GOMBROWICZ Y EL MONSTRUO, de Silvana Mandolessi

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GOMBROWICZ Y EL MONSTRUO

Silvana Mandolessi

No es casualidad que junto a su novela más conocida, Ferdydurke, aquella que lo situaría como uno de los escritores centrales del modernismo polaco, Gombrowicz se entretuviera escribiendo por la misma época una novela gótica: Los hechizados (Opetani). Bajo el seudónimo de Z. Niewieski, Los hechizados aparece en folletín entre el 6 de junio y el 30 de agosto de 1939. El ataque alemán a Polonia interrumpiría la publicación.

A pesar de las previsibles diferencias de estilo y las circunstancias de su concepción, Los hechizados no es simplemente un desvío o un pasatiempo respecto de los temas “serios” que aparecen en Ferdydurke; al contrario, en el género gótico Gombrowicz seguramente encontraría condensados –como en estado puro– algunos de los elementos que vertebrarían toda su obra: la obsesión por los estados limítrofes en los que un cuerpo se desmembra y sus partes se vuelven indiferenciadas, la subjetividad anómala de un yo habitado por la otredad, las genealogías de una clase aristocrática que se degrada, ciertos estados paranoicos, persecutorios y sobre todo, emblemáticamente, una condición monstruosa que afecta a la subjetividad, que la define. En la literatura de Gombrowicz, el “monstruo”, que por supuesto no aparecerá en la piel de ninguna criatura sobrenatural, juega un rol fundamental; todos sus personajes principales –y por sobre todos ellos Gombrowicz mismo– padecen de una distorsión, una ligera o acusada rareza, un rasgo de singularidad que los aparta del común de los mortales, pero una rareza, que, al mismo tiempo, aparece como inclasificable, difícil de reducir a una fórmula. Si alguna virtud tiene el monstruo es precisamente la de ser, en última instancia, indecible, la de situarse fuera de toda grilla, enloquecerla. Me gustaría tomar esta figura para revisar la concepción de la subjetividad que vertebra la obra de Gombrowicz; ligarlas con elecciones estéticas y, finalmente, reflexionar brevemente sobre cómo lo monstruoso puede extenderse también a la definición de su país de acogida, Argentina.

En The Gothic (2004), dicen David Punter y Glennis Byron sobre la figura del monstruo:

Etimológicamente, el monstruo es algo a ser mostrado, algo que sirve para demostrar (del latín mostrare: demostrar) y para advertir (del latín monere: advertir). Desde el período clásico al Renacimiento, los monstruos fueron interpretados ya sea como signos de la ira divina o como presagios de catástrofes inminentes. Estos antiguos monstruos estaban frecuentemente formados de elementos incongruentes, como el grifo, con la cabeza y las alas de un águila, combinado con el cuerpo y las garras de un león. Los monstruos son incompletos, les faltan partes esenciales, o al contrario, como la hidra mitológica con sus múltiples cabezas, son grotescamente excesivos. (Punter y Byron, 2004: 263)

Y agregan:

Lo que es primordial para el Gótico es la función cultural que cumplen los monstruos. A través de la diferencia, ya sea en su apariencia o en su comportamiento, los monstruos sirven para construir y definir las políticas de lo “normal”. Situados en los márgenes de la cultura, vigilan los límites de lo humano, señalando las fronteras que no se deben traspasar. (263)

Como afirman Punter y Byron, la figura del monstruo está constituida a través de una dialéctica entre mostrar y ocultar, entre hacer ver y no dejar ver. El monstruo exhibe su diferencia o la diferencia es tan notoria que se exhibe a sí misma, pero al mismo tiempo, el monstruo está oculto y esto se debe al hecho de que el monstruo es semióticamente opaco. No entendemos, no podemos armar una figura coherente; en el final, solo somos confrontados con una pila de partes inconexas que se resisten a ser integradas en una totalidad.

Esta dialéctica de exhibición y ocultamiento es uno de los principales rasgos que exhibe Gombrowicz en sus textos. La apertura de su Diario, por ejemplo, es sintomática respecto al gesto de colocarse en el centro de la escena de escritura:

Lunes

Yo.

Martes

Yo.

Miércoles

Yo.

Jueves

Yo.

