«EL PERSONAJE GOMBROWICZ Y SU ESCRITURA», Carlos Brück

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EL PERSONAJE GOMBROWICZ Y SU ESCRITURA

Carlos Brück

Debo comenzar con una confidencia: no conocí personalmente a Gombrowicz y prefería otros autores contradictorios como Borges, Néstor Sánchez o Roberto Arlt. Pero hubo algo en su escritura que siempre me fascinó y de esa recepción y de otras voy a hablar. Un cierto imaginario recorre el campo de las vinculaciones entre el psicoanálisis y el espacio de las artes, un imaginario en donde a la manera de ese cuadro de Rembrandt, “La lección de anatomía”, se produce una operación de disección de las intenciones del autor, que lo conduce a una especie de cielo e infierno vinculado con las intenciones y proposiciones que terminarían por anular cualquier construcción creativa.

No es ajeno a esto Rainer Maria Rilke, que siempre estuvo a punto de encontrarse con Freud pero que en un recatado juego de escondidas prefería mantener una posición oblicua por temor a que alguna interpretación se apoderase de él.
Por supuesto que esto de otra manera ya figuraba en el Fausto de Goethe: vender el alma al diablo con tal de conseguir algo inaccesible es una de las formas de quedar desposeído.

Tampoco es ajeno a esto Vladimir Nabokov, a quien cuando le preguntan en un reportaje si se encontraba en análisis se muestra casi angustiado y dice: “¿Dios mío, por qué debería hacer eso?”.
A su vez, el psicoanálisis no dejará de preguntarse por aquello que toma la voz del sujeto cuando habla. O en todo caso: ¿cómo es posible localizar algo del punctum, de ese lugar donde el estilete puntúa una hoja y se muestra como estilo?

Localizar a Gombrowicz en sus movimientos de travesía y destierro en una cultura sería al igual que Freud, cuando a partir de Dostoievski se ocupa de la cuestión del padre. Para ello, no duda en situar las coordenadas que harían a las legendarias características del alma rusa.

Creo que él no dice “legendario”, pero me surge formularlo así por su relación con leyenda, con lectura y con este problema: ¿cómo situar un modo de lectura que describa el temperamento de los polacos?
Claro que esta generalización, como la que hace Freud, busca oblicuamente poder hablar en singular de Witold Gombrowicz, “emigrado polaco” como él mismo infatigablemente se presentaba.

¿Será este temperamento, como dice Lacan, caracterizado por una resistencia a los eclipsamientos?
En tal caso, busquemos evidencias en el género cinematográfico tomado como un collage en el que se mezclan escenas como las de esa película en la que un grupo de inmaculados militares polacos acomete una inútil carga de caballería contra los tanques alemanes, u otra película en la que entre las cloacas se arrastra un grupo de desesperados que luchan contra el invasor, o ese film que reúne luminosidades y desechos de las otras dos: “Cenizas y diamantes”.

En su comienzo sucede una escena que me parece clave para nuestra propia leyenda: al comienzo de la guerra (como verán, siempre está la guerra), mientras los alemanes están fuera de escena como el Minotauro (eso que Freud llamaba “lo ominoso”), un grupo de polacos celebra una fiesta en la tradición de Bocaccio en Decamerón o Edgard Allan Poe en La peste Roja, mientras la Bestia Negra, lo innominable, espera. Pero no hay aquí ni desenfreno ni vértigo, aunque coman y bailen “La Polonesa” sobre la misma mesa atiborrada de jarras, cubiertos, botellas y restos.

Lo que muestran son esos rasgos que practicó Gombrowicz. La desolación y la irreverencia. Sobre todo instalado aquí, en un país, la Argentina, que le debe su nombre a un poema, en este lugar que le causó veintitrés años de estadía. Y uso este término: “causó”, deliberadamente, para subrayar el semblante de destierro con que acometió la permanencia. Pero también Argentina: ese lugar de causa de una poética, donde instalado en la posición de viajero se dedicó a escribir un diario.

En nuestras estampitas argentinas es común que el encuentro de alguien con un libro se pueda constituir como un momento de epifanía que deja iluminado a alguien para siempre (entre nosotros y más aún entre los analistas, Oscar Massotta sería un ejemplo de ello), pero lo que es mucho más infrecuente en estas regiones es el encuentro directo y fuera de eventos sociales, de los lectores con un autor, como aquella vez inaugural en que WG se encuentra en Tandil con un grupito que lo había leído y que le otorgaba a su estatuto de viajero, una vez más, la única filiación posible: ser el autor de un texto, pero más aún de un raro título: Ferdydurke.

