Los grandes que vivieron en Argentina

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Los grandes que vivieron en Argentina

El 10 de septiembre de 1970, la revista Gente y la Actualidad publicó un artículo de Miguel Bonasso sobre personalidades del arte y la cultura, que vivieron en Argentina. Entre otros están O’Neill, Durrel y Jack London. Y Gombrowicz, claro. Por acá les dejamos el fragmento que habla sobre Witoldo; para leer la nota entera, pueden seguir el link:

http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/locales/grandes-que-vivieron-argentina.htm

Tal vez usted los vio. O pasaron inadvertidamente junto a su padre o su abuelo. Pero entonces no ocupaban la primera plana de diarios y revistas. Cuando llegaron a Buenos Aires en 1910, en 1923, en 1939 o en 1947, aún eran proyectos de sí mismos. La ciudad no pudo revelarlos ni descubrirlos, porque probablemente ellos tampoco se habían descubierto. Tan sólo eran una voluntad, dirigida hacia la política, las finanzas, el arte o la literatura. Algunos tuvieron que dormir en los bancos de Paseo Colón, otros fueron obligados a quedarse por la guerra europea. Uno, que vivió miserablemente en la Boca y Barracas, conserva un recuerdo entrañable de Buenos Aires. Otro, que llegó a estas tierras como diplomático, se fue aborreciendo a nuestro país. La suma de todas sus historias constituye otro capítulo apasionante de la comedia humana, y además de retratarlos a ellos en sus años de juventud y anonimato nos revela también la historia de nuestro país y nuestra ciudad. Aunque parezca increíble aquí vivieron, sufriendo, amando y odiando en absoluto anonimato:

