“AQUEL ECZEMA DE CINCO MILLONES”: LA BUENOS AIRES DE WITOLD GOMBROWICZ, de Ewa Kobylecka-Piwońska

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“AQUEL ECZEMA DE CINCO MILLONES”: LA BUENOS AIRES DE WITOLD GOMBROWICZ 1
Ewa Kobylecka-Piwońska

Gombrowicz no fue, desde luego, un gran cronista de Buenos Aires. En el Diario no escasean, es cierto, comentarios acerca de Argentina –generalizaciones sobre las costumbres, amargas observaciones acerca del espíritu nacional y, finalmente, declaraciones de un amor a distancia– como si considerara más eficaz reflexionar a nivel de estados, y no al de entes de fronteras tan confusas y cambiantes como las de una ciudad. En sus textos, Gombrowicz no le suele conceder a Buenos Aires un lugar privilegiado, más bien la menciona de paso o le dedica cortos comentarios, normalmente teñidos de repugnancia y hastío. Es curioso, no obstante, cotejar la imagen de la capital argentina que –aunque fragmentaria y tal vez algo irritante– se desprende del Diario con la que encierra Kronos, diario íntimo de Gombrowicz. Lo que me propongo a continuación es, pues, confrontar la Buenos Aires imaginada y construida deliberadamente a servicio del flamante yo autoficcional (Diario), con la hecha en directo, sin control de una conciencia que se examina o se siente examinada (Kronos).

La Buenos Aires gombrowicziana no es una construcción aparte, habiendo sido la capital argentina objeto de varias textualizaciones literarias a lo largo de los siglos XIX y XX. Y aunque resulta imposible saber hasta qué punto Gombrowicz pudo conocer esta geografía literaria del cono sur –si leyó, por ejemplo, la narrativa de Arlt–, creo conveniente recorrer brevemente algunas representaciones culturales de esta ciudad, con el fin de dar puntos de referencia al imaginario urbano de Gombrowicz y evitarle el peligro de caer –por su condición de extranjero– en un vacío cultural. Así pues, Buenos Aires debuta en tanto espacio literario en el Romanticismo, sobre todo en El matadero y Facundo, pero tiene entonces un carácter ambiguo: más que un enclave de civilización en el desierto, resulta ser un lugar invadido por la barbarie, pero dotado al mismo tiempo de un potencial de desarrollo que, de hecho, el ideario liberal sabría aprovechar. Para los intelectuales del XIX, la capital es una promesa de civilización, que se cumpliría respaldada por el proyecto inmigratorio. Para Sarlo, “la ciudad era una construcción pedagógica en sí misma. El espacio imparte lecciones prácticas y debe funcionar como una buena máquina enseñante. Vivir en ciudad es etimológicamente y simbólicamente un acto de civilización” (Sarlo, 2007: 38). Pero los recién venidos, en vez de catalizar el progreso, ellos mismos rabiosamente necesitan ser urbanizados, proceso que Buenos Aires, reventada desde dentro por la creciente diversidad cultural, a duras penas consigue llevar a cabo. En los años veinte y treinta, la capital argentina protagoniza la llamada “modernidad periférica” (Sarlo, 2003), cuando –bajo la presión del progreso tecnológico, el flujo inmigratorio y su impacto sobre las costumbres– intenta reunirse esta mezcla cultural en un cauce común. La capital, como espacio literario, pero también arquitectónico, es entonces objeto de apasionadas reinterpretaciones, que se hacen para reparar los fallos y reformar (Le Corbusier, Wladimiro Acosta), o bien para reflejar en ella los tópicos de la ciudad moderna (Roberto Arlt). En los tres proyectos, soñados por los extranjeros o los nuevos argentinos, el pasado es prescindible: la vieja Buenos Aires se pierde sin nostalgia: “La valoración del presente excluye la preocupación de traicionar una historia de la que no se forma parte” (Sarlo, 1992: 16). Su carácter provisorio, indefinido y carente de raíces deja de ser una lacra para convertirse en la esencia misma de la ciudad.

