“Ferdydurkistas” en la pampa salvaje: Witold Gombrowicz en Tandil

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Ferdydurkistas” en la pampa salvaje: Witold Gombrowicz en Tandil

Ricardo Pasolini

 

La reciente aparición de Evocando a Gombrowicz, el libro de Miguel Grinberg que recopila los relatos, las percepciones y las afectividades que el escritor polaco logró generar en la cofradía de sus discípulos argentinos, ha recolocado un interesante problema relacionado con los modos de lectura de la obra de Gombrowicz en Argentina. El libro recopila gran parte de los testimonios-homenaje que el propio Grinberg publicara en el dossier especial dedicado al escritor polaco en su revista Eco Contemporáneo, allá por 1963, y también las colaboraciones de quienes tuvieron con él algún vínculo cultural cercano, como el dramaturgo Jorge Lavelli. Si bien este dato editorial no deja de resultar sumamente importante a la hora de configurar un corpus documental e interpretativo sobre un escritor tan original, crea a la vez la sensación de que aún pareciera necesaria una cierta militancia en los alrededores de la figura de Gombrowicz para instalar definitivamente la lectura de su obra, o incitar el estudio de la misma.

Si en 1963, de lo que se trataba era de rescatar simbólicamente a Gombrowicz de su lugar de outsider del campo literario argentino, una operación celebratoria mediante la cual la barra de “mufados” de Eco Contemporáneo intentó una filiación estética, y a la vez, un distanciamiento de los modelos estetizantes o comprometidos que dominaban las concepciones de la literatura en los primeros años ’60, hoy, en cambio, si bien Gombrowicz ya ha sido incorporado al panteón de la literatura occidental, la excentricidad de su personalidad en algún sentido ha dominado por sobre la lectura de su obra, de tal suerte que son muy pocos los estudios académicos destinados a la imago mundi gombrowicziana, hasta el punto de que siguen siendo los discípulos de ayer quienes aún tienen algo que narrar, desde una memorialística que frecuentemente se aleja del anecdotario para alcanzar una perspectiva filosófica.

El objetivo de este artículo es doble: por un lado, intento rastrear el itinerario de Witold Gombrowicz en Tandil para dar cuenta de la particular relación que estableció con un grupo de jóvenes cultos ligados al centro cultural Ateneo Rivadavia, grupo que constituyó “míticamente” lo que se reconoce como uno de los polos más fecundos del mundo de las referencias y las relaciones culturales del polaco en Argentina (El grupo de Tandil). Por otra parte, me interesa rescatar el contexto cultural e ideológico de esta relación. Es decir, la mise en scène de un sustrato particular de prácticas culturales, símbolos y representaciones que ayudan a entender el porqué del impacto de Gombrowicz en Tandil. En rigor, se trata de establecer qué particular disposición de lectura se puso en juego en ese Tandil de los últimos años ’50 y primeros ’60, para que Gombrowicz fuera aceptado por los jóvenes tandilenses, y al mismo tiempo, establecer el tipo de ruptura cultural que se articula a partir de su figura en un marco cultural general más amplio al de las manifestaciones locales, en el que se está dando una suerte de internacionalización de los discursos sobre lo cultural, donde a las manifestaciones de la cultura letrada se le superponen nuevos registros de la cultura de masas propia de la segunda postguerra.

La polémica Gombrowicz-Salceda

En octubre de 1957, Witold Gombrowicz mantuvo en Tandil una conversación polémica con Juan Antonio Salceda, un escritor comunista que se había formado en el clima cultural de la izquierda de los años ’30, dominada por los tópicos del antifascismo y por una noción de la literatura que encontraba su legitimación en el tópico del compromiso político del escritor. El diálogo fue narrado por el propio Gombrowicz en su Diario Argentino, y tiene fecha de ese mismo mes y año. Según el escritor Jorge Di Paola, quien es reconocido como uno de los discípulos argentinos de Gombrowicz, el hecho de que el polaco haya nombrado a Salceda en su Diario bajo el apodo de Cortés, no revela otro motivo que el de protegerlo de problemas, dada la proximidad de Salceda al Partido Comunista Argentino. Sin embargo, el apodo parece más una ironía de Gombrowicz ante las características personales de Salceda que un intento de liberarlo de alguna potencial persecusión policial. Es probable que el episodio haya sido narrado en su Diario al solo efecto de operar un distanciamiento filosófico, un ejercicio de construcción de un argumento personal antitético al ideario de Salceda. Sin embargo, la visita de Witold Gombrowicz a Tandil -quien llegó a esa ciudad afectado por sus dolencias respiratoria en un intento por escapar del clima húmedo de Buenos Aires-, revela algo más que sus virtudes para apodar perseguidos políticos. Explicita, dada su posición extraña en el campo intelectual argentino, el clima de ideas que dominaba en la galaxia intelectual comunista de la Argentina de los años ’50, la dinámica y los conflictos del mundo cultural local, y la crisis de la noción de intelectual que integró el compromiso con la solución utópica.

Al momento de su llegada a Tandil, Gombrowicz tiene en su arcón intelectual una novela programática, Ferdydurke, que ya conoce una poco feliz edición castellana. «Ferdydurke (…) era algo imprevisto. No respondía ni al sector del mundo literario que, bajo el signo de Marx y del proletariado, reclamaba una literatura política, ni al que nutría su inspiración en las corrientes ya consagradas de Europa», escribe en su Diario, refiriéndose tanto al impacto de la edición argentina de Ferdydurke, como a su posición en el campo literario argentino de la época.

Al menos cuatro jóvenes en Tandil la habían leído: Juan Carlos Ferreyra, Jorge Di Paola, Mariano Betelú y Jorge Vilela.

«Uno camina por el medio de la plaza bajo el sol ardiente y el fresco aire de la primavera. Gente. Rostros. Era un solo rostro, siempre el mismo, caminando detrás de algo, arreglando algo, diligente, sin prisa, honestamente sereno…», escribe Gombrowicz en su Diario un miércoles de octubre de 1957. Gombrowicz también narra en su Diario que esos primeros momentos en Tandil se caracterizaron por el aburrimiento que la vida provinciana parecía provocarle. Decidió entonces presentarse en la redacción del diario Nueva Era, diciendo que era un escritor extranjero y preguntando no sin ironía si había en la ciudad ”alguien inteligente a quien valiera la pena conocer». El redactor de Nueva Era protestó ofendido: «aquí no escasean los intelectuales, la vida cultural es rica, si sólo pintores hay cerca de ’70. ¿Y hombres de letras? Tenemos a Cortés, que se ha hecho ya de nombre en la prensa de la Capital…».