Gombrowicz: turista por 24 años

La más patética, pero al mismo tiempo la más vital de las historias, la más completa también, es la de Witold Gombrowicz. Paradoja terrible, llena de culpas para nosotros, la parábola del genial autor de «Ferdydurke», al mismo tiempo nos libera de ellas y nos hace querer aún más entrañablemente a este curioso país donde nada es demasiado grave, donde la indiferencia permite siempre empezar de nuevo, o morir sin gloria, pero también sin pena, para resucitar entre chistes y vivezas.
Faltaba una semana para que empezara la Segunda Guerra Mundial cuando el vapor «Chobry» hundió sus anclas en ese Nirvana que es nuestro Río (¿padre, madre?). Un polaco venía como turista. Y aunque esa disposición fotográfica del espíritu no conviene para nada ni a su vida ni a su obra, en ese momento pasaba por una nebulosa, por una suerte de ingravidez apta para abrir nuevas perspectivas. Después de un moderado éxito intelectual en su país «se le importaba un bledo de la literatura». A los treinta y cuatro años avizoraba la madurez, sin querer desprenderse de la juventud. La Argentina era para él simplemente una escala. La escala duró veinticuatro años.
Al estallar la guerra tuvo que quedarse. Sin un centavo, absolutamente solo, perdido y anónimo. Como él mismo lo confiesa en las páginas vibrantes de su «Diario Argentino», ese golpe del destino que lo aniquilaba y lo arrancaba de cuajo de su orden establecido, privándolo de patria, familia y amigos, terminó por fortalecerlo. Desde muchos años atrás, Gombrowicz convivía con el presentimiento de la tragedia. Por eso, cuando aislado hasta por el idioma («sólo podía comunicarse en un francés cojo») la tragedia se hizo presente, sólo logró hacerle exclamar: «Ah, así que al fin…»
Y se engolfó en su magnifica soledad.
Hubo fisuras, claro. La protección de Manuel Gálvez, primero, o de Arturo Capdevila, en cuya casa ofició de «polaco encantador», para señoritas que querían oír hablar del amor europeo, signaron sus primeros pasos en esta tierra exótica. Después Roger Pía le presentaría al pintor Antonio Berni y en casa de él conocería a su gran protectora, Cecilia Benedit Debenedetti. «Una mujer —al decir de Gombrowicz— que era incapaz de soportar el mero hecho de existir». En su casa de la avenida Al vea r el escritor polaco conoció ciertas formas de bohemia. «Joaquín Pérez Fernández bailando, Octavio Rivas Rooney empinando el codo (pobre Octavio que ya se fue) y una jovencita muy bella que se divertía a más no poder».
Pero la primera amistad intelectual recién la conquista en 1942 y frente a otro solitario (a otro argentino que no conocemos, extranjero que se nos viene desde el interior), el poeta Carlos Mastronardi.
El gran escritor entrerriano («sutil, con lentes, irónico, sarcástico, hermético, con una bondad angelical oculta tras la coraza de lo cáustico») lo inició en el conocimiento de la Argentina. Y lo introdujo a los grandes mandarines de la cultura nacional: el grupo «Sur» capitaneado por Victoria Ocampo. Pero la relación no cuajó. Individualista, solitario hasta la muerte, Gombrowicz no podía integrarse en ningún cenáculo, ni siquiera en un cenáculo de individualistas. Además lo impedía un problema direccional: ellos miraban perpetuamente hacia Europa y Gombrowicz, de espaldas al mar, estaba apasionado por la inmadurez argentina, por la frescura, por todo cuanto él llamaba «inferior» o «menor», frente a lo «superior» o «adulto». Como saldo de esos contactos iniciales con los popes de la cultura nacional, anota con ironía en su diario, a propósito de Victoria Ocampo: «Se contaba que un escritor francés de renombre había caído de rodillas ante ella, proclamando que no se levantaría hasta obtener el dinero necesario para fundar una «revue» literaria. El dinero le fue concedido, «porque —dijo la Ocampo—, ¿qué se puede hacer con una persona arrodillada que insiste en no levantarse? Tenía que darle el dinero». En mi opinión la actitud del escritor francés ante la señora Ocampo me parecía, después de todo, la más sana y sincera, pero estaba persuadido de antemano de que, por no ser conocido en París, yo nada hubiera obtenido aunque me arrodillase durante meses enteros».
No se arrodilló anta Borges, pero tampoco pudieron entenderse. Y otro tanto le ocurrió con los demás porque: «A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París».
Para la «élite» intelectual porteña —con .pocas excepciones— Witold Gombrowicz no pasaba de ser «un anarquista bastante turbio, de segunda mano». Y entonces, acorralado por una miseria dickensiana, solitario, entró a trabajar en el Banco Polaco. Esta inverosímil ocupación le permitió sustentarse —a nivel de un solo traje, como diría algún sociólogo— durante una década. ¡Gombrowicz en un Banco! El que no entendía ese fenómeno abstracto por medio del cual un señor presenta un papelito en una ventanilla y tras varias vueltas del susodicho papelito por diversos escritorios, culmina su viaje circular ante la misma ventanilla convertido ahora en muchos papelitos.
Su vida deambula entonces entre la somnolencia burocrática que llama «burolencia», en ese Banco en el que comienza a perfilarse su novela «Trasatlántico» y las noches en el café Rex, donde juega al ajedrez y trata de traducir «Ferdydurke» al castellano con la colaboración de sus amigos argentinos como Humberto Rodríguez Tomeu o el cubano Virgilio Piñera. La financiación de la edición correría a cargo de Cecilia Debenedetti. El propósito se logró, pero «Ferdydurke», muy polaca, por no tener el aval de París no conquistó a Buenos Aires. En realidad, tanto Gombrowicz, como sus colaboradores luchaban con el «anti-escándalo», sabían de antemano que no iba a pasar nada.
Fuera del «Rex», de sus periplos por pensiones como la de Venezuela al 600, o la de Boyacá, que ascendió a calle internacional como título de un libro de cuentos, Gombrowicz gustaba de hundirse en esa hondanada de Plaza Retiro que Borges compara con la muerte y el sueño. A esa Plaza, colmada de marineros y soldados, dedica algunas de las páginas más intensas de «Trasatlántico» y de su «Diario». «En una noche argentina, inmóvil, azul-negra, me dirigí a Retiro. Allí es donde la barranca se despeña en el rio y la ciudad al puerto baja. . . Abundan allí los marineros jóvenes. (A quienes se interesen en el punto debo aclararles que jamás, aparte de ciertas experiencias esporádicas en mi temprana juventud, he sido homosexual.) Así que no eran aventuras eróticas lo que iba a buscar en Retiro. ¿Qué buscaba?
