Ferdydurke

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Ferdydurke

Entre sus Ensayos Críticos, Bruno Schulz incluye uno en el que analiza el papel fundamental que juega Gombrowicz en la cultura. El texto se llama, como la novela de Witoldo, Ferdydurke, y se publicó por primera vez en la revista polaca Skamander en 1938. Por acá, o siguiendo el link, pueden leer el texto completo:

http://www.brunoschulz.org/B_Schulz_Ensayos%20cr%C3%ADticos.pdf

 
bruno schulz2 

Ya hace muchísimo tiempo que no nos encontrábamos ante un fenómeno tan turbador, ante una carga ideológica de la envergadura de Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz. Nos enfrentamos aquí, pues, a una manifestación excepcional del talento de un escritor, de una forma y unos modos novelísticos nuevos y revolucionarios, y, en fin de cuentas, de un descubrimiento fundamental: la anexión de un nuevo territorio de fenómenos espirituales, territorio hasta ahora dejado al abandono, que nadie había pisado, y donde retozaban indecentemente la broma irresponsable, el retruécano y el absurdo.

Intentaremos delimitar, situar ese dominio que Gombrowicz nos ha revelado. Hecho extraño, ese dominio, cuyas dimensiones sólo nos aparecieron gracias a este descubrimiento excepcional, hasta el presente no poseía nombre, ninguna existencia le había sido reconocida, incluso no estaba señalado con ninguna mancha blanca en el mapa del mundo espiritual.

Hasta ahora, el hombre sólo se veía y sólo quería verse desde un punto de vista superficial. A aquello que escapaba a esa mirada superficial, no le concedía la menor existencia, no lo dejaba llegar en modo alguno al campo de la reflexión, no tomaba nota de ello. Vivía una vida huérfana, casi fuera de la existencia, fuera de la realidad, de la lamentable existencia de los contenidos no admitidos y no registrados en parte alguna. El anatema de la estupidez, la futilidad y el absurdo suponían barreras infranqueables, su proximidad cegaba. La conciencia pide una cierta distancia, y, además, necesita ser sancionada por la razón. Lo que carece de esta sanción, aún a pesar de que se encuentre muy cerca, no está a su alcance.

Mientras que la sombra del hombre desarrollaba sobre la escena de su conciencia su acción superficial, experimentada, aprobada, su realidad profunda se debatía desesperadamente contra la simpleza y la estupidez, se golpeaba desarmada, contra quimeras y tonterías en una región innombrada, incluso no localizada. La sombra usurpaba para sí todas las prerrogativas del ser, mientras que, sin un cobijo propio, la realidad humana llevaba la existencia errante y clandestina de un paria. Gombrowicz ha mostrado que las formas experimentadas, maduras y claras de nuestra vida espiritual son más bien un pium desiderium, que viven en nosotros más como un estado de intención permanente que como realidad. En tanto que realidad, vivimos siempre por debajo de ese registro, en un territorio poco honorable, nada glorioso y tan pobre que dudamos si concederle o no una débil apariencia de vida. Por parte de Gombrowicz ha sido un acto capital reconocer ese territorio como el ámbito esencial y archihumano del hombre real, de adoptarlo, –él, el desheredado, el abandonado de la conciencia, el paria–, de identificarlo, de bautizarlo, de hacerle subir el primer peldaño del deslumbrante reconocimiento que le abre en la literatura ese manager de la inmadurez.

La existencia madura del hombre encuentra su equivalencia en las formas y contenidos de la cultura sublimada, igual que la existencia subterránea y clandestina tiene su mundo de equivalencias, en el que se desenvuelve y actúa.