Viernes

Józefa Radzymińska me ha hecho llegar generosamente unos cuantos números… (Gombrowicz, 2005: 19)

En la entrada correspondiente al miércoles de 1954, escribe: “Yo soy mi problema más importante y posiblemente el único: el único de todos mis héroes que realmente me interesa” (170). Y en la siguiente frase, que cierra el pasaje: “Comenzar a crearse a sí mismo y hacer de Gombrowicz un personaje, como Hamlet o don Quijote (?!)” (170). Sin embargo, si gran parte de la obra de Gombrowicz está dominada por este impulso de devenir personaje en y de sus propios textos, este gesto convive con una cuidada estrategia de evitar todo retrato coherente, toda figura acabada, toda identidad que resulte de esa construcción. La multiplicidad de referencias al propio yo, en lugar de responder a la pregunta, solo conducen a intensificarla: ¿quién es Witold Gombrowicz? Esta pregunta se transformó en una frase emblemática en la crítica sobre Gombrowicz desde que Czesław Miłosz titulara “Who is Gombrowicz?” su célebre introducción a Ferdydurke. Ewa Ziarek afirma al respecto:

Si a pesar de las numerosas introducciones críticas y las deslumbrantes performances autobiográficas regresamos obsesivamente a la pregunta formulada años atrás por Czesław Miłosz ‒¿Quién es Gombrowicz?‒ es porque el ubicuo “yo” de Gombrowicz permanece como un enigma, una clave inquietante, un rompecabezas cuidadosamente orquestado para el que no hay una solución definitiva. (Ziarek, 1998: 7)

Gombrowicz escribió sobre sí mismo en varios textos autobiográficos. El más extenso –y para muchos críticos incluso su obra más importante– es su Diario, un texto de alrededor de mil páginas, escrito entre 1953 y 1969, y publicado en vida. Además, publicó Testamento, originado en una serie de conversaciones con Dominique de Roux, en el que sucintamente comenta su vida y su obra. Otro texto “menor”, también autobiográfico, y relevante para el contexto argentino es Peregrinaciones argentinas, en el que describe algunos viajes por el país. A estos textos autobiográficos es necesario agregar las numerosas intrusiones “autobiográficas” o autoficcionales de sus novelas. En Trans-Atlántico, el personaje principal se llama “Witold Gombrowicz” y en Cosmos, el protagonista, nuevamente, es “Witold”. Pero, para agregar más confusión, una estructura común de estas novelas es la duplicación del carácter principal. El protagonista es acompañado por un segundo personaje que usualmente domina la escena, propulsa la trama y comprende exactamente qué está sucediendo. Este personaje ocupa, frecuentemente, un lugar más destacado que el llamado Gombrowicz o Witold y, en el caso de Trans-Atlántico, por ejemplo, este segundo personaje –Gonzalo o “el puto”– actúa de manera idéntica a la que Gombrowicz ha descripto de sí mismo en su Diario.

¿Quién es realmente Gombrowicz en Trans-Atlántico? ¿Debemos confiar en el nombre propio e identificarlo con el personaje que lleva su nombre? ¿O es Gonzalo, el Puto, la representación encubierta y “real” de Gombrowicz? ¿Quizás los dos? ¿Quizás ninguno? Es la pregunta, precisamente, la que pone de relieve el juego que Gombrowicz establece con el lector: duplicándose y desdoblándose, como en esos laberintos de espejos en el que ya no sabemos con certeza dónde está uno y otro, la singularidad del “yo” se pierde, su estabilidad desaparece.

Leída como una estrategia para oscurecer la fácil asignación de una identidad al nombre “Gombrowicz” este juego de dobles es también monstruoso. Basta recordar que el motivo del doble es un tema típico del gótico y una de las variantes de lo monstruoso. No solo en el sentido en que toda duplicación oscurece o enturbia la límpida figura de lo singular, sino porque el tópico del doble convoca a la asociación monstruo-mal. El doble remite siempre a un aspecto oculto, silenciado, siniestro –en la versión de Freud– del yo; a su cara nocturna, casi siempre indisociable del mal. De hecho, su signo, su metáfora. Pero en Gombrowicz, en cambio, el motivo del doble reiterado en su obra, aparece privado de su connotación maligna; el otro que habita en nosotros no indica nuestro “lado oscuro”; indica sí, algo reprimido o algo oculto, pero no es vil, no en el sentido moral que el motivo del doble supone. Gombrowicz plantea una dualidad, la existencia de dos yo –o dos aspectos del yo– como constitutivos del sujeto, pero esta oposición no abarca el espectro bueno-malo, o normal-anormal, sino una dicotomía diferente: madurez-inmadurez. La madurez o, en términos de Gombrowicz, la forma, remite a la convención, a la repetición, a nuestro sentido gregario, a la inteligibilidad, a los roles ya fijados y a los modelos subjetivos disponibles.