Cortés, apodo con el que Gombrowicz menciona a Salceda, acababa de publicar su libro Aníbal Ponce y el pensamiento de Mayo (1957), y contaba en su haber intelectual con la que fue seguramente su obra más conocida: Prometeo. El humanismo del mito (1953), un ensayo en el que a partir del estudio del mito de Prometeo se articula una exaltación de la Unión Soviética. No parece extraño, entonces, que el redactor de Nueva Era haya pensado en él a la hora de encontrar un representante que le mostrara al escritor extranjero la dimensión que había adquirido el pensamiento en la ciudad. Además, Salceda también había sido cofundador del Ateneo Rivadavia junto a José Antonio Cabral, director del vespertino; al tiempo que desde hacía más de una década, colaboraba con sus comentarios periodísticos tanto en El Eco de Tandil, como en Nueva Era. Pero hay otro dato interesante que aporta este redactor gracias al Diario de Gombrowicz: Salceda ya se había hecho de un nombre en la prensa de la Capital. Los mecanismos simbólicos que se implementaron en el mundo cultural local, ante la aparición de la primera edición de su Prometeo, dan cuenta de que la publicación de esa obra le otorgó a Salceda una suerte de documento de existencia literaria más allá del ámbito local, en particular, en ese espacio del campo intelectual de Buenos Aires que nucleaba a los intelectuales de izquierda. Sin embargo, el hecho de que la prensa capitalina encontrara en ese libro un elogio del humanismo y de la humanidad esperanzada en el cambio social, fascina menos al redactor que la certeza de que es alguien de Tandil quien recibe los elogios. En la voz del redactor que nos presenta Gombrowicz, lo dicho se vuelve un argumento netamente localista, que pretende consumar la legitimación intelectual de Salceda a partir de uno de los mecanismos que en provincia suele adquirir la representación del éxito: la conquista deseada de la Metrópoli a partir del reconocimiento simbólico de un lugar propio.

La paz de los brutos

El redactor se apresura a contactarlo con Salceda, por lo que Gombrowicz acuerda encontrarse con él, al día siguiente, en el Ateneo Rivadavia.

«Es una biblioteca bastante grande, 20 mil volúmenes, en el fondo, una pequeña habitación donde se desarrolla precisamente, una sesión cultural. A mi llegada las deliberaciones terminaban y Cortés me presenta con las personas reunidas. Después de cinco minutos de conversación estoy al corriente: Cortés, comunista-idealista, soñador, buena gente, lleno de buena voluntad, benévolo, humano; la muchachita de quince años no es una muchachita sino que tiene veintitantos y es la mujer de aquel otro joven, también idealista, sublimado por Marx; la secretaria, en cambio, es católica, también es católico militante el tercer señor parecido a Rembrandt. Los une la fe».

La imagen de ese mundo de Biblioteca que nos brinda Gombrowicz se apoya en la idea de la existencia de dogmas que se apropian de los fieles, ya sea en su versión católica o comunista. Fieles unidos por la fe. Mediante el recurso irónico de los «cinco minutos» y una adjetivación excesiva, Gombrowicz pretende establecer una diferenciación en dos niveles: en principio, la de extranjero en el ámbito local («después de cinco minutos estoy al corriente…»). Luego, la supuesta supremacía de su inteligencia: Gombrowicz sabe de qué tema y desde qué lugar ideológico o religioso están hablando esas personas, y se fastidia:

«De repente Tandil se me sube a la cabeza, ese insulso, rancio, burdo substrato de vida modesta, limitada, tras la que están (…) concretizados en ella por los siglos de los siglos.

– ¡Dejen vivir en paz a la gente!, les digo.

– Pero…

– ¿De dónde sacan que todos deban ser inteligentes e ilustrados?

– ¡¿Cómo?!

 – ¡Dejen en paz a los brutos!».

Gombrowicz relata que Salceda tomó una pluma en la mano, miró la punta levantada hacia la luz, y luego la sopló. «No nos entendemos -dijo como apenado». Decirle a Salceda que los brutos debían permanecer en la brutalidad por los siglos de los siglos, representaba sin duda un intento de provocación mayúscula, pero sobre todo, la personificación de la antítesis de su pensamiento. Parece obvio que Gombrowicz en su Diario utiliza estos hechos en función de un estrategia de distanciamiento y ridiculización de la ideología literaria de los integrantes del Ateneo. Las entrevistas realizadas a Beatriz Inés Gutiérrez -secretaria del Ateneo en esta ésa-, muestran que no había en el núcleo del Ateneo miembros explícitamente católicos, aunque sí resultaba muy afín a los contenidos mencionados por Gombrowicz la política cultural del Ateneo, basada en una noción pedagógica de la acción cultural.

En 1953, sólo cuatro años antes de que este extravagante escritor se presentara en la redacción de un vespertino de provincia, Salceda había escrito que «la liberación del hombre que hasta hace poco era una utopía de los espíritus esclarecidos, hoy es una realidad de multitudes. Prometeo ya ostenta orgulloso en sus manos fuertes las cadenas rotas». Entonces, ¿cómo concebir dado el carácter prometeico del pensamiento, que la idea de que los brutos debían quedar en la paz de la ignorancia? Salceda tiene una respuesta y escribe profetizando la inevitabilidad del comunismo: «El hombre prometeico, que es el héroe de la historia, desaparece en la nebulosa irracional para dar paso al individuo angustiado que se halla solo y busca una respuesta frente a la soledad. Este no interroga al porvenir por que le teme insultante. No mira a su entorno porque le aterroriza el cambio. Entonces, elimina del pasado la vida, y se queda con la muerte. Despoja a la tragedia de su sentido histórico y la viste con su propio traje brillante, pero vacío. Viste un cadáver y se consuela dialogando con él, mientras la vida pasa a su lado, tumultuosa, ahogando su discurso con voces de multitudes en marcha hacia el porvenir».

Los integrantes del Ateneo Rivadavia también construyen su imagen de Gombrowicz, y él mismo en su Diario, la presenta como solución de aquel encuentro inicial: «No nos entendemos, dijo Cortés, (…) y un joven murmuró desde la sombra, hostil, mordazmente: – Usted debe ser fascista, ¿verdad?».