De estas tres fabulaciones sobre Buenos Aires, la de Arlt merece aquí más atención por su fuerte potencia simbólica: sin ser una visión realista, se impuso como la primera textualización fundamentalmente moderna del espacio porteño. De hecho, el homo errans arltiano recorre la Buenos Aires proyectada según el modelo de las metrópolis norteamericanas o europeas: “Aparece el hombre de las grandes concentraciones urbanas, el hombre perdido en la multitud, el hombre masa, que busca salir del anonimato de la ciudad moderna a través de la invención o del anonimato” (Saítta, 2004: 136). El espacio urbano –la densidad de población junto con el vertiginoso ritmo de metamorfosis– propicia y exacerba los conflictos de orden ideológico, lingüístico y social, que tienden a desembocar en violencia, complot o revolución. Por otra parte, la narración arltiana sobre Buenos Aires es, como bien se sabe, una narración de desposesión y –desde este punto de vista– es posible cotejarla con la de Gombrowicz, con la diferencia de que Arlt se imagina en una posición de carencia que el polaco realmente ocupa.

Ahora, antes de adentrarme en la Buenos Aires gombrowicziana, conviene dedicarle unas palabras a la naturaleza de los textos que formarán el corpus del presente artículo. Estos serán, como se ha dicho, el Diario, que en los últimos años se ganó el adjetivo de “oficial”, para diferenciarse de Kronos, su hasta hace poco oculto parejo. El primero es un texto literario canonizado que, a primera vista, no debería presentar mayores dificultades en tanto que obra acabada, pensada y preparada para la publicación por el autor. Cierto problema de construcción se plantea, no obstante, por causa del Diario argentino, una selección proyectada por Gombrowicz para el mercado argentino, donde, parece ser, sigue siendo más conocido que su equivalente completo.2 Consta de fragmentos referentes a la Argentina o, más bien, a “mi vivencia de Argentina”, como precisa Gombrowicz en el prefacio (2006: 7), donde también advierte “cierta distorsión de perspectiva” (2006: 7), debida a la ausencia del contexto general, por la que “quizá sea difícil leer estas páginas correctamente” (2006: 7). De hecho, esta dislocación del sentido se produce ya en el principio. En el original, el Diario arranca con el afamado fragmento: “Lunes Yo. Martes Yo. Miércoles Yo. Jueves Yo”, que Gombrowicz añadió en la versión libresca (y que falta en los fragmentos del Diario publicadas en la revista Kultura). Las interpretaciones de esta apertura gravitan, lógicamente, alrededor de la problemática autoficcional. Ahora bien, para el Diario argentino Gombrowicz prevé otro principio:

Rugido de sirenas, pitidos, fuegos de artificio, corchos que saltan de las botellas y el tremendo ruido de una ciudad en plena conmoción. En este minuto entra el nuevo año 1955. Voy caminando por la calle Corrientes, solo y desesperado. No veo nada ante mí… ninguna esperanza. Todo para mí ha terminado, nada quiere iniciarse. ¿Un balance? Después de tantos años, intensos a pesar de todo, laboriosos a pesar de todo… ¿quién soy? Un empleadito cansado por siete horas de burolencia, cuyas pretensiones de escribir han sido ahogadas. (Gombrowicz, 2006: 11)

Este inicio suele, a su vez, orientar la lectura del Diario hacia el tópico del “escritor fracasado”, bien arraigado en la literatura argentina. Es, por otra parte, revelador también para el tratamiento del espacio urbano, repitiendo la arltiana imagen de una ciudad que aplasta y aliena. Sin embargo, dado el cuidado que Gombrowicz prodigó a la propagación de una interpretación adecuada (es decir, la suya) de sus textos –sean prueba de ello las copiosas autoexégesis incluidas en el epistolario o en las entrevistas que hizo consigo mismo–,3 las diferencias en la arquitectura de ambos Diarios no pueden ser casuales. Por el contrario, conviene tratarlas como una manipulación premeditada, cuya finalidad era precisamente la que advierte como “un mal inevitable”: propiciar otro contexto de lectura.

