Witold Gombrowicz o un porteño en Berlín

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Witold Gombrowicz o un porteño en Berlín

Rosendo Fraga escribe sobre las cartas que Gombrowicz intercambió desde Europa con Juan Carlos Goma Gómez y resalta en los escritos la emergencia de una identidad atípica y el tono porteño del autor polaco. El texto muestra además la relación que Witoldo mantuvo con Gómez, con Sábato y con la Argentina y su posición acerca del existencialismo sartreano.

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Gombrowicz y Juan Carlos Gomez
 

Existe una intención a veces ineludible en todo epistolario de cualquier escritor de renombre: siempre queda la impresión de que las cartas han sido escritas con ese único fin, es decir, conformar póstumamente un célebre epistolario. De esta manera el autor va ganándole espacios al hombre, de forma tal de que cada carta termina transformándose en una obra literaria en sí misma.

No en vano John Galsworthy ironizaba en «El escritor» (la historia de un hombre que se mueve paradójicamente entre la certeza de su propia genialidad y una irrisoria susceptibilidad ante la más mínima crítica): «Cuando su mujer terminaba de copiar las [cartas] que consideraba que podrían tener algún valor después de su muerte, pegaba las estampillas en los sobres y exclamaba: ‘Ya son casi las once! ¡Dios mío!’. Entonces él se iba a algún sitio donde poder pensar».

En 1939, Witold Gombrowicz -natural de Polonia y uno de los escritores más influyentes del siglo XX- arriba a la Argentina en calidad de turista, invitado por el barco Chrobry en su viaje inaugural. El 1º de septiembre de ese año estalla la guerra en Europa: sin siquiera imaginarlo en aquel momento, Gombrowicz vivirá en nuestro país durante los siguientes 24 años. En 1963, invitado por la Fundación Ford a un año de estadía en Berlín, Gombrowicz abandona la Argentina, la Patria -como llamaba el escritor polaco a nuestro país- a la cual no retornaría.

Un breve recorrido por el epistolario que Witold Gombrowicz mantuvo -ya instalado en Europa- con su amigo argentino Juan Carlos Gómez («Goma», como afectuosamente le llama Gombrowicz), adquiere un doble valor: por un lado reconocer el cariño que ese casi cuarto de siglo en nuestro país generó en el autor de Ferdydurke (obra editada en 1937 y que puede ser considerada como su aporte más significativo a la novela contemporánea); y por otro lado, encontrar el caso singular de un escritor que, en el cenit de su carrera y aclamado unánimemente en la Europa de posguerra, escribe a su desconocido amigo cartas de una inusitada simpleza, rebosantes de un estilo despreocupado y, lo que llama más la atención todavía, eminentemente porteño: «Un cafecito vale 75 mangos en Café de la Paix», le relata a Goma en una carta de 1963 ó «Yo le aconsejaría adoptar un modo de ser más macho con p.e. grandes carcajadas, palmadas cordiales, y gritos ‘carajo'», fechada el 31 de enero de 1963.

El castellano defectuoso de Gombrowicz (que aprendiera durante su exilio voluntario en nuestro país y que acabamos de constatar en la cita anterior) era a menudo deliberado; buscaba no tanto imitar la pronunciación porteña de ciertas palabras sino generar un efecto verdaderamente cómico: «Salú, Goma, Salú, no veremo en Bueno Saires» se despide Gombrowicz de su amigo desde Berlín, el 24 de mayo de 1963.

La importancia que nuestro país significó para Gombrowicz se pone de manifiesto en una carta del 22 de septiembre de 1963: a pesar de su éxito indiscutido en Berlín (que comenzaba a expandirse hacia Francia y toda Europa) hace expreso su deseo de volver: «Comprendí enseguida, de repente y con claridad meridiana, que no hay motivo para que yo me quedara en Europa, pues París es demasiado caro y además me cansa, otras ciudades no interesan, ahora, si me voy a España puedo lo mismo volver a la Patria y no se ve, de veras, por qué tuviese yo estar en España y no en la Argentina».

De allí en adelante y hasta febrero de 1965 (fecha de su última carta) la idea de volver a la Patria será una constante en su correspondencia: Gombrowicz inicia los planes para vivir en La Plata, alejado de la ciudad, el humo y el movimiento que podrían agravar su asma y su corazón (ambos factores determinantes de su muerte, el 24 de julio de 1969). «Mi presencia en B.A. -le escribe Gombrowicz a Gómez a propósito de su idea del retorno- cobrará matices únicos y endemoniados, seré algo así como un Ricardo Rojas y un Goethe con algo de estrafalario y exótico y misterioso» (Berlín, 29 de noviembre de 1963).