La declaración

Es viernes. En la Biblioteca, Gombrowicz dijo demasiado. Después de todo solamente se trataba de ocupar el tiempo en una ciudad desconocida. Se reveló aristócrata y fue proclamado fascista. No parecía malo el resultado de la charla si alguien se autodefine como un provocador, como gustaba hacerlo Gombrowicz. Sin embargo, decide hablar con Salceda, recomponer el vínculo que le permite a los intelectuales confrontar. Se trata, entonces, del encuentro entre un intelectual que se halla en la frontera del campo cultural argentino, con otro que, intermitentemente entra y sale de ese campo: recordemos que con la publicación de Ferdydurke en 1947, Gombrowicz ingresó a la industria cultural nacional, pero finalmente terminó alejado de ella y de los circuitos culturales reconocidos. Así, Salceda y Gombrowicz se reunieron al día siguiente al pie de El Calvario y polemizaron nuevamente:

«Escribo esto después de otra conversación con Cortés, la que en vez de suavizar, agudizó. Estaba irritado, me fastidiaba lo angélico de ese sacerdote comunista (…) Le dije que la idea de la igualdad contradice toda la estructura del género humano. Lo que hay de más maravilloso en la humanidad, lo que decide de su genialidad en relación con las otras especies, es precisamente el hecho de que un hombre jamás sea igual a otro hombre, en tanto que una hormiga es igual a otra hormiga. He aquí las dos grandes mentiras contemporáneas: la mentira de la Iglesia de que todos los hombres tienen un alma igual; la mentira de la democracia de que todos tienen el mismo derecho al desarrollo (…) No niego -añadí- que la sensación óptica es indudable: todos somos más o menos del mismo tamaño y tenemos los mismos órganos… Pero en la monotonía de esta imagen irrumpe el espíritu, esa propiedad específica de nuestra especie y que logra que nuestra especie se vuelva en su seno tan diferenciada, tan abismal y vertiginosa, que entre hombre y hombre surjan diferencias cien veces mayores que en todo el género animal (…) ¡Bah!, menos difiere el campesino del caballo que de Valéry o San Anselmo (…)

Cortés me miraba con ojos de intelectual herido. Sabía lo que pensaba: ¡Fascismo!, y yo enloquecía de gozo al proclamar esta Declaración de Desigualdad, ¡porque la inteligencia se me transformaba en agudeza, en sangre!».

Síntesis de la concepción witoldiana del género humano, la cita resume también su idea acerca de la organización social: el elogio de la desigualdad natural, y sobre todo, de su papel en tanto intelectual: es decir, cierto regodeo en la defensa de posiciones antitéticas ante espacios, prácticas e ideas consolidadas. No obstante, ambos elementos de esta concepción no podrían entenderse sin mencionar su Teoría de la Forma, que Gombrowicz plasmó inicialmente en Ferdydurke, pero que puede observarse en el resto de sus obras también como problemática fundamental. Dice Gombrowicz:

«(…) En un grupo reducido de personas que discurren libremente -escribe- notaréis esta necesidad de acoplarse en tal o cual forma que se crea de un modo casual e independientemente de su voluntad, por la mera fuerza de adaptación mutua….es como si el conjunto le designara a cada uno por separado su lugar, su ‘voz’ en la orquesta. ‘La gente’ es algo que tiene que organizarse a cada momento (…) Y allí, donde surge la forma, tiene que haber Superioridad e Inferioridad… he ahí por qué ocurre en los hombres el fenómeno del enaltecimiento de alguno a costa de los demás… y tal impulso hacia arriba para proyectar a uno, aunque absurdo e injusto, es sin embargo una necesidad imprescindible de la forma, es también la creación en la humanidad de una esfera superior; divide a aquélla en pisos, desde el seno del vulgo se levantará un reino más majestuoso, que será para los inferiores a la vez un peso terrible y una exaltación maravillosa. (…) ¿No posee este fenómeno caracteres divinos al ser efecto de una fuerza interhumana, o sea de orden superior y creadora en relación a cada uno de nosotros considerado individualmente?».

La noción de forma alude a la de identidad y diferencia, que se convierte además en una versión de la oposición dialéctica yo-otro. Acercándose a Sartre, Gombrowicz piensa que la constitución del propio yo se basa únicamente en la relación intersubjetiva, en el vínculo interhumano que establece el lugar que ocupa cada uno en la existencia. En el mundo witoldiano, la fenomenología de lo interhumano se encuentra mediatizada por la instancia de la forma, que se crea libremente «de un modo casual e independientemente» de la voluntad de los individuos.

Así, el mundo de lo real aparece ya dado expresando la forma, que a la vez es constantemente construida por los hombres, y estos determinados por ella. Pero en Sartre, «el hombre está condenado a ser libre, está condenado a cada instante a inventar el hombre», puesto que al no existir Dios, el ser solamente puede constituirse en la intersubjetividad. En este sentido, Gombrowicz no es menos existencialista, pero su deseo es el de captar la existencia en movimiento, y para ello hace falta un acto de conciencia:

«Cuando logremos compenetrarnos bien con la idea de que nunca somos ni podemos ser auténticos, que todo lo que nos define -sean nuestros actos, pensamientos o sentimientos- no proviene directamente de nosotros sino que es producto del choque entre nuestro yo y la realidad exterior, fruto de una constante adaptación, entonces, a lo mejor la cultura se nos volverá menos cargante».

La Solución Gombrowicz es ante todo un refugio ante la cultura, y más específicamente un refugio ante la hegemonía de la esfera de lo Superior:

«…nuestro arte -escribe en el prefacio a la edición castellana de Ferdydurke- se ha vuelto demasiado ‘artístico’ (…) Estamos en la situación de un niño que se ve obligado a llevar un traje demasiado grande para él y en el cual se siente incómodo y ridículo; el niño no puede quitárselo puesto que no tiene ningún otro, pero, por lo menos, puede proclamar en voz bien alta que el traje no está hecho a medida, y de tal modo establecerá una distancia entre el traje y su persona. Esto significa: tomar distancia frente a la forma».

No parece extraño, entonces, que Gombrowicz prefiera las reuniones de la Confitería Rex de Tandil, a las sesiones culturales del Ateneo Rivadavia, donde se vería obligado a escuchar las bondades de la solidaridad universal que profesaba Juan Antonio Salceda. No parece extraño tampoco, que sus reuniones más felices incorporen a un pequeño grupo de adolescentes que merced a la Biblioteca Rivadavia han podido acceder a la lectura de Sartre, Thomas Mann, Joyce, y que sin saberlo parecieran estar cometiendo el parricidio cultural de la ciudad, al optar por la inmadurez explícita que proponía Ferdydurke y la presencia de Gombrowicz, ante la consolidación del ideario comunista que plasmaba el Prometeo de Salceda.