Otro texto fundamental para el presente análisis, Kronos, también se merece algunas palabras de explicación, dado que se trata de un libro sumamente peculiar y, encima, por ahora inaccesible para el público hispanohablante. El desconocido diario de Gombrowicz sale a la luz en mayo de 2013, tras una larga campaña preparativa en la prensa: se anuncia un fenómeno literario sin precedentes, se excita la curiosidad de los futuros lectores, prometiendo páginas escandalosas y reveladoras sobre la vida íntima del autor. Kronos logra lo imposible: Gombrowicz, más de cuarenta años después de su muerte, encabeza las listas de los bestsellers. No obstante, cierta desilusión no tarda en asomar: el tan proclamado escándalo resulta ser relativo, mientras que la materia narrativa del texto, que se parece más a un informe de contabilidad o una libreta de salud que a un diario, causa una común perplejidad. Palabras sueltas que en vano buscan formar una sintaxis cualquiera, referencias a personas y lugares desconocidos, Kronos no es, desde luego, un texto literario. Ni siquiera es un texto construido, hasta tal punto (sobre todo en las partes relativas a un pasado más distante, que Gombrowicz visiblemente casi no recuerda) que roza la ilegibilidad. Es cierto que, a medida que se aproxima al presente y empieza a anotar lo que le está ocurriendo (cosa que sucede entre 1952 y 1953 4), la narración se va haciendo más ordenada, pero aun así su lectura resultaría muy ardua sin las copiosas notas a pie de página. Ahora bien, el que estemos ante un texto no literario, quizás ni siquiera pensado para la publicación, no le resta la capacidad de testimoniar la relación que unía a su autor con la ciudad de Buenos Aires. Por el contrario, desde esta perspectiva, Kronos proporciona un lenguaje no controlado, escrito sin la intermediación de un yo que se crea, y por tanto más sincero que el del Diario.

Tras una relectura del Diario en busca de referencias a la capital argentina, salta a la vista el poco espacio que Gombrowicz dedica a esta ciudad, en la que vivió –sin contar algunos viajes de cuatro o cinco meses– más de veinte años. Comparados con los abundantes comentarios sobre Tandil, Santiago de Estero o Goya, el ritmo de vida y la naturaleza de sus gentes, los pasajes dedicados a Buenos Aires brillan por su ausencia. Ello tiene, ciertamente, una explicación pragmática: en aquellos pueblos Gombrowicz solía pasar las vacaciones y, libre del aborrecido trabajo en el banco, podía dedicarse a escribir. No obstante, estas proporciones apenas varían después de 1955, año en que deja su trabajo en el banco y empieza a vivir exclusivamente de la literatura. Buenos Aires sigue siendo entonces, más que nada, una especie de marcador del tiempo y el espacio, que se organizan según sus idas y venidas a la capital. He aquí algunos ejemplos: “Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires (bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el altavoz), me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes” (2011: 29), “Martes (dos semanas más tarde, a la vuelta de Buenos Aires” (2011: 35), “Regresé a Buenos Aires convencido de que ya nada me quedaba…” (2011: 204), “Camino hacia el sur apenas me detuve en Buenos Aires” (2011: 249), “Mañana parto a Buenos Aires. Tengo que hacer las maletas” (2011: 287), “Escribo en el tren que me lleva a Buenos Aires, hacia el norte” (2011: 287), “BUENOS AIRES. Jueves. Después de cuatro meses de viajes y estancias en sitios lejanos, heme de nuevo aquí” (2011: 296), “De vuelta a Buenos Aires he cambiado mi régimen de vida” (2011: 297).

Contrariamente a un diarista común, Gombrowicz no se preocupaba por marcar el paso del tiempo objetivo, del que solo indicaba fechas anuales y días de la semana, estos últimos con evidente ironía. En cambio, el tiempo subjetivo está marcado por los desplazamientos espaciales, cuyo punto de partida y de llegada es siempre el mismo: la capital. En otras palabras, el tiempo se periodiza, se interrumpe y se reanuda según el principio de estar y no estar en Buenos Aires. Recuérdese, asimismo, que el Diario argentino arranca también con una descripción de esta ciudad. Es más, la capital argentina llega a ser una referencia temporal absoluta: como cualquier extranjero, Gombrowicz entra en Argentina y la deja por el puerto bonaerense, siendo estos dos momentos absolutamente cruciales en su vida (no deja de ser significativo que Gombrowicz termine confundiendo la fecha objetiva de su llegada, el 20 de agosto, pero sí recuerde los lugares que ve). Este último viaje de ida, en 1963, enseguida acarrea fallos de la memoria, el olvido empieza a filtrarse desde el momento mismo de la partida, siendo estos dos procesos –del desplazamiento y del olvido– captados en paralelo:

