Cosmos: una novela sobre la formación de la realidad

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Cosmos: una novela sobre la formación de la realidad

Manuel Paradela escribe una reseña sobre Cosmos, la novela de Gombrowicz que ganó el premio Formentor en 1967. El artículo, que puede leerse también como una crónica de lectura, se publicó en la revista Compostimes, y pueden leerlo por acá o desde el enlace:

http://compostimes.com/2013/11/cosmos-una-novela-sobre-la-formacion-de-la-realidad/

 
Kosmos! 
 

Un pequeño aviso previo, escrito a posteriori: No creo que sea posible hablar con lógica periodística de algo que carece de… de… de lo que sea que carece. Pero también pienso que el buen polaco no debe ser olvidado. Así que empezaré con un alegato inmensamente personal: Gombrowicz es el auténtico gran genio del siglo XX. Pero no, el siglo XX tuvo demasiados genios… Gombrowicz es el gran genio de otro siglo XX que corre paralelo al nuestro y que a veces interfiere pero que en general se está calladito y todos podemos sonreírle con cierta confusión sin que llegue a penetrarnos demasiado (porque quién sabe lo que pasaría si lo hiciera, señores, quién sabe lo que pasaría).

“Será que la realidad es en esencia obsesiva. Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.”

Estas palabras, sacadas del diario del gran escritor polaco Witold Gombrowicz, fueron escritas mientras trabajaba en Cosmos, su última novela, publicada en 1965, y forman ahora parte del prólogo de cualquier edición de la susodicha que se precie. “¿Qué es una novela policíaca? —ha escrito unos párrafos antes— un intento por organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta llamar una novela sobre la formación de la realidad, será una especie de novela policial.”

No es fácil escribir sobre Gombrowicz. La única forma posible de comprenderlo es leerlo, actividad que recomiendo con todo el candor del que soy capaz, tanto para el obsesionado con comprender la barahúnda que fue el siglo XX como para el simple lector que quiere pasar un buen rato (Y, de paso, explotar de risa y de una cierta angustia que a saber cómo se quita ahora uno de encima. ¡Como una maldita mosca, esa angustia! ¡Y pensar que habíamos honrado al autor con nuestras más sonoras carcajadas! ¡Toda una vergüenza!). Es con éste importante detalle en mente como me gustaría que se comprendiera mi intento de sacar algo en claro —el núcleo prosaico, diría Schlegel— de esta pequeña y, bobadas aparte, jodidamente fascinante novela. ¡Hop, hop! ¡Comienza la transición!

 “Lo dije otra vez: ‘Berg…’ pero con más suavidad, con más calma, y mi intuición no me engañó, me miró con respeto, (…), murmuró:

‘¡Veo que eres un hombre bemberg!’

Entonces me preguntó con seriedad:

‘¿Bembergueas?”

¡El sacramento del Berg! La palabra clave, la palabra central, la contraseña para acceder a los pasadizos más recónditos de la novela. Por supuesto, es una palabra sin significado: ¡Berg! Ah, sí, decías antes que dos judíos … un chiste de judíos. ¡Pero no era un chiste! ¡Berg! Bergueando con un berg en un berg, mira tú—blumbergueando con un berg…¡Ti, ri, ri!”. Todo un personaje, el propietario de la posada. Deprimente, también. Totalmente devastado. Pero no loco. Demasiado lúcido para estar loco, aunque los demás le conviertan en un loco (Perfecto método para evitar que el Berg entre en la realidad y lo desarme todo, porque entonces plam, a ver quién es el que se dedica a reorganizarlo… aunque no está claro que antes estuviera organizado), es un personaje que vive en la terrible y angustiosa infelicidad de su simple felicidad y tranquilidad rurales, un hombre que sabe demasiado poco para saber que sabe demasiado. Toda su vida se resume en su grito de ‘¡Berg!’, grito impenetrable que sacude los cimientos…¿Qué cimientos? ¿Sacude algo? No, no. Berg es casi el principio creador. ¡Berg es alfa y omega! “Podríamos llamar a Cosmos una novela sobre una realidad que se está creando a sí misma“, nos aclara el autor que se ha sacado el Berg del sombrero. ¡El mundo en constante cambio; la realidad, obsesiva; el devenir, creación y destrucción simultáneas, mutiladas! Gombrowicz, hombre culto como el que más, lector asiduo de todos los que llegaron antes y después de él (A veces para explicarle; se ha dicho que sus novelas de los años treinta no se entienden sin el existencialismo y el psicoanálisis de los cincuenta. Pero ésto es una novela del 65, y Gombrowicz ya lo sabe todo de todas las formas posibles. ¡Tanto sabía que fue y se murió cuatro años después! ¡Pura lógica vital y literaria, sí señor, la suya!).

Pero qué qué qué, ¿qué es ésta novela? ¡No es surrealismo, no es juego, tinta vertida por un francés triste y cargado de ennui! Pero tampoco hay un sentido oculto, no señor. ¿Es una novela, o una especie de “máquina demoníaca, creadora de objetos que se destruyen a sí mismos en el mismo acto de construcción” (Sartre)?¿Qué etiqueta podemos ponerle, si podemos ponerle alguna? ¿Cómo debemos comprenderla? ¿En qué cajones debemos guardarla? ¿Es siquiera justo para el resto de nuestras novelas poner una obra tan profundamente cruel a su lado?