«Todos ellos escriben. Tengo pues ya lo que quería: lectores y una peña de artistas en el café y colegas. Es una lástima que ninguno de mis colegas tenga más de ’20 años». La opción de Gombrowicz es clara: la Rex local, ámbito de una nueva sociabilidad cultural, una sociabilidad informal, por la Biblioteca Rivadavia; los jóvenes -en tanto grupo social que comienza a tener prácticas propias-, por los maduros, los que alcanzaron la forma de la Superioridad. En el escenario que describe Gombrowicz, Salceda quedaba entrampado en la máscara de la madurez cultural, en ese tipo particular de práctica intelectual que subordina la problemática estética a un ideal político bajo el principio de arte comprometido.

El particular modernismo de Gombrowicz se apoya en la purificación de un grupo social subalterno: los jóvenes, en tanto depositarios de ciertas cualidades vitales. Pero no sólo están los jóvenes. También los “brutos” son elogiados en el mundo witoldiano: «…el ser inferior, inacabado, caracteriza todo lo que aún es joven y por lo tanto viviente…».

Su prédica antidemocrática, sus posiciones siempre extremas en contra de lo que él llama la Omnijusticia, la Omnipureza, la búsqueda de un mundo limitado «que no alcance más allá de la mirada» para encontrar el verdadero lugar del hombre, y su crisis de «universalidad», elementos que reflejan en su interior más íntimo, la crítica al paradigma moderno hegemónico desde el Iluminismo y la Revolución Francesa (las nociones de igualdad, libertad y fraternidad universales), hicieron que muchos de sus contemporáneos vean en él no sólo a un aristócrata venido a menos altamente provocativo, sino también a un fascista. En este sentido, la percepción que de él tienen los integrantes del Ateneo Rivadavia no parece del todo original, salvo por el hecho de que en ese ámbito dada la autorreferenciación de espacio cultural de carácter antifascista, toda aquella manifestación cultural que no se encuadrara en esos términos, terminaba por ser catalogada como antidemocrática.

            Luego del encuentro con Juan Antonio Salceda, Gombrowicz propone una autoexplicación de su actitud intelectual: «Soy tan dialéctico, tan preparado para la desactualización de las sustancias con las cuales me ha llenado la época, para la bancarrota del socialismo, de la democracia, del cientificismo, que casi con impaciencia aguardo la inevitable reacción, casi soy ella yo mismo». Gombrowicz quiere estrecharse, limitarse, vivir únicamente lo que es suyo, quiere ser concreto y privado, quiere «destrozar esa maldita ‘universalidad’ que me sujeta peor que la cárcel más estrecha y salir hacia la libertad de lo limitado».

Es que él no puede creer en la ficción utópica del marxismo, ni siquiera en otras ficciones, pero no por anticomunista, sino porque para Gombrowicz la mayor falsificación moderna, la más absurda de todas es pensar que un mundo feliz para la humanidad pueda ser posible:

«…De siglo en siglo ampliamos nuestros horizontes, nuestra visión abarcó al fin todo nuestro planeta; reclamamos moral ‘para todos’, derechos ‘para todos…’ y ahora resulta que esto excede nuestras fuerzas. ¡Catástrofe! ¡Decepción! ¡Bancarrota! Y yo que llegué a igualar los gusanitos a los hombres en un afán de justicia universal, la única posible. Pero la bofetada aplicada a mi espíritu por el primer gusano no salvado me derrumba a la impotencia (…) ¡No soy un Atlas para cargar en los hombros el mundo entero!».

Mientras que para Salceda, la única solución humana se encuentra en el comunismo, y en la acción individual voluntarista que pretende conducir el destino histórico hacia ese fin, en Gombrowicz, se trata sobre todo de hacer inteligible las instancias con que la Forma encadena las potencialidades del ser. La idea de imposibilidad de escapar a la gran cárcel que la modernidad/cultura ha preparado para cada uno de los individuos, idea de reminiscencias weberianas, se parece a la noción de Forma que Gombrowicz aplica para explicar el funcionamiento de lo existencial. Más de una vez, Gombrowicz sugiere que la organización social está pensada como un gran mecanismo de explotación de los jóvenes por parte de los adultos, y tal vez, en esta noción se encuentre la feliz comunicación que pudo establecer por lo menos, con Jorge Di Paola y Mariano Betelú, dos de los adolescentes tandilenses del ’57, que frecuentaban tanto la Biblioteca Rivadavia como la Rex.

En términos comparativos, el pensamiento de Salceda adquiere su expresión más apasionada en la adhesión a un idealismo de izquierda que se apoya en la noción de intelectual comprometido y en la inevitabilidad del tránsito social y humano hacia el mundo comunista. En Gombrowicz en cambio, aunque con igual apasionamiento, el lugar intelectual se expresa en su variante cáustica, nihilista, y en cierto modo hasta antimoderna.

Gombrowicz sospecha de la cultura, del «humanismo religioso que trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana y nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo la Música, la Poesía…». Sospecha de la cultura porque la cree de una falsedad insoportable. Pero esta posición crítica no se apoya en un positivismo que elogia lo verificable como única instancia de la verdad. De hecho, en la despedida de Tandil que registró en su Diario, Gombrowicz descarga su crisis de pensamiento democrático y profetiza no sólo la insatisfacción que produce la persecución de valores como la igualdad, la democracia y la justicia universales, sino también la necesidad cada vez más urgente de instancias duales, dialécticas: «(…) profesaremos en el futuro dos sistemas distintos a la vez y el mundo mágico encontrará su lugar al lado del mundo racional».

La falsedad que Gombrowicz descubre es la de la representación en el campo de la cultura, en particular aquella a la que no pueden escapar los escritores que creen demasiado en las virtudes de ese campo y se ven atrapados por la forma de lo que él llama la Superioridad. La crítica de Gombrowicz plantea que el arte se ha vuelto demasiado «artístico», una crítica de reminiscencias ortegueanas:

«(…) no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y unos hombres idénticos (…), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mí mundillo existen otros mundos».

Sobre esta actitud antiartística de Gombrowicz, muchas veces atribuida a su inmadurez, Juan José Saer sostiene que se trata del «rechazo de toda esencia anticipada», idea que no sólo presenta con claridad el particular existencialismo de Gombrowicz sino también la novedad de sus concepciones sobre la cultura y la actitud intelectual.

En resumen, lo que devela la polémica Gombrowicz-Salceda es el enfrentamiento entre dos cosmovisiones decididamente distantes. Por un lado, esa sensibilidad antifascista en clave comunista que expresa Salceda, con todo su vagaje de fe en la ciencia, en el progreso y en la tarea intelectual como educación social. Por el otro, el modernismo witoldiano, con su exaltación de grupos sociales subalternos, como los jóvenes y los ignorantes (idea que remite, sin duda, a los orígenes aristocráticos de Gombrowicz), en tanto reservorio de ciertas cualidades vitales, en conjunción con su posición anticultura, concebida la cultura como disfraz del ser, y como límite para expresar lo humano.