Zarpamos. La orilla se aleja y la ciudad emerge huyendo hacia atrás, los rascacielos se van situando unos detrás de otros, las perspectivas se embrollan, la geografía se vuelve confusa –jeroglíficos, enigmas, errores–, todavía distingo, no en el lugar donde debiera, “la Torre de los Ingleses” de Retiro, he aquí el edificio de Correos, pero el panorama ya se muestra ininteligible y adormilado en su complejidad, como si se tornara hostil y prohibido, engañoso, maliciosamente engañoso, la ciudad se cierra frente a mí, ¡qué poco sé ya de ella!… (2011: 679)

Este contexto del olvido, del tiempo que en vano quiere recuperarse mediante analogías trazadas afanosamente a bordo del barco rumbo a Europa, pasará a ser, por cierto, el tema principal de Kronos.
En el Diario, Buenos Aires connota, casi siempre, lo negativo. Así, en primer lugar, el frío y la humedad, normalmente contrastados con el clima benigno de algún lugar lejano, al que Gombrowicz peregrinaba para tratar el asma: “¡Qué cambio tan brutal! Allí (en la capital) el tiempo era crudo y frío, mientras que aquí (Santiago de Estero) reinaba la sensualidad y, al parecer, la despreocupación” (2011: 439-440). En segundo lugar, Buenos Aires, junto con el sinfín de urbanizaciones que la cercan y que pronto pasarán a formar parte de la megalópolis, se distingue, hasta la repugnancia, por la suciedad y el caos: “Buenos Aires está a veinte kilómetros de aquí (Morón), por la noche se ve su pálido resplandor en el cielo, y de día el aire está más sucio en aquella dirección” (2011: 620). Resulta ilustrativa, a este propósito, también la siguiente descripción de Morón:

Justo detrás de la quinta, se extiende un prado roñoso con unas pequeñas casitas proletarias, inacabadas, que se yerguen como si alguien las hubiera dispuesto sobre la tierra en desorden, sin ninguna relación ni entre ellas ni con el suelo. Piedras y mujeres gordas. Escombros y mocosos. Ladrillos, carretillas, hombres. Perros y basura. Una radio acompaña el hedor, el solcito calienta, de vez en cuando alguien nos mira… Al Sureste la suciedad del cielo anuncia Buenos Aires. (2011: 622)

Este pasaje nos lleva a otro tópico, recurrente en la descripción de Buenos Aires: la muchedumbre. En la década de los cincuenta, el flujo inmigratorio trasatlántico ya había acabado, las masas, la nueva barbarie que tanto horrorizaba a la élite argentina a principios del XX, se habían convertido en una constante del paisaje urbano porteño. Gombrowicz, siendo él mismo un caso paradigmático de inmigrante desprovisto de todo –hasta de la lengua que se habla en su entonces nueva patria–, mantiene frente a la multitud urbana una posición ambigua. Por un lado, idealiza sus comienzos en Argentina, alabando una peculiar situación de ostraniénie, que le tocó vivir en los primeros años de su estancia en Buenos Aires, la delicia de moverse a ciegas en la vida pública argentina y el alivio que le producía la sensación de la no pertenencia. Así se lo relata a Dominique de Roux:

Jamás he sido tan poeta como en esa época, por las calles desbordantes de gente, completamente perdido (perdido en la multitud y perdido también en lo que a mi suerte se refería). Enjambre, hormiguero, multitudes, luces, estrépito ensordecedor, olores, y mi pobreza era un goce; mi caída, un levantar vuelo. Me dejé arrastrar sin vacilaciones, sin problemas, a aquella confusión de lenguas diversas, y llegué a ser uno de ellos. (Waisman, 2003: s/p)