Así, en Ferdydurke, como señala Saer, “la Moderna se viste, habla y actúa todo el tiempo como una persona moderna, de modo que acaba llamándosela así, como ella cree ser, ‘la Moderna’”. Saer advierte que “cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en arquetipo, en caricatura” (Saer, 1989: 19). Saer es exacto en este sentido: la normalidad en Gombrowicz refiere lo caricaturesco. Del lado del monstruo, no está el mal sino la protección contra la futilidad de la caricatura, contra la banalización de un yo que es siempre infinitamente más diverso, informe y múltiple, que lo que la normalidad del yo que participa del juego social nos obliga a acatar. El “yo” de Gombrowicz se inspira no en el cogito cartesiano, sino en la concepción del ser propuesta por el Barroco y para esto sirve la asociación con el monstruo.

En Celestina’s Brood, González Echevarría (1993: 198-199) describe la concepción del yo característica del Barroco como la asunción de la extrañeza del Otro, como una conciencia de la extrañeza del Ser. Ser es ser un monstruo, al mismo tiempo uno y el otro, el mismo y diferente. Lo que está en juego es una conciencia de la otredad dentro de uno mismo, de la novedad. En este sentido, la sensación de Ser en el Barroco es más concreta que la del cogito de Descartes, es más tangible. Es una sensación de la propia rareza, de la singularidad, de la distorsión. Es esta sensación la que está en juego también en los pasajes autobiográficos –tanto como las intrusiones autoficcionales– de Gombrowicz. Este retrato del yo como un monstruo –singular, raro, distorsionado–aparece también íntimamente vinculado a la problemática de la autenticidad. Si el yo normal, institucionalizado, el yo que se identifica con un rol para participar del intercambio social es estigmatizado en Gombrowicz como pura “convención”, la dimensión de la propia otredad surge en cambio como una dimensión no regulada por las convenciones. Al no estar regulada, sin embargo, carece de su propio lenguaje, de un lenguaje para expresarse. De allí que la dimensión de lo monstruoso sea fundamental en la obra: uno de sus principales objetivos radica precisamente en encontrar un lenguaje para expresar esa rareza:

Si el hombre no puede expresarse no es solo porque los demás lo deforman, no puede expresarse, sobre todo, porque solo es expresable lo que ya está en nosotros ordenado y maduro, mientras todo lo demás, es decir, precisamente nuestra inmadurez, es silencio. (Gombrowicz, 2005: 343)

Un segundo rasgo del monstruo es su carencia de unidad. En todas sus variantes, el monstruo es, sin excepción, un ser híbrido. Uno de los muchos ejemplos que aparecen en las descripciones propuestas por Umberto Eco en Historia de la fealdad registra un listado de distintos monstruos de la mirabilia medieval, en los que se conjugan, de manera siempre caótica y discordante, partes de distintos tipos de animales:

Temibles eran sin duda el basilisco de aliento envenenado, la quimera de cabeza de león y cuerpo mitad dragón y mitad cabra, la bestia leucrococa (con cuerpo de asno, la parte trasera de ciervo, los muslos de león, pies de caballo, un cuerno bifurcado, una boca cortada hasta las orejas de la que salía una voz casi humana, y un solo hueso en vez de dientes) o la manticora (con tres filas de dientes, cuerpo de león, cola de escorpión, ojos azules, tez de color sangre y silbido de serpiente). (Eco, 2007: 116)

También es usual que el monstruo aparezca no solo como una combinación de partes de distintos animales, sino de fragmentos donde se mezcla lo humano y lo animal, como es habitual, por ejemplo, en la representación del diablo, figura “humana” que sin embargo está dotada de cola, orejas de animal, barba de cabra, garras, patas y cuernos (Eco 2007: 92). Mezclas caóticas, anomalías que desafían, en cada caso, la posibilidad de clasificación. Si el monstruo es, emblemáticamente, una reunión inconexa de partes sueltas, no es casual que Gombrowicz proponga en Testamento un retrato de sí mismo como ensamblaje. Gombrowicz se refiere a su desarrollo como una conjunción anómala –y sin integración– de distintas posibilidades, o de distintas personalidades:

Yo estaba creciendo. En tres vías distintas, sin nada en común entre ellas.