Entre Prometeo y Ferdydurke: ¿Un parricidio cultural?

Los jóvenes que van a la confitería Rex a dialogar con Gombrowicz no superan los veinte años. La mayoría son alumnos o lo han sido de la Escuela Normal. Todos escriben y tienen alguna que otra inclinación artística como el interés por la novela, la poesía, la pintura o el teatro. De alguna manera, estos jóvenes son hijos culturales del Ateneo Rivadavia y también de Juan Antonio Salceda, a quien respetan pero reconocen lejano, con la particular lejanía que se establece no sólo por una gran diferencia de edad, sino también en cuanto al esbozo de la propia visión del mundo que intentaban construir, en el contexto de la modernización cultural que coincidió con el derrocamiento del gobierno peronista en 1955.

La visita de Gombrowicz a Tandil actuará en un conjunto de contradicciones ya existentes entre recién llegados y consolidados en el ámbito del Ateneo Rivadavia, orientando la dirección que tomará la crisis del modelo de intelectual como educador social y el arte en tanto compromiso político.

Así recuerda Jorge Di Paola, su experiencia de lector adolescente: «La Biblioteca Rivadavia tenía lo último que se editaba, el último libro de Sartre, por ejemplo . Eso le sorprendió a Gombrowicz. Le sorprendió que yo, con 16 años, conociera la obra de Thomas Mann, que hubiera leído ‘El ser y la nada’, y que conociera a Camus. Por esa época, también había leído ‘Lolita’ de Nabokov».

Mariano Betelú, Jorge Di Paola, Juan Carlos Ferreyra, Jorge Vilela y Juan Angel Magariños, conformaban el núcleo más cercano a Gombrowicz. Aunque también otros jóvenes como Néstor Tirri, los hermanos Tati y Moncho Techeiro, y Víctor Laplace, participaban de las tertulias intelectuales que se desarrollaban en las mesas de la Rex.

«Yo estaba en cuarto año del secundario y con un grupo de cinco o seis muchachos nos encontrábamos a ‘loquear’ en la confitería Rex, recuerda Di Paola. Pero también participábamos de las sesiones culturales que organizaba Salceda, y que se llamaban   ‘miércoles polémico’. Ibamos a ‘jorobar'».

Di Paola relata que la participación de los jóvenes en las sesiones del Ateneo eran bien recibidas por quienes allí ejercían la dirección cultural. Pero, no sin cierto paternalismo, lo cual les resultaba un tanto desagradable. «Los chicos respetaban mucho a Salceda -dice Inés Gutiérrez, secretaria del Ateneo Rivadavia entre 1953 y 1960-, pero lo veían muy comprometido con el mundo. Ellos eran chicos muy correctos, muy cultos e inteligentes, pero les interesaba nada más que la literatura. Para ellos ser artista era ser bohemio, no comprometerse más que con la literatura. Para Salceda, en cambio, no existía el arte sin compromiso político, porque en todo lo que uno hace se trasunta la ideología».

Tanto la evaluación de Jorge Di Paola como la de Beatriz Inés Gutiérrez reflejan un conflicto intelectual entre una generación consolidada en sus prácticas culturales, y otra, que nacida en el seno de un mismo ámbito cultural, el Ateneo Rivadavia, busca canales propios de expresión diferente de lo dominante. El conflicto no llega a quebrar las instancias del respeto mutuo, y hasta pareciera no totalmente expresado. Di Paola prefiere utilizar los términos ‘loquear’ o ‘jorobar’ para designar el papel que los jóvenes cumplían en las sesiones culturales. Sin embargo, este conflicto levemente expresado refleja una dinámica social y simbólica que excede el sentido estricto de las prácticas intelectuales. Los jóvenes tandilenses de los últimos ’50 que participan de la Rex y del Ateneo Rivadavia, también son los hijos de ese sector medio ilustrado y liberal, que encuentran su lugar de reconocimiento social en el acceso a las aulas de la prestigiosa Escuela Normal, de tradición laica y liberal. Ellos leen a Sartre, a Thomas Mann y al recién llegado Gombrowicz, pero también desean cantar y bailar como Elvis Presley y están fascinados por el novedoso estilo actoral de Marlon Brando. Participan en los núcleos de teatro vocacional, les interesa las novedades del cine europeo y escuchan jazz sofisticado, pero los sábados en el club bailan con la música de Glen Miller, y con el roquero local Juan Da Cruz y «Los príncipes de Swin», que ha incorporado en su repertorio desde la música de Los Plateros hasta el rocanrol de Bill Haley.

Los jóvenes se reconocen como grupo social diferenciado y por lo tanto desean para sí prácticas que los identifiquen. Están construyendo su yo social, no sin timidez pero con cierta irreverencia contenida, ante un otro representado por los padres culturales de la ciudad. Tandil se vuelve existencialista.

¿Cómo caracterizar esta novedad cultural que alcanza expresiones mucho más sutiles que pequeñas transgresiones? Para responder a este interrogante es necesario describir el devenir intelectual de dos de los jóvenes de esta generación: Jorge Di Paola y Mariano Betelú.

Cartas y discípulos

Witold Gombrowicz visitó varias veces Tandil, lo que le permitió mantener un contacto más o menos fluido con los jóvenes de la Rex. Su primera visita data del mes de octubre de 1957 y duró hasta el 5 de noviembre de ese mismo año. En diciembre del ’57, luego de enviar la traducción francesa de Ferdydurke para su publicación en París, Gombrowicz volvió a Tandil y permaneció en la ciudad hasta el 14 de enero de 1958.

Su tercera estadía comienza el 12 de febrero de ese año. Gombrowicz permaneció tres meses en la ciudad, hasta el 21 de abril, y a finales de mayo partió desde Buenos Aires hacia Santiago del Estero. Es durante su estancia en Santiago del Estero que Gombrowicz mantendrá una fecunda correspondencia con sus discípulos tandilenses, en particular con Mariano Betelú y Jorge Di Paola. Este vínculo epistolar -que se mantuvo incluso hasta la muerte de Gombrowicz ocurrida en Vence (Francia) el 24 de julio de 1969- devela no sólo el impacto que el escritor polaco había provocado en los jóvenes tandilenses, sino también el fenómeno inverso, pues en el paradigma gombrowicziano, ellos aparecían como la comprobación empírica de que la relación con lo que aún es joven y viviente podía ser posible no sólo a través de un intento de vampirización de lo juvenil -elemento clave en su versión particular de modernismo-, sino en la aspiración de concretar el intercambio entre la existencia y la vida.