Perdido entre la juventud argentina, Gombrowicz, ya se sabe, rejuvenece, porque el ajetreado bullicio de la vida porteña, sobre todo en los alrededores de Retiro, le resta años. El desorden urbano parece ser el reflejo de un relajante desorden interior. La experiencia de Retiro –como fragmento de la experiencia urbana– aflora algunas veces en la superficie del Diario, pero siempre maquillada de decencia. “Deseo aclarar a quienes pudieran estar interesados en ello, que nunca, a excepción de unas aventuras esporádicas a muy temprana edad, he sido homosexual. (…) en Retiro no buscaba aventuras eróticas” (2011: 195-196). Advierte la posibilidad de que “unas inconscientes inclinaciones homosexuales” (2011: 197) despertaran en él, pero la rechaza enseguida, y eso en un descarado tono de ligera decepción. Así, los detalles más morbosos quedan silenciados ante los lectores del Diario, y las aventuras eróticas son procesadas por filtros racionales, contribuyendo a la exaltación de la “juventud en sí misma” (2011: 196). La utilidad de “Retiro” para la literatura, su profundo sentido racional siempre prevalece sobre la pasión ciega y sorda: “Mi mente trabajaba”, previene, “me daba cuenta de haber franqueado unos confines peligrosos” (2011: 197). Cuán distinta a ello la narración de Kronos, en que “la noche de Retiro”, derramándose en muchos otros puntos de la ciudad, pasa a manifestarse crudamente.

Algunos años después, la efervescencia de la vida bohemia se le agota a Gombrowicz, y el alboroto metropolitano, más que atraerle, parece cansarle. Entonces, recurre a un tópico inaugurado por Ortega y Gasset en España y rápidamente injertado en Argentina, el de las masas, con la diferencia de que, en el Diario, no se denuncia tanto la simpleza moral y sicológica del hombre-masa, sino simplemente la falta de espacio físico, del que las masas se apoderan, reproduciéndose descontroladamente, ignorando “la dinámica de sus propios genitales” (2011: 618). La megalópolis se sofoca bajo la presión de la muchedumbre:

Morón, que tiempo atrás era espacioso, es ahora una aglomeración urbana, asfixiante. ¡La cantidad! (…) Sol. Ambiente nauseabundo. Aquí estamos haciendo cola y allá, en la acera de enfrente, caminan, se cruzan, se arrastran, ¡de dónde salen tantos si ya estoy a veinte kilómetros del centro de Buenos Aires! Y, sin embargo, se cruzan, no paran de salir de detrás de la esquina y pasan y salen, y pasan y salen, y pasan y salen hasta que vomito. Vomito, y el que está delante mira como si nada, ¡qué pasa! Gentío. (2011: 619)

La sensación de asfixia –quién sabe en qué medida derivada del asma que atormentaba a Gombrowicz– termina ganando sobre el hechizo de los primeros años: la frescura de olores y sonidos nuevos, la promesa de la novedad, etcétera. La masa aplasta al individuo física, pero también espiritualmente, ya que cualquier emoción, reproducida en masa, se devalúa y ridiculiza: “Repito en voz alta: «El sufrimiento en esas cantidades me aburre», y presto oídos al contenido de estas palabras, extraño, incluso insólito, y sin embargo tan mío (y tan humano)”. Y añade: “También la piedad se ha multiplicado; solo en el mismo Buenos Aires ya habrá unas cien mil almas imbuidas verdaderamente de espiritualidad. Me da risa…”. Constatado esto, en el horizonte advierte levantarse, fatídicamente, “una niebla blanquecina, eléctrica (…) molesta” (2011: 627) que anuncia Buenos Aires.

La multitud, que entorpece los sentidos y atrofia las ideas, es atributo indisociable de la ciudad, pero es también la ciudad misma la que ofrece el refugio: cafeterías. En el Diario se mencionan varias, siendo la más importante el Café Rex, lugar de proclamarse “conde polaco” y de hacer amigos, escenario de la traducción de Ferdydurke y de las partidas de ajedrez. Rex le ofrece a Gombrowicz una alternativa para la cada vez más agobiante experiencia de Retiro: en la cafetería puede convertirla en un discurso racional. En las mesas del Rex, practica un modelo de comunicación reproducido posteriormente en el Diario, el de un duelo de palabras, que requiere –además de dos interlocutores– un público que escuche (Rodak, 2011: 407-410). Para Gombrowicz, la cafetería no es, pues, la esencia misma de la vida urbana, sino un enclave donde esconderse ante el continuo trajín del “eczema de cinco millones” (2011: 630).