Poco les interesaba que ese señor desolado e irreverente hubiera quedado anclado en Buenos Aires, que trabajase en el Banco Polaco o que fuera metódico en su alimentación. Quizás esto coincidiera implícitamente con la apuesta del propio Witoldo (así llamado por ellos) a la noción de juventud, no un recorte cronológico sino una secuencia de significación en donde la propia dinámica de lo juvenil, lo no esclerosado, podría llegar a constituir un espacio, recortándose de aquello que hace a la pulsión de muerte, a la unanimidad, a lo inerte.

Pero también este encuentro es emblemático por la división que, como decimos, se plantea entre una persona y la condición de autor. No por nada luego circulará un texto que se llama “Ferdydurke de sí mismo, Gombrowicz de Polonia”.
En un comentario, Lacan plantea, a través de una hipérbole, la ubicación del autor: “Pienso en una obra que no es tan ilegible pues probablemente no era su autor quien la firmó: se llamaba Mi lucha y es de un tal Hitler…”. Si ese tal Hitler no era el autor, aunque haya firmado así, tampoco lo será Adolf Schikelgruber, un cabo austríaco que, antes de apropiarse de las masas alemanas y de planear que su lucha era por el espacio vital, se dedicaba a la pintura dominical.

La frase de Lacan no es oscura sino enigmática porque puede hacernos trabajar en torno a la condición del autor ubicado a distancia de las marcas visibles que podrían presentarse, ya sean marcas de la persona, o de un seudónimo.
Quizás falte aún un estudio extenso sobre la cuestión del seudónimo. Gombrowicz tenía los suyos, entre ellos uno donde develaba que faltaba algo. Era con el seudónimo Jorge Alejandro que dejaba suspendido lo que hacía a un apellido: ni Gombrowicz ni ese blanco, sino el espacio de autor. Pero, entre nosotros, creo que el mejor seudónimo es el que le adjudica La Nación cuando Witoldo llega a la Argentina: lo define como “un humorista”.

Y hablando de nominaciones: es frecuente parar como antagonistas a Borges y Gombrowicz, “esa desgraciada cena, etcétera, etcétera”, pero prefiero emparejar a Witoldo con otro extranjero en su tierra, Lucio Mansilla (supongo que G. aprobaría este disparate), porque además ambos compartieron un mismo procedimiento de escritura. Carnet de viaje –breves fragmentos donde por lo general se dice más de la escritura que del lugar– lo denominan algunos. Una excursión lo llamaría a esto Mansilla y Diario (argentino) le diría Gombrowicz. “Cuando uno es sobrino de Don Juan Manuel de Rosas no lee el Contrato Social si se ha de quedar en el país o se va de él si quiere leerlo con provecho”. Le dice el padre y embarca a Lucio, su hijo de 16 años, con un cargamento de yute hacia la India.

Pero si las cartas de Mansilla son una lejana consecuencia de ese viaje a la India, el Diario de Witold Gombrowicz, por el contrario, puede ser efecto de encontrarse súbitamente en las Indias. Suponemos que en eso se trasviste nuestro territorio (Buenos Aires, las sierras de Tandil, la Torre de los Ingleses en la Plaza del Retiro) que hasta entonces era quizás una extensión innominada y plana como la pampa, en la que se asentaba la Embajada de Polonia, pequeña fracción inmune de su patria que se desplomaba allá en Danzig.

La embajada, el artefacto (que como la otra alta torre de los ingleses serviría de refugio a la niña preciosa en un poema de García Lorca), desaparece como velamiento familiar, y Gombrowicz que conocía la técnica del folletín empieza a entregar(se) periódicamente confidencias que anhelan –hablen de lo que hablen– ser un tratado sobre la forma, esa regla áurea que por su misma condición brillante destellaría incesantemente en sus apuntes.

Y para ello recurrirá a lo más íntimo de su ser, a su lengua más íntima haciéndola trabajar no en la superficie sino a pérdida. De manera que solo aparezca anudada en la intermitencia de algunos choques que se muestran como juegos de palabras, deslizamientos de sentido, inflexiones, y, más aún, reflexiones sobre la escritura.

Tiempo después de quedarse en Argentina, cuando vuelve el barco que lo había traído, da una explicación de ello, que en realidad se constituye en un magnífico ejemplo sobre la reminiscencia, como construcción a posteriori. “No retorné a la lejana Polonia (…) debido a mis intensos estudios comenzados el día anterior del alma sudamericana”.

Es probable que, como en “Cenizas y diamantes”, la invasión alemana significase la súbita desaparición de ese horizonte familiar, organizado entre la patria natal y la actividad doméstica y amable de visitar a un país indiano.
Aun así, la patria de Gombrowicz situada en el lenguaje tiene un subtexto, un significante: entre que seguirá diciendo y escribiendo. Por lo menos esto es lo que le dice a Dominique de Roux en Testamentos. Entre un horizonte que de distante (cuestión de la geografía) pasó a constituirse en lo extraño (espacio para la topología).

