EL BALBUCEO COMO PIRUETA. GOMBROWICZ Y SU APARATO FONADOR, Cristina Burneo Salazar

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EL BALBUCEO COMO PIRUETA. GOMBROWICZ Y SU APARATO FONADOR

Cristina Burneo Salazar

La novela argentina sería una novela polaca. Quiero decir una novela polaca traducida a un español futuro, en un café de Buenos Aires, por una banda de conspiradores liderados por un conde apócrifo. Toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot.

Ricardo Piglia

América Latina halla una deriva importante de su literatura y de sus literaturas bilingües del siglo XX en París, la patria espiritual, la Lutecia. Al hablar de literaturas bilingües, pensaríamos quizás en universos duales dados por lenguas ancestrales como el quichua, el aymara o el guaraní, o en lenguas de migraciones fundamentales para Argentina, como la italiana, por ejemplo. Aparece, sin embargo, otro universo menos evidente cuando la América hispana se mira a sí misma desde sus pactos interlingüísticos. La lengua francesa guarda con la cultura hispanoamericana una relación íntima y nutrida. Alfredo Gangotena en Ecuador, César Moro en Perú, abren la poesía al bilingüismo español-francés; desde Bolivia, Adolfo Costa du Rels acerca las alturas bolivianas a la insularidad corsa; Vicente Huidobro se hace traducir por Juan Gris para circular en francés en París. Ventura García Calderón, Armando Godoy, son de estirpe franco-española, en lo que se refiere a las lenguas que eligen para construir sus universos poéticos. París, lo sabemos, legitima la biografía literaria.

París, pase a bordo

En la que Sylvia Molloy (1972) ha llamado la “colonia hispanoamericana en París”, Argentina es la comunidad más visible. Allí se ubican autores extraterritoriales que se vinculan de diferentes maneras a su país. Algunos de ellos escriben en español, como Juan José Saer y Luisa Futoransky, otros alternan entre el español y el francés, como Silvia Baron Supervielle, y otros dejaron su primera lengua, como Héctor Bianciotti. Este adentro-afuera no delimitable que se pliega y despliega en los bordes entre lenguas es un modo de ser de la literatura. Dicho modo obliga a abordar las circunstancias de la escritura desde fronteras geográficas, lingüísticas y simbólicas. Futoransky escribe en español desde París; Roberto Raschella escribe en Argentina en un lenguaje hibridado hecho del español y del italiano. La condición “lateral” de cierta literatura respecto de sus archivos centrales está dada por el afianzamiento de una mirada distante, afortunadamente distante. Esta literatura es escrita por una comunidad bilingüe y viajera. Sus antecedentes hallan en París la posibilidad de dialogar y de fundir tradiciones. Lutecia es el Norte, problemático, tenso o seductor, lugar del meteco y del calibán, pero no deja de ser un punto cardinal. La escritura bilingüe, la marca bicultural, la condición transatlántica, son una tradición en sí misma.

Witold Gombrowicz y Roger Caillois llegan a Argentina en el mismo año. Mientras Victoria Ocampo y Sur ignoran al primero, acogen calurosamente al francés. Caillois es el naturalizado, y Gombrowicz, el desorientado. Caillois habla español, Gombrowicz considera el suyo detestable. Caillois recibe el agradecimiento de Argentina por haberla mirado “con tanta atención, tanta inteligencia” (Ocampo, 1981-1983: 197). En la despedida a Caillois, Ocampo sentencia: “Esta ha sido y será siempre tu casa, como Francia es la nuestra” (197). La partida de Gombrowicz de Buenos Aires es más bien anónima y sabe que París no será su casa, ve a esta ciudad como un desafío: “… en París tendré que ser enemigo de París” (Gombrowicz, 2001: 261). Caillois es el vínculo afectivo y Gombrowicz, la disociación. Esta primera anécdota antagónica da cuenta de la tradición autorizada que se busca como horizonte.