En una de sus cartas, remarca las que son a su juicio las diferencias entre el alemán y el argentino: «Cada alemán sabe lo que tiene que hacer y lo hace así toda la vida sin el más mínimo cambio. Ya sabe, en cambio, qué son los mozos en B.A.: envidiosos, amargados, peronistas, bien aquí son atentos, sonrientes, amabilísimos, corriendo, con vocación verdadera de mozo, con profundo y sincero respeto! (Berlín, 5 de octubre de 1963).

El carácter hosco y a veces -inclusive- abiertamente agresivo de Gombrowicz choca con la evidente admiración que profesa su «fiel Goma»: en respuesta a una carta en la cual Gómez manifiesta su admiración por Sartre, el escritor polaco, luego de rechazar enérgicamente el existencialismo (tema que al parecer lo enervaba bastante), finaliza: «Todas las estupideces de Sartre provienen del hecho de que se relacionó con el dolor con una tranquilidad doctoral típica para los cartesianos. No comprendió ni el cuerpo, ni el dolor. Por lo tanto le sugiero, Goma, amistosamente, que diga a todos los amigos que lo considero a Vd. Bastante tarado. Salú» (Vence, 25 de noviembre de 1964).

Este estilo de excesiva franqueza e inclusive de cariño paradójicamente despectivo -que se repite de forma constante en la correspondencia Gombrowicz-Gómez-, no parece alcanzar a Ernesto Sábato: Arnesto, como lo llama Gombrowicz: «Fíjese en el magnífico don de la narración que tiene Arnesto. La prosa como una sopa debe estar hecha de varios ingredientes. Pero su idioma es interesante y tiene nivel y hondura-altura. ¿Sabía, Goma, que usted es un asno? Sépalo, entonces» (Vence, 6 de diciembre de 1964) o «Arnesto me mandó El escritor y sus f., obra excelsa que leo con muchísimo provecho. No vaya Goma complicar mis fraternales relaciones con este amigo que admiro» (Berlín, 6 de mayo de 1964). Podemos concluir que Sábato es el único capaz de entender cabalmente su obra: «Sépalo que con Arnesto somos una sola persona. Arnesto es el jefe de propaganda. No vayan molestándolo con nimiedades» (Berlín, 8 de mayo de 1964).

Otra interrogante que aflora a medida que nos adentramos en la publicación de las cartas de Gombrowicz es la siguiente: ¿quién es Juan Carlos Gómez? ¿Es -en palabras de Gombrowicz y como se trasluce en toda la correspondencia- simplemente «un asno»? De él apenas podemos sacar vagas conclusiones basándonos en reproches del escritor polaco en lo que concierne principalmente a cuestiones prácticas («Yo le decía que no me mande NI EXPRESOS NI CERTIFICADAS Y Por lo tanto Vd. no me manda expresos pero me manda certificadas. Y por lo tanto me despiertan a las 8 de la mañana para firmar el recibo. Lo más agradable en el trato con un intelecto verdaderamente superior es que resulta imprevisible» Berlín, 8 de agosto de 1963) o las reiteradas y duras críticas al existencialismo que su joven amigo argentino parece profesar («Como si fuese poco Vd., en vez de mandarme noticias, trata, según parece, en 5 carillas de enseñarme la filosofía de Sarte. ¡Jua, jua, jua!» Vence, 25 de noviembre de 1964). Aquí encontramos una segunda crítica a la literatura epistolar: ¿hasta qué punto puede tener valor la lectura de una carta en respuesta a otra que no podemos leer?

La última carta de la correspondencia desentraña esta incógnita: en un tono frío, quizás dolido, Juan Carlos Gómez le hace saber a Gombrowicz que su negativa de volver a Buenos Aires le es indiferente: «Si usted se queda allá, nosotros no enloqueceremos por ello». Luego de una académica argumentación acerca del existencialismo y aclarados ciertos temas puramente administrativos, Gómez se despide con un seco «Chau Gombrowicz» (27 de marzo de 1967), ignorando seguramente que éste jamás llegaría a leerla.

Cuarenta años después logra, sin embargo, en una forma que asemeja un triste remiendo de aquella frialdad, despedirse de su amigo en el epílogo de la publicación que reproduce sus cartas: Adiós, querido polaco. Mi amigo, mi señor y mi maestro.