El pequeño Montaigne

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El pequeño Montaigne

La revista El buen salvaje publicó un artículo del escritor Josafat Pérez Velázquez sobre Gombrowicz: «El pequeño Montaigne». La nota recorre la vida y obra de Witold  y traza una especie de cartografía que incluye la publicación de Ferdydurke en Polonia, su traducción en Argentina, la relación de Gombrowicz con los intelectuales argentinos y franceses. El texto, por acá o desde el link:

http://buensalvaje.com/tag/witold-gombrowicz/

Witold a rayas

 

«Las situaciones del mundo son cifras secretas»

La historia es conocida. El joven Witold (1904), presunto noble polaco, estudia Derecho, se codea con la intelligentsia de su país y es deslumbrado por la bohemia de Varsovia. En esos años (hace exactamente ochenta) escribe memorias DelperioDo De la inmaDurez, volumen de relatos que –además de preceder a Ferdydurke (1938)– contiene el germen de su obra posterior (narrativa y biográfica).Al fracasar su ópera prima, en un medio literario predominantemente nacionalista, esgrime un lúcido contra ataque con su segundo libro, insistiendo en la inmadurez como tema. De nuevo es blanco de críticas y burlas por buena parte de los escritores polacos. ¿Vuelve a fracasar?

Invitado como parte de una curiosa comitiva de escritores y funcionarios polacos, llega a Buenos Aires el 21 de agosto de 1939 a bordo del Chroby, días antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. Decide no regresar a su patria y vivir en Argentina bajo el estigma de la deserción. En su maleta, apenas lo indispensable para librarla un par de semanas, doscientos dólares y un ejemplar del Ferdydurke, exportado por si acaso le venía en gana representar el papel de escritor en aquella tierra desconocida. Ya no tan joven, Witold necesita un asidero durante el exilio, algo que dé razón a su existencia: vuelve a las andadas, protagoniza una contraofensiva ante su destino. Se cuelga el mote de escritor, pero no como burócrata panfletista o diletante parroquiano de cenáculo literario; antes bien, afirmando su desapego como marca de estilo, logra forjar con aquel extraño apellido un mito: Gombrowicz.

Una vez establecido en la ciudad, pobre y a salto de mata en varias pensiones, trabaja en el Banco Polaco por aproximadamente siete años. Así solventa económicamente su estancia, mientras la edición argentina de Ferdydurke –traducida por Virgilio Piñera, Humberto Rodríguez Tomeu y un extenso comité reunido en el café Rex– libra su batalla en el medio intelectual porteño. Durante las horas muertas de la oficina escribe trans-atlántico (1952). Su vida parece obedecer ciegamente a la «mano del destino» que lo dejó varado en las antípodas del mundo y, voluntariosamente, lo confinó al ostracismo para darle voz a sus obsesiones y convertirlas en literatura. Gracias a las vicisitudes y limitaciones que le toca sortear, comprende que el arte no da dividendos: «Un artista que se siente, ante todo, creador de una forma profunda o personal, no puede pretender además unos ingresos; por algo así más bien hay que pagar. Hay un arte por el cual se es pagado, y otro arte por el cual hay que pagar. Y se paga con la salud, con las comodidades, con la posición social (…)».

Un artista del hambre

El Gombrowicz «argentino» se parece al personaje del cuento de Kafka, un ayunador que en el ocaso de su carrera–olvidado por los guardias del circo, luego de pasar inadvertido ante la gente–, pide a sus celadores no le guarden admiración alguna, ya que el esfuerzo no es más que su condena.«Ayuno –dice– porque no pude encontrar comida que me gustara». Para el escritor exiliado –empero– esa insatisfacción es congénita y aumenta durante los veinticuatro años que pasa de orillero, componiendo su biografía en el margen. Como lo bien aprendido nunca se olvida, también en su segunda patria desdeña los cenáculos literarios y se burla de la solemnidad del grupo de la revista sur, con Borges, Bioy y las hermanas Ocampo a la cabeza. Ayuna del intelectualismo, la fama, el compadrazgo, las hipocresías, lo europeizante, las «tías culturales», el adoctrinamiento ideológico, la pose literaria y, entre otras cosas, el poder. No encuentra en ese banquete ningún platillo que satisfaga su gusto.