En primer lugar, en cuanto “hijo de buena familia”, educado, bastante sano, ni feo ni guapo, solo pasable, haciéndole la corte a sus primas, alumno mediocre, un tanto enmadrado, delicado, inquieto, y al mismo tiempo burlón, parlanchín, provocador (…)

En segundo lugar, en cuanto ateo e intelectual, y ya coqueteando con el arte (…)

En tercer lugar, en cuanto ser anormal, retorcido, degenerado, abominable y solitario, que camina pegado a las paredes. ¿Dónde buscar ese fallo secreto que me arrojaba lejos del rebaño humano? ¿En las enfermedades físicas? Lo cierto es que, a excepción de unas ligeras fiebres de origen pulmonar, nada graves, frecuentes por otra parte en los muchachos de mi edad (y que me obligaban a pasar uno o dos meses en la montaña), gozaba de bastante buena salud… ¿De dónde podía pues provenir esa laxitud interior que hacía de mí, muchacho más bien alegre, un monstruo extraño, atraído por todas las deformidades, por todas las aberraciones de la existencia? Era –y lo asumía sin la menor sorpresa, sin sombra de protesta– un ser anormal que en ningún momento podía confesar a nadie lo que era, y condenado a esconderme, a “conspirar”. (Gombrowicz 1991: 38)

Mucho más intenso es el carácter monstruoso que presenta en un texto breve titulado “Yo y mi doble”. El texto narra la aparición a Gombrowicz de una especie de fantasma o espíritu que resulta ser su doble. La descripción del “otro” está dominada por la asimetría, la incongruencia, y, en definitiva, por la sensación de asco que produce en el “Gombrowicz” que lo mira:

Y yo seguía mirándolo, examinándolo como si se tratara de una vaca de feria, un ganso, un puerco atrapado, y hacía el inventario. La locura de los inventarios me invadió. Una oreja demasiado corta, la nariz chueca, una pierna enferma, en los ojos algo desagradable, una afectación estúpida: un producto fallido, una vaca deforme, un objeto estropeado, un error, una calavera, una rareza, una criatura extravagante, ni buena para la crianza ni para el matadero. (Gombrowicz, 1996: 5)

“Era… un ser anormal”, afirma Gombrowicz de sí mismo en Testamento. En otro pasaje: … (un) joven de lo más normal en apariencia (a pesar de algunas extravagancias inofensivas) y que, sin embargo, en el fondo de su corazón no albergaba ilusión alguna respecto a su condición de oveja negra, marginada del rebaño, en el camino que no lleva a ninguna parte, y se sabía favorable a todas las formas, incluso las más estrafalarias, como esas figuritas de guatepercha que permiten ser modeladas indefinidamente y con las que se puede fabricar el monstruo más espantoso. (Gombrowicz, 1991: 40)

Como Eco y otros autores remarcan, es la hibridez del monstruo, el hecho de ser una reunión de partes inconexas, que nunca alcanzan una integración coherente, lo que lo constituye en cuanto tal. El monstruo –o lo monstruoso– queda así asociado a una dinámica incontrolable, a su capacidad ilimitada de mutación, a su desafío permanente a alcanzar una forma definitiva y a permanecer en ella. Conjugando las tres distinciones propuestas por Stewart, el monstruo aparece como una representación –figurativa– de lo anómalo, lo ambiguo y lo ambivalente. De acuerdo a Stewart (1989) lo anómalo se sitúa entre las categorías de un sistema de clasificación dado; lo ambiguo es lo que no puede ser definido en términos de ninguna categoría; lo ambivalente es aquello que pertenece a más de un dominio al mismo tiempo. Esta hibridez es la característica principal que define la subjetividad en Gombrowicz. Dice Ladagga refiriéndose al prefacio al Filifor en Ferdydurke –y en relación con la concepción del sujeto que allí aparece:

La primera admonición (y la columna vertebral de la “filosofía” del texto) es que no importa cuánto él quiera asegurarse de su consistencia, todo individuo está hecho de partes, y la sutura de esas partes nunca puede darse por perfectamente acabada, de modo tal que toda integración es, de suyo, precaria: todo humano es un montaje de componentes y de fuerzas (“partículas” es la expresión que el texto prefiere) que nunca puede desprenderse enteramente de cierto margen de incoherencia, porque cada “partícula” de sí obedece a sus propias tendencias, y éstas no siempre favorecen los intereses de la totalidad que las incluye. “La Humanidad… es una mezcla de partes”, “el hombre” es “una fusión de partes de cuerpo y partes de alma” (73), dice el texto (…) Esta “filosofía” del “Prefacio al Filifor…” podría describirse, en una forma simplificada, de este modo: todo humano es un compuesto de partes, dominado, a causa de una fatalidad de imitación, por una propensión a mutar bajo la influencia de los otros, que posee la voluntad de darse a sí mismo como totalidad estabilizada y coherente, pero cuya pretensión de hacerlo no puede no fallar, a causa de una originaria languidez que constantemente lo conduce a establecer contacto con lo que, en sí mismo, pertenece a la dimensión de la incoherencia, la mutabilidad, el dominio larvario sobre el cual se edifica la impresión de su propia suficiencia. (Ladagga, 2000: 83)

El monstruo funciona así no solo como una descripción de lo que Gombrowicz cree que es el sujeto –una reunión de partes heterogéneas y también un deseo de esa heterogeneidad– sino como una advertencia, o una suerte de protección contra el peligro de las formas significantes que el juego social impone a la subjetividad. Aquí, inversamente a la función clásica del monstruo, cuya misión es resguardar en la cultura los límites de lo normal, en Gombrowicz los monstruos aparecen para recordarnos los peligros que acechan en esa normalidad. Los monstruos, ellos mismos carentes de forma –o con una forma excesiva, impropia, solitaria– son la encarnación de ese impulso repetidas veces retratado en la literatura de Gombrowicz de la caída en la indiferenciación –la escena está en Ferdydurke, en Trans-Atlántico y también en algunos cuentos de Bakakai.

 

Argentina y la no-definición o el país monstruoso que Gombrowicz hizo suyo

¿En qué sentido podríamos hablar de la representación de Argentina en la obra de Gombrowicz como la de un país monstruoso? Una característica la liga con la definición del monstruo, y es la insistencia de Gombrowicz en definir a Argentina como un país informe, que resiste la clasificación:

¿Qué es la Argentina? ¿Es una masa que todavía no ha llegado a ser un pastel, es sencillamente algo que no tiene una forma definitiva, o bien es una protesta contra la mecanización del espíritu, un gesto de desgana o indiferencia de un hombre que aleja de sí mismo la acumulación demasiado automática, la inteligencia demasiado inteligente, la belleza demasiado bella, la moralidad demasiado moral? En este clima, en esta constelación podría surgir una verdadera y creativa protesta contra Europa, si…, si la blandura encontrase un método para hacerse dura…, si la indefinición pudiese convertirse en un programa, o sea, en una definición. (Gombrowicz, 2005: 112)

Esta es la “definición” más acabada que Gombrowicz provee en su Diario sobre la Argentina. La definición es paradójica puesto que lo que caracteriza a Argentina es, para Gombrowicz, precisamente la no-caracterización, el ser “una masa que todavía no ha llegado a ser un pastel”, algo que “no tiene una forma definitiva”. Esta definición no es original si tenemos en cuenta el contexto en que se produce, un contexto en el que la noción de inmadurez, utilizada por todos los viajeros del período, apunta también al sentido de “aún no”, de “todavía no”, de un proceso que aún no ha llegado a su fin, de un país que todavía debe descubrir quién es, y, a partir de allí, desarrollar y consolidar una personalidad. Lo que sí resulta original es que, a diferencia de los otros viajeros intelectuales del período, Gombrowicz otorga a esta incompletud un carácter positivo. En lugar de desarrollarse y alcanzar una forma definitiva, el potencial de Argentina se encuentra en permanecer en la no definición. Gombrowicz propone que la indefinición se convierta en programa, es decir, en una definición. Argentina vendría a encarnar entonces un momento, el momento en que los rígidos límites de lo simbólico tiemblan, se vuelven difusos, en que la solidez y la certeza del sistema se confunde y cada identidad duda de sí misma.