Desde el punto de vista de la cultura, son productos ocasionales, accidentales, residuos de su proceso, un territorio de contenidos subculturales, poco refinados y rudimentarios, un ámbito inmenso de residuos que obstruye sus periferias. Ese mundo de canales y sumideros, esa gigantesca cloaca de la cultura es sin embargo la placenta, el abono, el alimento vital con el que germinan cualquier valor y cultura. Se encuentra ahí la reserva de las fuertes tensiones emocionales que sus contenidos subculturales han conseguido combinar y concentrar. Nuestra inmadurez (y quizá, en el fondo, nuestra vitalidad) se encuentra atada por mil nudos, enlazada por mil atavismos a ese complejo de formas de segundo orden, a esa cultura de segunda elección, que se queda implantada ahí con obstinación, por la fuerza de una antigua costumbre, de una antigua  complicidad. Mientras que bajo el envoltorio de las formas maduras y establecidas, nosotros rendimos homenaje a los valores elevados, sublimados, nuestra vida esencial se desarrolla a escondidas sin sanciones superiores, en esa esfera familiar mugrienta, y la energía emocional que ella contiene es cien veces más poderosa que aquélla de la que dispone la débil capa de lo   establecido. Gombrowicz ha hecho ver que es justamente aquí, en este territorio despreciado y vergonzoso, donde prospera una vida exuberante, que transcurre de manera extraordinaria sin sanciones superiores y que bajo la presión redoblada de la abominación y la vergüenza se desarrolla mejor que en las alturas de lo sublime.

Gombrowicz ha revocado la posición aislada y privilegiada de los fenómenos psíquicos, ha destruido el mito de su origen divino, ha desvelado su genealogía zoológica, una genealogía poco reluciente que su vanidad repudiaba. Gombrowicz ha revelado la naturaleza común de los ámbitos de la cultura y de la subcultura, y lo que es más, podemos admitir que, en el plano de la subcultura, en el terreno de la inmadurez, el ve el modelo y el prototipo del valor en general, y en el mecanismo de su funcionamiento (que ha desmontado de manera genial), la clave de la comprensión del mecanismo de la cultura.

Hasta aquí, el hombre se veía a sí mismo bajo este prisma de una forma completamente acabada y dispuesta, no veía más que la fachada de costumbre. No se daba cuenta de que mientras en sus aspiraciones se acercaba al modelo ideal, él, en su misma realidad, permanecía siempre  inacabado, mal construido –hecho de parches– y deficiente. La miseria de su forma, burdamente ensamblada, apresuradamente cosida, escapaba a su atención. Gombrowicz nos libra el inventario de la parte maldita, de la escalera de servicio de nuestro yo: ¡inventario asombroso! En el salón frontal, todo obedece al decoro, pero en esta cocina de nuestro yo, entre los bastidores de la acción establecida, se ejercen las peores conductas. No hay ideologías por manidas o caducas que sean, formas petrificadas y podridas que no se desarrollen aquí, que no encuentren destinatario. Aquí aparecen en todo lo que ellas tienen de sórdido las estructuras de la mitología, la tiranía disimulada de las formas sintácticas, la violencia y el banditismo de las frases hechas, la fuerza de la simetría y la analogía. Aquí se revela la burda mecánica de nuestros ideales, fundada en la dominación de una literalidad ingenua, en las figuras de una metáfora y una imitación vulgar de las formas lingüísticas. Gombrowicz es el maestro de esa maquinaria psíquica, ridícula y caricaturesca, que sabe llevar a cortocircuitos violentos, a explosiones magníficas en una extraña condensación grotesca.

Cómo Gombrowicz consigue cristalizar los productos plasmáticos de esa nebulosa esfera, corporeizarlos, hacerlos visibles y tangibles, sobre la escena de su teatro, éso corresponde al misterio de su talento. El instrumento de lo grotesco que forja para este fin, grotesco que juega el papel de una lupa, y bajo el cual lo imponderable toma cuerpo, debería alimentar el tema de un estudio particular.

