre consecuente para con sus certezas, él no será más que un pobre lector más apasionado por los episodios de la vida real que por las creaciones de los otros.

De esta manera, dice que una creación cuyo objetivo es participar en una simple acumulación inanimada está muerta desde el momento de su formulación o producción. La creación debe tener una dinámica, proponer una emoción, molestar y llamar la atención sobre la desgracia de ser y del placer de vivir. Está encargada de poner en forma el deseo y la fascinación, la burla corrosiva y la belleza de la inocencia que avanza hacia su destrucción, las ganas de inmadurez que nos acercan a los fuegos de nuestra juventud y la instalación fatal de la madurez que ahoga en dulzura a su contrario. Los últimos años de su estancia en Argentina están marcados por la presencia de mucha gente joven de su entorno, discípulos, admiradores, amantes, quienes admiran la fuerza y la originalidad del sorprendente exiliado. Él termina por aceptar una invitación para viajar a Berlín donde permanece menos tiempo del previsto, en vista de los ataques organizados por los comunistas que lo aborrecen. Casado con Rita, termina sus días en el sur de Francia, por fin como un autor reconocido y traducido en el mundo entero. Su enfermedad le impide regresar a las orillas del Río de la Plata, donde finalmente fue tan feliz.

Visto desde hoy, las ideas y las obsesiones de Gombrowicz le reservan un lugar de precursor y creador habitado. Sumergido en una originalidad asombrosa, recuperó con su condición de exiliado la imagen a la que aspira un artista verdadero, solitario, remoto y afectuoso con su obra. Su primera novela Ferdydurke comienza por esas palabras reveladoras: “Aquel martes, me desperté en el instante en el que no tenía alma ni gracia, cuando la noche se acababa mientras que el alba no había podido todavía nacer”. Desde un principio, con sus palabras nos expresa su gusto por los espacios indefinidos, los momentos inestables y las verdades fluctuantes. Es polaco, sin embargo no se adhiere totalmente a esa tradición; a lo sumo conoce los límites estrechos de ese marco; tampoco busca la nacionalidad argentina y menos todavía la francesa. Vive en el universo que él se crea y que nos ofrece. Gombrowicz habita su lengua, esa jerga rara y caprichosa que viste sus ideas y sus ilusiones. Encuentra en Buenos Aires jirones de impresiones fugaces que ofrecen una patria aparente a algunas de sus certezas. Vive ahí como entre paréntesis, inmerso en la ciudad, lejos del destino al que habría podido aspirar: sumido en los márgenes de la sociedad, se desarrolla felizmente y sus libros se nutren de esta condición. Witold Gombrowicz recorre los territorios de la inmadurez que él se ha construido desde su juventud: Argentina semeja el singular eco de las quimeras que han atormentado el espíritu de este autor único. Así es como ve en su tierra adoptiva un espacio que vuelve a la armonía con los sueños y las pesadillas que lo persiguen hasta el final.