Allí quizás, en ese punto en que Eso emerge, es que un artefacto con lo que implica en sus raíces como ficción y como hecho –y, por lo tanto, como una narrativa– comienza a desplegarse entre los “estudios” comenzados un día antes y el Diario escrito unos años después.

Los clásicos prefirieron ser prudentes y hablar entonces no tanto de “Autobiografía” sino preferentemente de “Memorias”, en donde la pluralidad de esta operación insinúa la cualidad de reminiscencia. Cuando se le pidió a Vico que escribiera su autobiografía, lo hizo bajo el título La vida de Giambatista Vico contada por él mismo.

Pero si las Memorias permiten el turno de un Funes, queda todavía por señalar otra operación que también quiere ser puntillosa: escribir un Diario. Aunque en ella lo transmitido ponga más el acento, mejor dicho, la rúbrica al pie de lo íntimo, lo que solamente se escribe como si fuera en confesión. Así resultará una suerte de autobiografía cándida (porque pretende no saber su condición de tal), ya que además de dirigirse a esos otros qué dirán, elige como el Otro al mismo texto que escribe.

Creo que un Diario es también una autobiografía con almanaque y mapa, en donde inevitablemente se despliega el Yo del que va fechando sus acontecimientos íntimos y externos en un movimiento que Lacan rebautizó como éxtimo.
He aquí la paradoja de quien, como Gombrowicz, colocándose en primera persona, trata de destronar lo que yo llamaría, para usar un adjetivo de la Guerra Fría a la que él no fue ajeno: el imperialismo del Yo.

Pero para saber de la recepción de Gombrowicz y de su escritura, nada mejor que interrogar ese Diario donde desfilan una cantidad incalculable de personajes como esa ya famosa hilera de escarabajos que, sin piedad, trata de rescatar.
Hablando de animales, es en el encuentro con la vaca en donde aparece una dimensión luminosa de Witoldo, su capacidad para el hallazgo de esa división terminante entre los seres vivos y el sujeto humano exiliado, expatriado por la bendición y condena del lenguaje.

Claro que hay un rescate de sí mismo, no solo por su temprano interés en la genealogía, sino por su decisión de formar parte de una elite mediante el procedimiento de la parodia dicha y escrita, un modo, una versión que lo pone a salvo del espejo del otro recurriendo a deformaciones como las que podían ofrecerse en las ferias del Parque Retiro. Por supuesto que también hay feriantes como el comité de argonautas de la primera traducción del Ferdydurke.

El síntoma de exiliado y expatriado singular nunca fue abandonado por Gombrowicz, eso lo hacía retomar un entre dos. Entre los diamantes de un pasado conjetural y las cenizas frías de un presente no demasiado amable con quien tampoco podía permitírselo.

Seamos autorreferentes: el psicoanálisis forma parte de la cultura de Buenos Aires y en más o en menos de los hábitos culturales de los centros urbanos de la Argentina. Pero los psicoanalistas poco supieron de ese polaco que alguna vez habló a favor del psicoanálisis y en otros momentos lo criticó.

Para eso ya estaban más a mano las fuerzas morales de José Ingenieros o de Jorge Thenon, o de la antipsiquiatría, tan de avanzada para esta periferia.
En el libro que Rita Gombrowicz compila sobre la experiencia argentina de Witoldo aparece un psicoanalista que solo habla como civil y en la mejor tradición costumbrista de los hábitos presumidos pero naturalizados por el polaco y también por él mismo. Tiempo después fueron, como alguien dijo, los herederos de Gombrowicz quienes dieron testimonio de su marca, sabiéndolo o no: Lamborghini, Copi, etcétera.

Y si las marcas son profundas, esto lo dice el mismo Gombrowicz en otro mapa de su Diario (París/Berlín) en unas líneas que recuerdan La Balada de la Cárcel de Reading de Wilde cuando el autor vuelve sobre sí mismo para hablar de una desolación donde no hay príncipes felices ni fantasmas amables.
En su nuevo Diario, G. relata su último entre dos:

Mi pie toca el suelo argentino, 22 de agosto 1939 y, desde entonces, ¿cuántas veces me he preguntado cuántos años durará esto? Y el 19 de marzo de 1963, percibí que el final estaba sucediendo.
Cuchillo de esta revelación, el corte. Me muero de repente. Sí, en ese mismo instante, mi sangre me había dejado. Ya terminado. Ya listo para ir. El vínculo misterioso entre yo y mi propio lugar tenía que ser rebanado.

Quizás este texto pueda dar testimonio de mi propio entre dos: el personaje Gombrowicz y su escritura.

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.