Curiosamente, la palabra “eczema”, sacada del Diario para formar el título del presente texto –Gombrowicz, a bordo de un aeroplano rumbo a Uruguay, ve alejarse la ciudad que le parece, desde la altura, un sarpullido en la sana cutis de Argentina–, sería más propia del campo léxico de Kronos. En la cruda narración de este texto se registran, pues, todo tipo de dolencias que afligen, ahora ya no al organismo del país, sino al cuerpo humano. Si el modelo comunicativo del Diario era triangular (yo hablo contigo, él escucha), aquí hay una sola voz que, impasiblemente, intenta abrirse camino hacia el pasado más remoto, y le sobran tanto los interlocutores como el público. La historia personal se reconstruye mediante cuatro constantes –literatura, finanzas, salud y erotismo–, tan deseadas simetrías o analogías que arrojarían un poco de luz en lo que la memoria difícilmente recuerda. Las cuatro, sucesivamente, cobran o pierden importancia a medida que pasa el tiempo. El espacio urbano no llega a convertirse en una simetría “digna de atención” pero, tácitamente, llega a activar una serie de recuerdos más lejanos. En Kronos, Gombrowicz intenta acceder al tiempo irremediablemente perdido mediante la evocación de lugares, siendo este proceso particularmente visible en la reconstrucción de sus primeros años en Argentina. La memoria es socorrida, entonces, por la infalible Historia objetiva, cuya veracidad se prueba en cualquier manual (en 1940 escribe, por ejemplo, “9. IV. – los alemanes invaden Dinamarca y Noruega”5 [2013: 79], o dos meses después, “10. VI. – Italia declara la guerra” [2013: 80]), pero también por el espacio de la ciudad. Gombrowicz anota detalladamente los lugares que va descubriendo. En los primeros días, hace turismo: visita el zoológico, asiste a una exposición de ganado, pasea por la Costanera y, desde lo alto del restaurante Comega, admira el panorama de Buenos Aires. Una vez tomada la decisión de no volver, la ciudad despliega ante él un abanico de ambientes muy desiguales: ciertamente, va a Florida y a la Avenida 9 de Julio, pero se aloja en conventillos por tres pesos y se emborracha en Leandro Alem (2013: 70), famosa por albergar prostíbulos, tugurios de mala muerte y comercios de contrabando. No tarda en descubrir la guía secreta de Buenos Aires: todavía en agosto de 1939 localiza Retiro y en septiembre conoce a un joven ferroviario en la Plaza Constitución (el cual, por cierto, se apresura a robarle reloj, pluma y algo de ropa, bienes altamente cotizados en esa situación de aguda carencia). En las anotaciones dedicadas a los primeros meses de su estancia en Argentina, Gombrowicz enumera cuidadosamente los lugares –Parque Lezama, Avenida Corrientes, esquina de Lavalle y San Martín, Diagonal Norte, Plaza Flores, Bacacay, por citar solo algunos– que al principio son nombres vacíos, ya que no connotan todavía ninguna vivencia particular. Su función es, entonces, meramente recordativa: el espacio urbano y el proceso de su gradual descubrimiento le ayudan en el trabajo arduo de la memoria, dando pie a la organización de los recuerdos en el eje temporal. En los años siguientes, la intensidad de las referencias espaciales no disminuye, pero sí cambia su significado. Poco a poco, el tiempo de la escritura y el de los acontecimientos se aproximan –hasta solaparse totalmente alrededor del 1952– y, entonces, Gombrowicz ya no necesita hacer trabajar la memoria. A partir de ese momento, la experiencia de la ciudad empieza a confundirse con las experiencias sexuales, ya que los encuentros con sus amantes trazan un mapa, erótico y clandestino, de Buenos Aires. Cuando apunta escrupulosamente sus abundantes aventuras eróticas, casi siempre juzga oportuno registrar el lugar del encuentro. Y así, por ejemplo, anota en octubre de 1950: “Chico/a de la Plaza Congreso. Chico/a de 9 de Julio”.6 El año 1953 debuta de la siguiente manera: “Empiezo en Retiro, solo. La primera mitad del mes bajo el signo de Aldo que no acude a rendez-vous, Libertad y Sarmiento (…). Alrededor del 15 encuentro en Avenida Córdoba y Reconquista la amiga de Aldo y se me pasa este humor” (2013: 150). En febrero de 1954 apunta llanamente:

El día 5 llama Eichler, que deja el piso. El 7 (domingo) por la noche lo ocupo, voy a Retiro, encuentro a Aldo. El miércoles, en Esmeralda, a Juan Antonio. Estoy algo mejor. El sábado, Plaza Italia Jaime. El domingo llueve. El lunes, Jorge en Corrientes, pero no aparece ni martes ni miércoles –decepción. Martes Antonia Santa Fe. Jueves Domingo en Corrientes (…) Sábado Osvaldo Plaza Retiro. (2013: 163)

Así, el espacio de la ciudad se erotiza y Gombrowicz se convierte en una especie de flâneur erótico. Las relaciones que entablaba eran, evidentemente, superficiales –calmaban la efervescencia corporal y nerviosa– y el objeto de amor en sí no le importaba demasiado. Es más, Gombrowicz muchas veces ni siquiera se quedaba con su nombre, aunque sí solía retener el contexto espacial y a sus amantes los etiquetaba con el lugar del encuentro: plazas, calles, esquinas, parques, etcétera. Salta a la vista que el deseo lo ponía en marcha, ya que, para satisfacerse, exigía salir de casa en busca de un encuentro más o menos azaroso. Lo mismo, dicho sea de paso, es notable en las descripciones de Retiro en el Diario, donde acude a las expresiones de tipo: “Me dirigí hacia Retiro” (2011: 195), “Vagar por Retiro, por Leandro Alem”, “Me vi empujado” (2011: 196).

Cotejado con el Diario, en que se narran las querellas de Gombrowicz con la élite literaria, Kronos resulta ser también una historia de su fascinación por los bajos fondos de la ciudad. En el primer texto se cuentan sobre todo “los salones –plutocráticos o intelectuales” (2011: 111) que, evidentemente, se tildan de mediocres, sosos, y se provocan con frases de tipo: “Sin ser un toro premiado de la raza Shorton, no puedo aspirar a la fama en Buenos Aires” (2011: 568). En Kronos, en cambio, el autor transita otros lugares de la ciudad, más limítrofes y clandestinos (recuérdese que, en aquella época, la homosexualidad era ilegal y Gombrowicz, de hecho, deja constancia de alguna estancia forzosa en el comisariado). Por sus páginas circulan marineros, soldados, ferroviarios, putas, peluqueros, enfermeras y dependientes. Así describe la época de “iniciación”, en 1940:

Pierdo mis antiguas reservas. Me convierto en gitano (…). Crece el encanto. Al principio, paseo por el puerto, el Retiro… Descubro terreno en Corrientes. Ando mucho. Todavía mis exigencias y ambiciones son altas… Luego me adapto. Período de retención por la permanencia. Luego ya me dedico por completo a la creciente pasión. (2013: 83)

Este pasaje recuerda el arriba citado sobre la época bohemia (“Jamás he sido tan poeta”), solo que aquí la pobreza no es puro goce y de la caída, a veces, cuesta levantarse. Kronos es, por tanto, también la narración de la carencia, económica y corporal. En los primeros años, la pobreza lo agobia: los ciento sesenta dólares con los que arriba a Buenos Aires pronto se le acaban y la ayuda que recibe de la embajada polaca es más que modesta, así que se toma la molestia de apuntar escrupulosamente cada prenda de vestir que le dejan, cada, aunque fuera mínima, cantidad de dinero que consigue. Estos detalles se alternan, en un tono de impasible objetividad, con el largo listado de dolencias que lo persiguen: asma, sífilis, eczema, hongos, erupciones, lumbago, constipados, se le caen los dientes, sospecha tener gusanos y cáncer en la boca. Esta es otra –al lado de la sexual– intimidad de Gombrowicz, detallada y descaradamente descrita en Kronos y, contrariamente a lo que ocurre en el Diario, estas experiencias se describen aquí a secas, sin presentarlas como escalones en la formación de su ideología literaria. Ciertamente, los datos sobre sus éxitos literarios y encendidas polémicas en la prensa no escasean, pero van parejos con frías y no pocas veces humillantes informaciones sobre úlceras, extracciones de dientes y dosis de diversísimos medicamentos (así como sobre su eficacia). Kronos resulta ser, pues, una verdadera literatura existencial donde lo intelectual se confunde irremediablemente con lo físico.