En efecto, Gombrowicz está en Santiago del Estero, que para él es algo así como un Tandil tropicalizado, con iguales plazas rectangulares y bares similares a la confitería Rex. Sólo un elemento diferencia a estas dos ciudades interiores: el anexo de la población indígena. «Me veo como en Tandil, pero erotizado, indianizado, un Tandil enmascarado. No me queda más que salir y encontrarme por casualidad con Quilombo (Mariano Betelú) y Dipi (Jorge Di Paola) a un costado de la calle, con plumas en la cabeza», escribe a sus jóvenes amigos.

Sin embargo, más allá de la erotización tropical, Gombrowicz evoca no sin nostalgia el tiempo de su experiencia tandilense. «Ayer recibí carta de Dipi y es difícil expresar cómo la respiro… (…) La presento aquí para mostraros cierto tono de mi convivencia con ellos… uno de los tonos» -escribe en su Diario, con una tentación profética que lo lleva a verse a sí mismo con la certeza de la trascendencia. Di Paola le escribe:

«¡Cadáver!

Estuve en La Plata, hablé con el director de mi obra. No te conté nada de ella, es una farsa, según dicen, bien construida desde el punto de vista teatral. Como literatura es, a mi juicio, demasiado simple, demasiado fácil. Como teatro resulte tal vez agradable, pero actualmente siento que es dudosa, me halaga su estreno pero la obra no me alegra.

Tu carta epiléptico-elíptica nos ha puesto a todos los cuellos en tirabuzón. Quilombo juró venganza.

Guille escribe enloquecido por Ferdydurke. Si le sale algo genial tanto mejor. Pero temo que lo vayas a transformar en Gombrowicz. Sabes que Quilombo se apasiona febrilmente y que te adora. Se entregó del todo a tu ¡ja, ja!, genio; pero ya conoces mi cinismo, mi capacidad para dudar, negar, mofarme… También de ti me río (y me imagino tus risitas sobre mí), es como si me riera de mí mismo. Recuerdas cómo nos entendimos inesperadamente por esto, en un momento en que tuviste un rato de debilidad, cuando ibas dolido por el arresto de Guille. ¡No hagas rodeos ahora y no te retractes de ello! En cuanto a Guille, se mueve en polaco, piensa en polaco, casi habla polaco. Es realmente muy ‘artista’, tal vez incluso más de lo que dices. Quiere dividir aquí el tiempo en una era ‘antewitoldiana’ y una ‘postwitoldiana’; es una exageración, aunque confieso haber aprovechado mucho de esa época witoldiana. Tu crítica lúcida, arrebatada, violenta y un poco falsa (¡no te encolerices!) me ha enseñado mucho.

Escribe, quiero saber cómo estás, tengo una curiosidad brutal. Pero también me vuelvo más razonable -es mi infancia, de la que prefiero no abdicar aún- por eso quiero saber qué pasa en tu vida, qué anda reventando. Así, por razonable, te pregunto aunque parezca raro… Se trata de que la razón me somete a los convencionalismos y me incita a preguntarte cómo estás… aunque la verdad es, comprendes, que eso no me interesa demasiado, pues si bien te respeto no te adoro, estoy muy lejos de sentir una adoración a lo Guille (…)».

Di Paola tiene dieciséis años cuando escribe esta carta, y en su haber intelectual cuenta con una novela inédita y técnicamente algunas obras de teatro. Poco antes de la llegada de Gombrowicz a Tandil, Di Paola había dirigido La Infracción una obra de su autoría en las salas del Club Independiente, lo cual le valió un cierto reconocimiento en el núcleo del Ateneo.

 

De Dipi a Asno, de Guille a Quilombo

El Tandil de la post-Revolución Libertadora presentaba básicamente dos variantes consolidadas a los jóvenes con inquietudes intelectuales: la cultura laica, liberal y universalista que se concretaba el Ateneo Rivadavia y la expresión cultural de religiosidad católica que encontraba su centro en el Salón Parroquial bajo la dirección del cura párroco Dr. Luis J. Actis. Como líquidos no miscibles, ambos espacios mantenían distancias abismales entre sí, tanto en lo que se refiere a sus estructuras de organización interna y prácticas culturales, como en el ideario que cada uno defendía. Así todo, no poca parte del público culto local escapa a los intentos de disciplinamiento de las dirigencias y participaba de ambos espacios. En este panorama, al menos hasta 1960, la hegemonía del Ateneo en la cultura local resultaba incuestionable, pero su dinámica interna no estaba exenta de contradicciones: los jóvenes de la Rex se encontraban pensando en otros términos. Miraban el mundo desde un lugar que alternativamente los depositaba tanto en el Ateneo Rivadavia como en otras experiencias asociativas informales. Esta situación duró hasta el encuentro con Witold Gombrowicz en septiembre de 1957.

¿Se podría pensar en un parricidio cultural? Al menos, éste es el momento en que los jóvenes de la Rex deciden optar y adoptar por la encarnación de Ferdydurke que expresaba Gombrowicz. Si se quiere, se trata de un parricidio que en rigor se parece más a la huída de la casa paterna que al asesinato simbólico del padre cultural. Más adelante, con la clausura del Ateneo en 1960, sospechado de actividades comunistas por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, los jóvenes de la Rex que estudiaban en la Universidad de La Plata, prestarán su pluma para apoyar el Boletín del Centro Cultural Esteban Echeverría, ámbito donde Juan Antonio Salceda refugió sus inclinaciones de pedagogo intelectual.

Sin embargo, pareciera que así lo vivenciaron los jóvenes de la Rex, más si se tiene en cuenta la percepción de Mariano Betelú cuando periodiza la vida cultural de la ciudad entre una era antewitoldiana y otra postwitoldiana.

La tensión intergeneracional, presente en cada contexto social, se transforma también en este caso, en una oposición entre antiguos y modernos. Los antiguos, con su base en el Ateneo Rivadavia, no pueden concebir las obras del pensamiento sin otro destino que el engrandecimiento del hombre, subordinando de este modo, la práctica intelectual a un ideal que la excede. Además, expresan lo que en términos ideológicos puede ser considerado como progresismo. Los modernos, en cambio, bregan por la independencia de lo estético, y no porque confíen demasiado en esta noción. Se trata, más bien, de la forma particular en que la identidad generacional se apropia de bienes simbólicos para manifestar su diferencia. En el mediano plazo, el aristocratismo cultural de Gombrowicz triunfa sobre el progresismo de los integrantes del Ateneo Rivadavia, porque el polaco trae consigo unas nociones sobre literatura y práctica intelectual no sólo antagónicas, sino novedosas (desestructurantes) para los jóvenes de la Rex, ansiosos por encontrar su lugar en la cultura.