Acorde con esta definición, el lugar que Gombrowicz elige ocupar en Argentina es también un lugar en tensión, dentro y fuera.
Argentina puede ser concebida como un país “abyecto”, aquel en que aparece como el reflejo del propio yo, es decir, de Gombrowicz mismo. Identificación no significa aquí integración, no significa la adopción del país como tierra de acogida. Sería contradictorio que Gombrowicz, que a lo largo de toda su obra incita a desligarse de los sentimientos nacionales por considerarlos una pesada carga, eligiera vincularse a Argentina apropiándose de una identidad cultural –en el caso que esta existiera, cosa que Gombrowicz niega. La posición que Gombrowicz asume frente a su tierra natal – Polonia– y su patria de adopción –Argentina– lo convierte en un claro ejemplo de un escritor que elige cultivar deliberadamente la tensión, en lugar de ensayar formas de reconciliación. Gombrowicz no se integra a los círculos intelectuales argentinos y cultiva su prolongada estancia en el país como una permanencia casual, un exilio que brinda sus frutos –tanto existenciales como literarios– solo si es posible hacer de Argentina una metáfora de la aterritorialidad.

Analizando la situación del exilio en Gombrowicz, Agnieszka Sołtysik subraya este hecho: el escritor polaco elige situarse en la brecha que separa la cultura adoptiva de la de origen. En efecto, Sołtysik califica a Gombrowicz como un “specular border intellectual”, según la noción propuesta por Abdul JanMohamed. Este modelo de identidad intelectual difiere del escritor exiliado, que cuida las heridas del pasado, del inmigrante, deseoso de abrazar la cultura receptora, y del “syncretic border intellectual”, quien combina elementos de una y otra cultura en nuevas formas sincréticas, en el hecho de que mantiene una postura crítica hacia ambas (o todas) las culturas que él intersecta:

Inmerso en diferentes grupos o culturas ‒explica JanMohamed‒ ninguna de las cuales se considera suficientemente productivas, el “specular border intelectual”, más que combinarlas somete a las culturas a un escrutinio analítico; utiliza ese espacio intersticial cultural como un lugar fructífero desde el cual definir, implícita o explícitamente, posibilidades utópicas, comunidades diferentes. (JanMohamed, citado en Sołtysik, 1998: 247)

A pesar sin embargo de ocupar un espacio intersticial, de situarse en la brecha que separa la cultura adoptiva de la de origen, no resulta casual que Gombrowicz termine definiendo a Argentina con los mismos rasgos con que se define a sí mismo –la indefinición, lo bajo, lo abyecto. Y tampoco es casual que, mientras identifica claramente a la Argentina “madura” con el círculo de Victoria Ocampo y con Borges, deje “vacío” el nombre que representaría a esa otra Argentina que propugna como la verdadera. En este vacío –el que daría al país la estética que le es propia– no cabe leer otro nombre que el de Gombrowicz mismo.

 

Bibliografía

Eco, Umberto (2007). Historia de la fealdad. Barcelona: Lumen.

Gombrowicz, Witold (1991). Testamento. Barcelona: Anagrama.

—– (1996). “Yo y mi doble”, en Primer Plano, 11/8/96.

—– (2005). Diario. Barcelona: Seix Barral.

González Echevarría, Roberto (1993). La prole de Celestina. Continuidades del Barroco en la literatura española y latinoamericana. Durham (N. C.): Duke Univers

Laddaga, Reinaldo (2000). Literaturas indigentes y placeres bajos. Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, Juan Rodolfo Wilcock. Rosario: Beatriz Viterbo.

Punter, David y Byron, Glennis (2004). El Gótico. Oxford: Blackwell.

Saer, Juan José (1997). “La perspectiva exterior: Gombrowicz en la Argentina”, en El concepto de ficción. Buenos Aires: Ariel. Págs. 18-31.

Sołtysik, Agnieszka (1998). “La lucha de Witold Gombrowicz con la Forma heterosexual: de un Yo nacional a otro performativo”, en Ziarek, Ewa Płonowska (ed.), Las muecas de Gombrowicz: modernismo, género, nacionalidad. Nueva York: SUNY Press. Págs. 245-265.

Ziarek, Ewa Płonowska (ed.) (1998). Las muecas de Gombrowicz: modernismo, género, nacionalidad. Nueva York: SUNY Press.

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.