La cadena de descubrimientos de Gombrowicz no se detiene sin embargo ahí. Se le debe todavía un diagnóstico perspicaz concerniente a la esencia misma de la cultura. El escalpelo de Gombrowicz saca a la luz, liberándolos de las motivaciones secundarias (cuya aglomeración lo  enreda todo), el motivo principal de la cultura, su nervio, su raíz. Gombrowicz ha revelado y apreciado en toda su extensión la importancia capital del problema de la forma. Se puede decir después de él que toda la cultura humana es un sistema de formas en las cuales el hombre se ve a sí mismo y a través de las cuales se muestra al hombre. El hombre no soporta su desnudez. Sólo se comunica consigo mismo y con los que le rodean por medio de las formas, los estilos y las máscaras. Toda la atención humana ha estado siempre absorbida por la aplicación de las formas y las jerarquías, por la manipulación del movimiento de los valores, ha estado siempre tan acaparada por el fondo del asunto, que el proceso de jerarquización de fabricación de la forma, parecía encontrarse fuera de toda problemática. El mérito de Gombrowicz es haber tratado por su lado genético, evolutivo, un asunto que siempre fue considerado en su absoluto, en su contenido, de una manera “esencial”. Él ha elaborado una embriología de la forma. Ha unificado la multiplicidad, ha reducido toda la escala de las ideologías humanas a un denominador común, ha liberado, abstracción hecha de sus particularidades, la misma sustancia humana. Y el molde donde se fabrican las formas –hasta entonces inaccesible al ojo humano– lo ha situado en un ámbito tan dudoso, tan lamentable y despreciado que la unión en la misma mirada de cosas tan distantes, y el hecho de situar entre ellas el signo de la igualdad, deben ser reconocidos como la verdadera luz de la clarividencia. Sabemos, pues, dónde se encuentra ese laboratorio de las formas, esa fábrica de sublimación y jerarquización. Es la cloaca de la inmadurez, el ámbito de la vergüenza y la humillación, de la imperfección y lo defectuoso, un miserable basurero lleno de residuos, de vanas y fragmentadas ideologías, todas esas cosas para las que no existen nombres en el lenguaje cultivado.