La adopción witoldiana, entonces, se hace efectiva en las mesas de la Rex a partir de mecanismos sutiles, como la renominación de los jóvenes integrantes que ahora comienzan a llamarse con nuevos apodos: Guille es reemplazado por Quilombo (también Flor de Quilombo), Ferreyra por Fririri, Dipi por Asno, Vilela por Marlon… Gombrowicz celebra el primer acto de una representación bautismal.

Pero este ritual de adopción del nuevo padre intelectual alcanza otras instancias. Di Paola las recuerda de este modo: «Gombrowicz creaba una cosa socrática pero en broma, nos tomaba examen, era la parodia de un profesor. A mí me resultaba muy entretenido porque mi preocupación era tratar de entender cómo era ese hombre. Hablábamos de Thomas Mann y de Shakespeare. También de Nabokov y Dostoyevski, que eran escritores que él admiraba mucho. Básicamente, con Mariano hablaba de música y con Ferreyra de ciencia». Es que cada uno de quienes participaban en las tertulias intelectuales del Hogar-Rex cumplen un rol específico en la Familia Gombrowicz. Y en esa distribución de roles que el polaco maneja no sin placer, también hay lugar para el juego de las intrigas:

«… Una de sus principales intrigas consistía en incitarnos a encontrar nuevos lectores de Ferdydurke -recuerda Di Paola. Fuimos a la conquista de los lectores, uno por uno. Nos habíamos repartidos los roles. Mariano Betelú había decidido concentrarse sobre todo en el credo de Ferdydurke. Ferreyra actuaba sin método pero con una eficacia sorprendente. Marlon comenzó a publicar artículos en ‘Eco Contemporáneo’. Y yo trataba no sin un cierto gusto perverso, de presentar la verdad: algunas veces tenía el coraje de hacer ver la parte secreta del juego. Pero poco a poco este juego nos atrapó como en una red. Estábamos obligados a girar en la órbita del Astro-Clown.

En verdad, Gombrowicz no se hacía muchas ilusiones con nuestro trabajo. Sin embargo, si a su llegada a Tandil, no tenía más que tres lectores de Ferdydurke, nosotros multiplicamos esa cifra por decenas. (…)».

Di Paola relata que el día que se presentó ante Gombrowicz en la Rex, el polaco escribió su apellido en una servilleta diciendo que su nombre era un tanto irreconocible para los «criollitos» del lugar. Sin embargo, ante la lectura de lo escrito por Gombrowicz en la servilleta, Di Paola dijo súbitamente: «Ferdydurke», en un tono que denotaba la magnitud de su asombro. En efecto, Dipi había leído Ferdydurke durante el verano de 1957 gracias a que su amigo Juan Carlos Ferreyra había descubierto un ejemplar de la primera edición en español de la novela (1947) en la Biblioteca Rivadavia. Habían quedado tan impresionados con ese libro que lo incorporaron a su cotidianidad en una suerte de taxonomía literaria que les permitía categorizar a los personajes de la vida cotidiana tandilense a través del humor.

«¡Un lector en la pampa salvaje!», dijo asombrado Gombrowicz, y comenzó a tomarle un examen que tenía a Ferdydurke como la materia del interrogatorio. «Contrariamente al profesor Pimko de Ferdydurke, Gombrowicz nos engrandecía en lugar de infantilizarnos», recuerda Di Paola, pero cumpliendo siempre su papel de padre adoptivo. El encuentro de Mariano Betelú con el escritor polaco no es menos ilustrativo:

«… Dipi le informó que yo hacía dibujos, que amaba la música y que estaba en el segundo año de ciencias económicas. ‘Le voy a tomar un examen, dijo Witoldo. ¿Qué música escucha?

– Escucho Beethoven, Bach, Mozart.

– ¿Cómo es el primer movimiento de la Quinta Sinfonía?… Bien, ¿y el segundo?’

– Yo también lo conocía. ¿Y Brahms, y tal sinfonía de Mozart, y tal sonata? Debía cantar algunos fragmentos de cada obra. El me había puesto un nueve sobre diez cuando agregué que también escuchaba Tchaïkovski y Dvorak. En mala hora para mí, porque me dijo en tono severo que eso era folklore comparado con Beethoven».

En este juego de los roles, bien podría afirmarse que la relación específica que Mariano Betelú y Jorge Di Paola mantienen con Gombrowicz no hace más que confirmar su Teoría de la Forma en tanto que ambos jóvenes aparecerían como los polos antagónicos de ese registro del mundo witoldiano que ve en la juventud el reservorio de ciertas cualidades vitales y un refugio ante quienes se han cristalizado. «Sabes que Quilombo te adora’. Estas palabras me sonaron a preludio de esperanza; era la aparición de la juventud en un papel distinto, menos cruel… e incluso amistoso… Entonces … la adoración no es imposible entre la juventud y yo», escribe Gombrowicz en su Diario desde Santiago del Estero.

De sus más cercanos discípulos tandileses, Mariano Betelú fue quien mantuvo una relación más fluida con Gombrowicz, y quien conoció además el costado débil del polaco. La relación se prolongó incluso hasta la muerte de Gombrowicz ocurrida en Vence (Francia) el 24 de julio de 1969. El resto de los discípulos concretaban su amistad a través del constante vínculo epistolar que mantenía Betelú. Incluso Gombrowicz gestionó ante Constantin Jelenski la publicación en la revista Preuves de París, de algunos dibujos y caricaturas creados por Mariano Betelú. Como bien dicen Betelú y Di Paola, el autor de Ferdydurke mantuvo una particular y diferenciada experiencia afectiva con cada uno de ellos.

Hernán o el triunfo del artista

En diciembre de 1963, Di Paola cobra existencia literaria fuera de Tandil con la publicación de un breve poema dramático denominado Hernán. La obra había sido escrita durante el primer año de estudio en la Universidad Nacional de La Plata, donde cursaba las carreras de profesorado en Biología y también Filosofía. Lo interesante de Hernán es que lleva a modo de introducción una carta-prólogo de Witold Gombrowicz. Aquí la paternidad simbólica decide hacerse pública al igual que un documento de identidad literaria que acredita la mayoría de edad del joven discípulo: para decirlo en términos witoldianos, el primer paso hacia la esfera de la Superioridad.