La juventud. La juventud propia y ajena. Ajena, pues aquella juventud en uniforme de marinero o soldado, la juventud de aquellos ultrasencillos muchachos de Retiro, me era inaccesible…»
En el terreno de la crítica, nadie, salvo Emilio Soto, había intuido la importancia de Gombrowicz. Pero, como una suerte de reparación tardía, el gran director argentino Jorge Lavelli puso en París, cuando Witold ya era célebre, su obra «El casamiento».
Socialmente gozaban de su humor agudo, de su soberbia insolencia, de su poder para ocultar la pobreza, un reducido núcleo de amigos. Gente joven como el equipo de «los mufados» que dirigía Miguel Grinberg, la gente de «Eco Contemporáneo», la muchachada insolente de Tandil como «Guille», también rebautizado como «Flor de Q…», Juan Carlos Gómez, «Goma» para «Gombro», entre los que se sentía como Wilde cuando se proclamó «El Rey de la Vida». Muchachos que se criaron en su impertinencia, que emplearon «al Viejo» como un fortísimo ariete contra las fortalezas de la literatura argentina profesional y así lo dieron a conocer. También estaban Berni y los esposos Yadwiga Alicia Giangrande y Silvio «Ció» Giangrande. Pintora ella y escultor él, en cuya magnífica quinta de Hurlingham vivió, exageró sus fobias y huyó en circunstancias que merecen relatarse.
Allí, en el portón de «Piedra amorosa», nos recibieron. Íbamos con Pelliceri en busca de las huellas de «Gombro». Y encontramos mucho más de lo que podíamos suponer.
De enorme dulzura personal, los Giangrande abren los inmensos espacios verdes de su quinta a todas las apetencias de la sensibilidad. Entre esos ciruelos en flor, entre la estatuaria dolorosamente contemporánea de «Ció» y las abstracciones de Alicia, se abolieron mis vivencias. Cada paso que dábamos en ese atardecer del fin del invierno parecía la vuelta de otra hoja en la novela biográfica de Gombrowicz. Vi con sus ojos, al caer la noche, el turbio resplandor de Buenos Aires en la lejanía («el monstruo, del que ustedes creen que pueden escaparse en este oasis»). Oí a Beethoven que él revalorizaba contra la moda-Bach. Vi los gestos de esa sirvienta Elena («la loca me desorientaba, cuando iba a servir la sopa uno pensaba que en cualquier momento se iba a poner a cantar»), las inexplicables risitas en la cocina que le dictaba su paranoia y que finalmente hicieron que una noche, en que Alicia y Cío, lo habían dejado a solas con ella, Witold se escapará rumbo «al monstruo». Espié sus cartas, atadas con devoción por los dos artistas que lo habían amado con un fervor anacrónico, polaco, conmovedor. Que no lo recordaban con duelo, sino entre risas, como a él le hubiera gustado. Que no tenían fotos suyas porque les hubiera parecido una herejía sacarle una foto. ¡Tan luego a Gombrowicz!
La primera carta que Alicia me mostró revelaba en dos párrafos todo el absurdo de la existencia. «Gombro» ya célebre, ya acosado por los sones de la muerte confiesa: «tengo excelentes criticas, una hermosa casa en Vence, un cochecito muy mono, una mujer joven y hermosa, una renta de más de 1.000 dólares mensuales. Pero todo esto ha llegado ¡helás! demasiado tarde. Y sin embargo ¿qué pasaría si la seriedad con que me toman los europeos ahora me hubiera sido manifestada en los años de la Argentina? Creo que hubiera sido nocivo, porque mi literatura tenía que formarse en la soledad».
Durante dos largas, deliciosas e irreproducibles horas, los Giangrande me hablan con devoción y generosidad del gran amigo. Me entero así de que la amistad con Ernesto Sábato se da tarde, cuando ya Gombrowicz está en Berlín con la beca de la Fundación Ford y una noche de hastío y nostalgia, para aprehender a la Argentina (la patria, dice en una de sus cartas) devora «Sobre Héroes y tumbas» y se hacen amigos por correspondencia, hasta que Ernesto lo va a ver a su retiro francés de Vence y hablan mucho de la Argentina, se prologan mutuamente los libros y se reconocen como dos individualidades, como dos dinosaurios melancólicos que escapan a logias y etiquetas.
Alicia inagotablemente lee fragmentos del «Diario», de ese diario que le rebotaron en todas las editoriales («¿A quién le interesan las confesiones de un escritor polaco desconocido?» Y yo me pregunto ¿qué fama tenía Amíel cuando escribió el suyo?), fragmentos que hablan de la fámula loca, de esa quinta en la que estamos, de esta Argentina y este Buenos Aires que para mí están ya terriblemente contagiados, impregnados de Gombrowicz. Nos vamos. .. Ya sé que ha quedado mucho en el tintero.
Al volver, tomo el diario, uno mentalmente los dos puntos de la parábola gombrowiana en mí país, el primero y el último. El último los resume. Sigo sus pasos por los aturdidos momentos de su viaje hacía la fama… y la muerte. Voy con él a Corrientes 1528 («el Palomar» donde se cobija la más diversa pobretería, donde sobreviví quizás al periodo más difícil, aquél de fines de 1940, enfermo, sin un centavo»). Subo con él al cuarto piso, veo la puerta de su cuartito, toco el picaporte, viene el portero, no nos reconoce, nos echa. Huimos.
Y por fin estamos en el barco. El muelle se aleja y la ciudad se presenta a cerrar el libro. Se ve la Torre de los Ingleses y se ve el sol sobre los muelles del 39 que Gombrowicz pisó como turista, sin saber que le harían un chiste agridulce, chaplinesco, esos europeos que dejaba atrás para que le invadieran Polonia.
Atención, ya llegamos, falta poco, SU ULTIMA IMAGEN: «y de todo aquello la única cosa que no murió fue una mirada mía, que por motivos desconocidos me restará para siempre; miré casualmente al agua del puerto, por un segundo percibí un muro de piedra, un farol en la acera, al lado un poste con una placa, un poco más allá las barquitas y las lanchas balanceándose, el césped verde de la orilla… He aquí cuál fue para mí el final de la Argentina: una mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual, el farol, la placa, el agua, todo ello me penetró para siempre».

 
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