¡Pero argumento! Argumento argumento, pues no está claro si lo hay. Dos personajes se van de la ciudad porque quieren librarse de la ciudad (uno de ellos está obsesionado con su jefe, que le tiene manía, su jefe, no es algo voluntario, pero siempre hace una mueca de desagrado al verle, y no lo soporta, y detrás de todos sus actos podemos ver la presencia del jefe, todos sus actos siempre dirigidos de y hacia ese jefe, que no es culpa suya, no puede evitar detestarle, simplemente le detesta y ya, no hay solución posible, y esa fatalidad lo marca todo). Van a una posada. En el camino, se encuentran un gorrión ahorcado. Nada anormal. Llegan a la posada. Del propietario ya hemos hablado. Ahora, las bocas de la propietaria y de la hija.Hay un no-se-sabe-qué. Una especie de simetría. Las dos bocas, la pierna de la hija deslizándose fuera de la cama. Una especie de erotismo del caos. Placer en la creación de series.

¡Pero trampa, trampa! ¡No puede quedar inexplicado, el gorrión! ¿Qué puede significar? ¿Sabe algo el propietario? El propietario con su sonrisa y con su charla de persona demasiado lúcida o demasiado demente, o de persona demasiado persona, o demasiado poco persona. ¿Hay pistas? Si no las hay, se inventan; y en un recodo de la pared, ¡plaf! ¡El misterio se hace más profundo! ¡Un palillo colgando! ¡Sin más! ¡Como si lo hubieran ahorcado!

Nuestro protagonista está empezando a enloquecer ante tantas series de relaciones extrañas, arbitrarias, de una lógica imposible y absurda. De una lógica que sólo es lógica porque lo es, porque sí, nada más. Y las cosas van a peor. Se suman personas, y las combinaciones no cuadran. ¿Por qué la hija se une a un hombre maduro? Y su amigo, siempre perseguido por la sombra de su jefe.

“¡Y pam, pam, pam, pam! ¡Uno, dos, tres, cuatro! (…) ¡Qué bien quedaba todo junto! ¡Qué consistencia! Un cadáver estúpido se estaba convirtiendo en un cadáver lógico —aunque la lógica era algo forzada— Y demasiado mía… Separada… Privada.” Nuestro Gombrowicz suelta unas frases que es un primor. ¡Pam, pam, pam, pam! ¡De repente, todo rima! Tralarí, tralará, un delicioso poema, una tragedia en cuatro actos…¡Berg, Berg! ¿Hay algo que impulse a las series a seguir realizándose? ¿Acaso uno no las está forzando? ¡Berg, Berg! Hay que buscar que todo tenga un sentido…Las cosas deben cuadrar, ¿no? Lo iniciado no puede detenerse…Si hay A, entonces debe haber B, y C, y D, ¡y hasta E! ¡No importa que el recorrido se fuerce! ¡Las series se forman con total lógica, independientemente de quién participe de ellas! Las series…La realidad…Un principio caótico, aleatorio, asociando las cosas unas con otras en el más puro desorden…Una obsesión casi estética…Perfeccionista…Pero todo sería distinto si el Berg llegara a realizararse… (Neologismo que me tomo la terca función de crear en beneficio de mis propios intentos de comprensión de la novela). Todo distinto… ¡Berg! ¡Solemnidad! ¡Órganos! Funciones viejas para crear una nueva…

Hay algo, algo, algo que debemos aprehender pero que no somos capaces, aún no somos capaces, nunca seremos capaces. ¡Nadie captó la modernidad como Gombrowicz! La modernidad y todos los vacíos que deja. La modernidad y todas sus novedades y todas sus obsesiones y todas esas moscas que se te cuelan por detrás de la oreja mientras escribes muy erguido en tu ordenador un artículo destinado a hacer comprender algo que no es objeto del acto de comprender… O algo quizás ya demasiado comprendido… Pero la vida sigue, y uno no puede ir bembergueando por ella… Uno tiene que ser propietario… Padre… Hermano… Jefe… Relaciones… Lo diminuto, lo escaso de las relaciones, el control que ejercen los detalles, las manos alzadas, las piernas descubiertas, las escenas antes no vistas (Ferdydurke, el de la primera novela, el que lo empezó todo, raptando a una mujer para que su huida de cierto lugar pueda cobrar un sentido, un rapto romántico cometido por pura conveniencia…El sol, un inmenso cuculito… Pero Ferdydurke es la primera novela, aunque el escritor sigue siendo el mismo…).

Imperdible… y algo dolorosa…Gombrowicz, Gombrowicz, escritor de panteón, ídolo de masas, Elvis Presley convertido en ceniza…¿Cómo, cómo, cómo?

¿Cómo empezarlo y acabarlo? Este artículo debería dar vueltas sobre sí mismo. Habría que volver y coger palabras, reordenarlas de todas las maneras posibles. ¿Quizás eso pueda funcionar de verdad como presentación de la novela? Espero al menos haber podido animar a alguien a leerla, o, si siente curiosidad, a empezar por otros libros de Gombrowicz, quizás más accesibles, todos en Seix Barral, todos bellamente encuadernados, incluso sus mastodónticos Diarios. Las mejores introducciones son quizás Ferdydurke, Transatlántico Pornografía; pero hay una cualidad definitiva en esta novela…O no, quizás el hecho sea justo que carece de cualidades definitivas…¿El culmen, podríamos decir? ¿Cómo, si no hay vectorialidad?

Hora de cerrar…Pensar en Gombrowicz siempre produce un efecto que definiré como básicamente indefinible… Y “De aquello de lo que no se puede hablar con claridad, mejor es callar” (Wittgenstein, he violado tu mandato en todas y cada una de las palabras de este artículo, ¡pero no por ello dejo de creer en él, curiosamente!).