Gombrowicz prefiere no hablar de la obra. Opta por un intento de socorro de Di Paola a través de la advertencia, del anuncio de las alternativas que el mundo literario le deparará:

«Escúchame, autor y poeta y escritor: Tu Hernán aparecerá, habrá elogios de los amigos, señales de interés de parte de los literatos, surgirá algún entusiasmo, quién sabe, la obra irá al teatro, a lo mejor será todo un éxito… vos mantenete firme ante esta humillación. Te dolerán las críticas, te encantarán los piropos (…) estarás a la merced de cualquier opinión… mantené, entonces, la capacidad de la risa y de la alegría. (…) Comprende bien: el artista tiene una posibilidad de triunfo antes de triunfar, si sabe gozar del espectáculo de sus padecimientos; mas hay que ser egoísta, hay que imponer la prioridad del goce sobre el dolor…

Pero, estimadísimo Di Paola Levín, aun admitiendo que no estuvieses a la altura de tal paradoja ¡ya estás a salvo! Sí, ¡ya te salvé! Pues, poniendo en claro éstas tus vergüenzas de debutante, hablando de ellas en voz alta ante tus lectores, las reduzco a lo que son de veras: a algo proveniente de una situación, en la cual te encuentras, a algo que es, por lo tanto, fuera de ti. Observa, joven, el poder mágico del verbo: basta nombrar al demonio para que desaparezca».

Gombrowicz le advierte sobre la forma de la superioridad, le advierte acerca de lo que está fuera de él en tanto creador-artista, que paradójicamente no podrá escapar a la creación que de él hace lo exterior. Si la instancia de la forma es inevitable en el mundo witoldiano, para el escritor la solución pareciera restringirse al goce mismo del acto de crear, a la faz casi voluptuosa de saber concientemente que «el niño que se ve obligado a llevar un traje demasiado grande para él y en el cual se siente incómodo y ridículo», aunque no pueda quitárselo, «tiene la oportunidad de proclamar en voz bien alta que el traje no está hecho a su medida (…) y de tal modo establecerá una distancia entre el traje y su persona». Esto es, tiene la alternativa del goce que otorga la búsqueda de la propia voz condicionada, en un mundo donde el verbo -ese hacedor de mundos- pretende terminar con el demonio de lo real, con las situaciones concretas, y a la vez crear al artista frente a los demás y a través de ellos.

El escritor polaco siguió escribiéndose con sus discípulos, que incluso se reunían para leer y comentar cada una de sus cartas hasta la última. «A través de la constancia y devoción de Mariano, Gombrowicz resurgía en mí. Aunque mi relación con él duró siempre. Hoy, incluso, permanece como mi mejor lector. Nadie leería lo que escribo como imagino que lo haría Gombrowicz. El es mi lector-fantasma».

Conclusión

Durante la década de 1950, se produce en Argentina una cierta renovación en el ideario literario y en la cultura de masas. A las nuevas concepciones filosóficas que dominan este período, en particular el existencialismo, se le agrega ahora el impacto de nuevos fenómenos como la incorporación del rocanrol, el teatro experimental –que ya conocía antecedentes- y el nuevo cine de postguerra. Estas nuevas experiencias van conformando poco a poco un público diferenciado, básicamente de jóvenes, que comienza a constituir una identidad juvenil asociada a estos fenómenos de masa. Es decir, que el consumo de estos bienes culturales se vuelve un indicador de la conformación de identidades sociales novedosas. Con sus particularidades locales, en Tandil la subordinación de lo estético a lo político, fundada en la idea de arte comprometido, y la noción de intelectual en tanto educador de la civilidad, tópicos que dominaban la vida cultural al menos desde 1935, si bien se deslegitiman a partir de los sucesos que inaugura la Revolución Libertadora, sufren su crisis en el año 1957, cuando la visita del escritor polaco Witold Gombrowicz provoca unas adhesiones que lindan en la fascinación en el grupo de jóvenes que se nuclean en el café Rex, y que pueden verse como los potenciales hijos intelectuales del grupo del Ateneo Rivadavia.

Fiel a las enseñanzas de Gombrowicz, estos jóvenes sostienen que se es revolucionario por la sola condición de ser artistas, por la incomodidad social que supone esta figura, y no porque se actúe en favor de un ideal literario que exceda la propia experiencia. En el centro de esta percepción se encuentra sobre todo el impacto de Ferdydurke, no sólo por su contenido de programa literario, sino por una operación de lectura que posibilitó la resignficación de esa novela como matriz humorística de la vida cotidiana de los discípulos gombrowiczianos.

Resulta interesante observar cómo un escritor periférico, un outsider del campo cultural argentino, como es el caso de Gombrowicz, termina actuando en un conjunto de relaciones socio-culturales locales, no sólo como disparador de las contradicciones existentes en ese mundo, sino influyendo en el perfil y la orientación de la ruptura cultural. Salvando las diferencias, la especificidad de la “Barra de Tandil” está dada en el hecho de que la crisis del modelo de intelectual sustentado por el Ateneo Rivadavia -que es el de toda una generación de intelectuales de izquierda-, no se apoyó en una problemática política -como en el caso de la revista universitaria Contorno, que descubre a Sartre desde el marxismo, o Pasado y Presente que incorpora el marxismo de Antonio Gramsci de un modo novedoso, sino en un paradigma cultural proveniente de otro ejemplo de modernidad periférica, Polonia, pero en clave antimoderna, como es el ejemplo del existencialismo sui generis y filoaristocrático de Witold Gombrowicz, que los jóvenes de la Rex evalúan, sin equivocarse, como renovación de lo estético. Así todo, está claro que el modelo Gombrowicz era lo suficientemente anti-establishment cultural como para que sólo pudiera prosperar en los márgenes juveniles del Tandil de los ‘50 o en el nuevo cosmopolitismo beatnik de Eco Contemporáneo de los primeros años ‘60. Pero los ’60 reinstalarán de otro modo la noción del compromiso político del artista, es decir, reinstalarán en la esfera de la literatura la noción de creencia. Quizás en la contestación que el modelo gombrowicziano supuso se funde el hecho de que aún hoy sea más fácil celebrar la excentricidad en la personalidad del escritor polaco que la ideología literaria que propuso.

Ricardo Pasolini es Doctor en Historia. Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional del Centro, Tandil. Email: pasolini@fch.unicen.edu.ar. “’Ferdydurkistas’ en la pampa salvaje: Witold Gombrowicz en Tandil” fue publicado originalmente en La Escalera, Anuario de la Facultad de Arte, Nº 13, Año 2003, UNICEN, Tandil, pp. 87-108. ISSN 1515-8349. Esa versión incluye el aparato de citas que no incluimos en esta versión online.

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