En un inusitado prefacio de Ferdydurke, ajusta cuentas con el mundillo del arte y afirma –valga el oxímoron– su muy personal poética negativa: « ¡Oh, esos cantos sublimes que nadie escucha! ¡Oh, los coloquios de los enterados y el frenesí en los conciertos y aquellas íntimas iniciaciones, y aquellas valorizaciones y discusiones, y los rostros mismos de esas personas cuando declaman o escuchan, celebrando entre sí el santo misterio de lo bello! ¿Por qué dolorosa antinomia todo lo que hacéis o decís, justamente en este terreno, se convierte en ridiculez y vergüenza?». Frente a los absolutos modernos (Belleza, Bondad, Verdad), antepone lo informe, lo infame y lo abyecto como signos de la desvergüenza propia de su época. Toda certeza es cuestionada y llevada al banquillo de los acusados para recibir delirantes dosis de escarnio. Aquí lo carnavalesco surge por partida doble: de la argamasa de géneros y registros que recorren las páginas de Ferdydurke, igual que de reivindicar la inmadurez, convertida en bandera de guerra. A decir de Ernesto Sábato, «para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra en dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos». Entre lo concreto y su desbordamiento siempre estará la insuficiencia, estoica y tajante, para sacudir los lastres delo establecido, remover las certidumbres que nos forman y mostrar –sino el rostro más honesto de las cosas–, uno que libere nuestra risa y convierta el drama cotidiano en una fiesta.

«Yo no era nada, por lo tanto podía permitírmelo todo»

En 1952 Gombrowicz traba relaciones con Jerzy Giedroyc, editor de Kultura, un semanario de la resistencia polaca publicado en París. Para entonces ha dictado en Buenos Aires la mítica conferencia «Contra los poetas», y publicado el casamiento (1948), su primera obra teatral. La suerte parece sonreírle: comienza a ser leído por sus compatriotas, se cartea con escritores y pensadores de la avanzada parisina; viene la publicación de un diario por entregas en el semanario y, con esta, cierta holgura económica que le permite dejar el banco tres años después. Gracias a sus intervenciones en la prensa parisina, la traducción de sus obras y su consecuente recepción crítica en Europa se vuelven inminentes. Pese a su creciente popularidad en el centro neurálgico de las letras modernas, sigue siendo un outsider para los literatos hegemónicos de Argentina. Escéptico y cauteloso ante las quimeras de la consagración, asume el éxito con entusiasmo, irónico, cual disconforme que siempre fue. Se encuentra en un periodo muy activo de su carrera, reflejado en múltiples puestas en escena de sus piezas dramáticas, así como por la publicación definitiva de su libro de relatos BaKaKai(1957) y de pornografía (1959), «una novela metafísico-sensual» que vuelve a los devaneos ferdydurkistas, ahora con la pantomima existencialista de fondo.

Precisamente una de sus pasiones, además del ajedrez y el trato con jovencitos, fue la filosofía. El Diario (1953-1969) confirma que su oficio de polemista, librepensador y buen retórico, no le venía de haber estudiado Derecho, sino gracias a la lectura voraz de filosofía, complementada con los clásicos de la literatura occidental. Ese gusto hizo posible una serie de controversias a partir del concepto de existencia en Sartre; con el hombre rebelde de Camus y, del mismo modo, frente a Cioran y su perorata sobre escritores exiliados. Temerario y contundente, pasa lista a buena parte de las luminarias académicas del medio intelectual francés. Lúcido y sarcástico como siempre, rebate y –por qué no decirlo– caricaturiza los altos vuelos de aquellos hombres insignes que pretenden arreglar el mundo con teorías y discursos. «Pero yo no me siento en absoluto organizador del mundo, soy un escritor que vive su vida y… expone sus gustos. También soy un pequeño Montaigne, eso es todo».

Además de tener una voz única, personalísima, cultivada en el delirio autobiográfico del Diario –misma que atraviesa su narrativa–, «Gombro» es uno de esos pocos escritores que sacan al lector de su letargo, de su zona de confort. Posee la gracia de romper con ese síndrome de inercia prolongada, conocido como bloqueo creativo, gracias a una escritura proteica que sacude y llama a la acción de manera contraria a los manifiestos políticos –pues apela al individuo, no al colectivo–, pero con la misma intensidad.

La cartografía de su recorrido podría resumirse en aquella frase acuñada por Rimbaud: «la vida está en otra parte». Quizá en las inmediaciones del fracaso, donde el anhelo por ser original se paga caro y la renuncia es el único lujo posible. En el exilio espiritual y geográfico con el que Gombrowicz hizo su obra maestra.