Semejantes hallazgos no se consiguen fácilmente en base sólo a  especulaciones puras y conocimiento científico. Gombrowicz llegó ahí por el camino de la patología, de su propia patología. Todos nosotros atravesamos las crisis de madurez, y los procesos dolorosos de la imperfección y lo defectuoso. Las experimentamos de forma más o menos ligera, más o menos grave, y guardamos de sus dificultades heridas más o menos ligeras, más o menos graves, enfermedades y malformaciones. Para Gombrowicz, los sufrimientos del periodo de madurez, todas sus derrotas y sinsabores no se disiparon al hallar tal o cual equilibrio, no se calmaron con tal o cual compromiso, sino que –sin ninguna duda–, se han convertido en su propio problema, su propio fin, maduros para el autoconocimiento, despertados por y para la palabra, por y para la expresión. La posición que ha adoptado Gombrowicz no es la objetiva y desapasionada del investigador. De principio a fin, su libro está imbuido de un muy ferviente espíritu de apostolado, de un espíritu religioso y reformador, ardiente y militante. El apostolado, he aquí tal vez el nudo y el meollo del libro, éso sobre lo que han germinado, como de un tronco, las otras partes, las ramas. No es fácil explicar la esencia de ese apostolado. Y si eso no es fácil, es porque no se trata de una opinión particular, de una teoría ni de una consigna, sino del trastorno de todo un modo de vida, de una reforma esencial, in capite et membrisla cual no fue jamás emprendida tan profundamente. Pero estimar que Gombrowicz parte de algunas ideas generales y abstractas, sería cometer un error. El punto de partida del libro es el más concreto, el más personal, el más vivo y más palpable que se pueda imaginar. Gombrowicz insiste en el hecho de que la génesis de su obra reside en una determinada situación que le concierne personalmente. Gombrowicz revela que todas las motivaciones capitales y “generales” de nuestro comportamiento –toda navegación bajo esa bandera de ideales y consignas– no nos expresan ni completa ni verdaderamente: sólo descubren un poco de nosotros, y todavía ésto o aquéllo, al azar, pero nada esencial. Gombrowicz se opone a la principal corriente de la cultura, que hace vivir al hombre a costa de algunas parcelas sacadas de sí mismo, ideologías, frases huecas y formas, y no de sí mismo, en su integralidad, a partir de su nudo vital. El hombre nunca se había considerado más que como suplemento imperfecto y despreciable de sus conceptos. En esa relación, Gombrowicz quiere restaurar las proporciones justas, trastornadas. Muestra que cuando no somos maduros –sino pobres tipos, lamentables, debatiéndonos en los bajos fondos de lo concreto para intentar expresarnos, y que es con nuestra bajeza con lo que tenemos que vérnosla–, estamos más cerca de la verdad que cuando somos nobles, sublimes, maduros y definitivos. He ahí por qué nos incita a retornar a las formas primarias, he ahí por qué nos convoca a rehacer, a recomponer, a reestructurar toda nuestra infancia cultural, a entrar en la infancia, y no porque espere, en efecto, la salvación de las ideologías cada vez más bajas, cada vez más primarias y rudimentarias, sino porque el hombre ha arrojado, dispersado y perdido por todo el camino del desarrollo que ha recorrido desde el estado de ingenuidad primera el tesoro de lo concreto viviente. Todas sus formas, sus gestos y sus máscaras han cubierto lo humano, han absorbido los despojos de una miserable pero concreta y única verdadera condición humana; y Gombrowicz los reivindica, los acoge, los retira de un largo exilio, de una antigua diáspora. Cuanto más se “desenmascaran” y comprometen esas máscaras que son las formas y los ideales, más se desvela la  tosquedad de su mecanismo, más escandaloso se confirma, más se libera el hombre de ellas, de esas formas que lo habían agarrotado. La actitud de Gombrowicz hacia las formas no es sin embargo tan simple, no tanto como el sentido único en que acabo de decirlo podría dar a entender. No, porque ese demonólogo de la cultura, ese encarnizado cazador de mentiras culturales, también –de manera paradójica– al mismo  tiempo las ha traicionado. Él experimenta por sus encantos adulterados un amor patológico e incurable: el amor que sentimos por un ser enfermo y torpe, conmovedor en su impotencia por cargar solo con la tarea, por no encontrarse nunca a la altura de las exigencias insaciables de la forma. Las discordancias, los tropiezos y retruécanos de la forma, las torturas del hombre en su lecho mortuorio le excitan y apasionan.

Pero, arrancada de un organismo tan vivo como Ferdydurke, ¡qué descarnada y esquelética parece esta temática! No es necesario ver más que un simple corte a través de la masa viva y germinante de su cuerpo, uno de los muchísimos aspectos de ese engendro de múltiples vidas. Finalmente, desembocamos aquí en la inteligencia auténtica, autocreadora, desembarazada de juicios preconcebidos y de ideas hechas. Por donde quiera que palpemos el cuerpo de la obra, percibimos  una musculatura, una fuerza de los pensamientos, la carne y la carcasa de una anatomía atlética que, ciertamente, no está rellena de guata y estopa. Este libro revienta bajo esa abundancia de ideas, desborda de energía creadora y devastadora.