Teniendo en cuenta el tono dominante en la descripción de la pobreza en la literatura argentina de aquella época –su claro sesgo político–,6 Kronos aporta, finalmente, un peculiar testimonio sobre la vida de los inmigrantes llegados a Argentina. La miseria y la precariedad, así como los múltiples y no siempre dignos intentos de variar la suerte, se narran desde dentro –desde quien los vive– y su alcance es estrictamente individual. Cabe añadir, finalmente, que el cotejo de ambos diarios gombrowiczianos no se llevó a cabo en busca de la verdad –la publicación de Kronos ha animado, sin duda, las desafortunadas tentativas de “corregir” las supuestas inexactitudes del Diario– sino para contrastar dos imaginarios urbanos. Así pues, la presencia del espacio urbano resulta ser más intensa en Kronos, texto que incluso puede leerse como una especie de itinerario que Gombrowicz traza sobre su mapa personal de Buenos Aires y en el que se nos revela intensamente vinculado con la ciudad. Al tratarse de un texto a través del cual Gombrowicz indaga su propio destino, intenta darle, si no el sentido, por lo menos ciertas apariencias de continuidad que llama “analogías” o “simetrías”, resulta sorprendente el lugar que le concede al tejido de la ciudad, testigo de descargo de las transgresiones (de la ley y de la norma social) que le impone su propio cuerpo. En el Diario, en cambio, es el intelecto el que vocifera en contra de la ciudad –sucia, superpoblada, enferma– y el que se reserva algunas palabras de ternura solo a Argentina, y eso también desde la cómoda distancia de la retrospectiva. Esta diferencia de acercamientos se explica, probablemente, por la naturaleza de ambos textos: el contenido del Diario es construido y controlado, mientras que el de Kronos no es más (ni menos) que una materia prima existencial.

 

Citas

1 El presente artículo es fruto de una investigación financiada por el Centro Nacional de la  Ciencia (Polonia), con base en la decisión No DEC-2013/09/D/HS2/00563

2 La traducción del Diario, a cargo de Bożena Zaboklicka y Francesc Miravitlles, se finalizó en 2005. La versión castellana de la primera parte, Diario 1 (1953-1956), data de 1988, del Diario 2 (1957-1961), de 1989 y el Diario 3 (1962-1969) se publicó en 2005.

3 Estoy pensando en Testamento. Conversaciones con Dominique de Roux, que resultaron ser de autoría casi exclusiva de Gombrowicz. La traducción castellana del fragmento de Testamento citado más abajo proviene del artículo de Sergio Waisman (2003).

 4 Según los cálculos de Rita Gombrowicz (2013: 9).

5 La traducción de todos los fragmentos citados de Kronos es mía.

6 Como explican los editores de Kronos, Gombrowicz solía acudir a las abreviaturas ch. (chico/a) o m (muchacho/a), de modo que no se conoce el sexo del amante. Asimismo, a veces confundía deliberadamente el género, porque le hacía gracia que en español “el” se pronunciara como “elle” en francés.

7 “Hasta entonces (los años noventa), la descripción de un escenario poblado de parias y marginales adscribía fuertemente a la representación realista y había sido la tarea de escritores que de alguna manera –y de diferentes maneras– sostenían una función social para literatura. Se trataba de una literatura concebida como una herramienta eficaz para la toma de conciencia política y, en algunos casos, como principio para la acción revolucionaria” (Saítta, 2006: 90).

Bibliografía

Gombrowicz, Rita (2013). “En caso de incendio. Prefacio a Kronos”. Kraków: Wydawnictwo Literackie.

Gombrowicz, Witold (2006). Diario argentino. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

—– (2011). Diario (1953-1969). Barcelona: Seix Barral.

—– (2013). Kronos. Kraków: Wydawnictwo Literackie.

Saítta, Sylvia (2004). “Ciudades revisitadas”, en Revista de literaturas modernas. Los espacios de la literatura No 34. Págs. 135-149. goo.gl/2rRcdw

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Sarlo, Beatriz (1988). Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930. Buenos Aires: Nueva Visión.

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Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.