¿Qué conclusiones saca Gombrowicz de sus vivisecciones para la práctica de la vida y la práctica  literaria? Poco le importa la forma individual y sus tentativas de saltimbanqui por arrojar el ancla en la realidad, se burla de eso. Ninguna genealogía, ninguna coartada ante cualquier tribunal ontológico y absoluto podría salvarla a sus ojos. Pero ese positivista, ese adorador del hecho se lo perdona todo si la misma pelea hasta hacerse admitir en ese “medio intermonádico” que nosotros llamamos opinión. La forma accede entonces a la beatificación. La aceptación, he aquí la instancia suprema, la prueba inapelable de cualquier valor humano.  La estima de Gombrowicz por esa instancia no tiene límite, aunque no ignore nada de su composición y su substancia, y sepa perfectamente que sólo es la media aproximativa de los juicios de X… y de Y…, el resultado de las maneras de ver limitadas y vulgares de A …y de B… Sin embargo –Gombrowicz lo saca a la luz– no existe otra instancia cualificada para ese control, allí no existe superior; es la opinión quien juzga, según sus leyes inicuas, el valor de nuestras ofertas personales, y hacia ella vuelan nuestras ensoñaciones más secretas, a través de ella son tamizadas nuestras ardientes aspiraciones.

A pesar de lo que esa conducta pueda tener de sórdido,  permanece como un prototipo de fuerza valorizadora, y ahí desembocan todos los criterios y todas las instancias absolutas. Es esa opinión quien nos determina, la que ejerce presión sobre nosotros, y sobre la que se apoya nuestra forma y se modela la imagen que intentamos darnos.

Conseguido el culto positivista del hecho, el prólogo de Filidor acusa sin embargo a ese respecto una cierta quiebra –digamos la palabra– de traición o infidelidad. Aquí, en efecto, Gombrowicz le pone límites, ya no le reconoce una jurisdicción universal. No obstante, no debería temer ser parcial. Todo gran sistema ideológico es parcial y tiene el coraje de serlo. La concesión que Gombrowicz hace a los escritores de primer rango es muy a menudo formal. No convenía introducir aquí un doble criterio. Las excepciones consentidas por Gombrowicz debilitan también el crédito de sus teorías concernientes a los hechos que él somete a su tribunal. En efecto, Gombrowicz exige que los móviles personales que empujan a un escritor a escribir –y que, según su audaz afirmación, son siempre una voluntad de imponer su propio valor ante el fórum de la opinión– dejen de actuar como un impulso subterráneo, clandestino y vergonzoso, que traspasa su energía a contenidos extraños y lejanos, y que se conviertan, simplemente, en el tema confesado de su creación. Se esfuerza por desnudar el mecanismo entero de la obra de arte, su lazo con el autor, y de hecho, al mismo tiempo que el postulado, ofrece la demostración práctica en Ferdydurke, que no es otra cosa que el modelo capital de una obra así. Considera que se encuentra ahí la única salida para escapar a la mentira general sin esperanza y para desembocar en la vía de salvación de la literatura, a través de una vigorosa inyección de realidades. ¿Pero qué significa entonces el escritor “de segundo rango”? Ese maestro de la relatividad y adepto de lo concreto que es Gombrowicz no debería usar categorías tan reductoras ni condenar –con ayuda de definiciones– al “segundo rango” preestablecido. Gombrowicz no desconoce los  caminos que recorren las grandes ideas y las grandes obras, no ignora que la grandeza puede no ser más que el producto de una feliz coyuntura, de una coincidencia de circunstancias internas y externas. Así, pues, no hay que tomar demasiado en serio la lealtad de Gombrowicz hacia los grandes espíritus de la humanidad. Sin menoscabo de la innegable originalidad de Ferdydurke, no será inútil recordar que este libro tuvo un precursor, quizá desconocido por Gombrowicz, en Pałuba, de Irzykowski: una obra demasiado avanzada, y por ello inoperante. Tal vez ahora nos hallemos en el momento adecuado para enfrentarnos a ese tema. La crítica está condenada a traducir la prosa discursiva de Ferdydurke al lenguaje convencional, popular. Pero, en este desnudamiento, en esta disección de un esqueleto completamente seco, Ferdydurke se ve privada de todas sus perspectivas ilimitadas, de sus múltiples significaciones, de su expansión metafórica, cosas todas que le dan a las ideas de Gombrowicz su valor de microcosmos, de modelo universal del mundo y la vida.