 

La traducción como pirueta

La obra de Witold Gombrowicz no se inscribe en esta línea bilingüe de América Latina. Sin embargo, su existencia como escritor depende del francés y del español una vez instalado en Buenos Aires. Durante su vida en Argentina, ambas lenguas tendrán que funcionar como salvoconducto. La traducción de Ferdydurke es la acrobacia de rigor. “Yo soy un humorista, un guasón, soy un acróbata y un provocador. Mis obras hacen piruetas”, le dice Gombrowicz a Dominique de Roux en su Testamento respecto de su obra –esta frase aparece en la contratapa de la edición de 1991, como tarjeta de presentación del escritor-acróbata–. Esta afirmación se puede extender a la traducción del universo que él construye en polaco, para lo cual recurre a peculiares comunidades traductoras que le darán forma y volumen a su escritura, y que no dejan de ser paródicas respecto del oficio mismo de traducir, como se verá. La obra de Gombrowicz empieza a existir en español y en francés de manera marginal, fuera de los proyectos de traducción de las editoriales canónicas, desamparada y, más bien, hecha en la urgencia y –como lo sabemos– en la inmadurez:

… una obra como Ferdydurke debía verse confirmada por París para que les fuera posible reconocerme. Lanzamos ese poderoso panfleto, yo y un grupo de jóvenes escritores que colaboraron en su traducción, en medio de una atmósfera más bien frívola. Ferdydurke despertó algunos entusiasmos, sobre todo entre los jóvenes, y se le dedicaron unas cuantas críticas en la prensa; pero finalmente todo quedó en borrajas. (Gombrowicz, 1991: 99)

Desde Argentina, esta obra se irá traduciendo también al francés y, más bien, a la intemperie. Desde los márgenes y durante más de veinte años, la escritura hará su camino hacia otros márgenes. Su circulación se hará por lo bajo, fuera del salón literario. A pesar de su traducción, el destino de la obra Gombrowicz no está en el árbol genealógico literario polaco, hispanoamericano ni francés, más bien, los toca a todos de manera tangencial. Su autor hallará su lugar solo en el afuera. Ni la literatura polaca, ni el horizonte parisino, ni el clima intelectual de Buenos Aires son suficientemente hospitalarios. “De mí, individuo siempre privado, ninguna nación puede sacar provecho, yo soy un outsider. En el encuentro internacional, yo no formaba parte de su equipo literario” (101). En ese encuentro, Gombrowicz delata el desencuentro como la fisura de esa concertación estética y cultural.

La anécdota de traducción de Ferdydurke, que Marisa Martínez Pérsico (2008: 122) describe como una “auténtica peripecia idiomática”, da cuenta de la impureza de la obra outsider de este outsider, hecha en el Rex entre el juego, la confusión y la imprecisión. Babel nunca fue tan vital. Si podemos hablar de traducción baja, inmadura e informe, para llevar el ethos de Gombrowicz a este quehacer, Ferdydurke es una afortunada praxis de dicha ética. En el gesto osado de traducir dentro de la incerteza hay un gesto de afirmación de aquello que es la lengua. En otras osadías, Pablo Gasparini (2007: 35) verá también una conciencia de lo ético: “… bien podemos pensar la des-fachatez de Gombrowicz como un verdadero ethos”. La ausencia de “facha”: no la apariencia, sino la aparición del escritor. El acróbata arriesga un salto, se decide por una torsión y cae; por instantes, sus tobillos vacilan, su torso cede, su equilibrio se ve amenazado, pero termina en alto, los dedos de las manos altivos y estirados en el aire, aún a sabiendas de que lo hemos visto cerca de caer. Esa es la pirueta desfachatada: mostrar el desequilibrio, exponerse en el tropiezo, permitir la caída y, aun así, ¡voilà! De pie. Aparición. Ese es el ethos traductor que funciona como impulso para Ferdydurke. Sin el tropiezo, sin pisarse los talones, las lenguas y los traductores del Rex, sin la imprecisión, esta obra colectiva no habría tenido vía.

Por eso, la recreación de la novela en el vacilante español de Gombrowicz, cruzada por el Caribe y hecha en coro porteño, solo puede tener un destino extramuros:

El punto geográfico de intersección: Buenos Aires. Los actores: el polaco Gombrowicz, los cubanos Piñera y Rodríguez Tomeu, el argentino Adolfo de Obieta y un racimo de juerguistas porteños dedicados simultáneamente al ajedrez, al billar y al asesoramiento lingüístico. (Martínez Pérsico, 2008: 122)

Cuando Piñera y este grupo traducen Ferdydurke, es el francés la lengua que media entre el autor y su comitiva. Es el riesgo del equívoco lo que sostiene la versión en español de Ferdydurke. Esta heterodoxa ética de la traducción sitúa la tarea en un límite donde, más que certezas, hay pactos de confianza en el lenguaje del otro, aún más que en su lengua. Martínez Pérsico señala, justamente, la afinidad entre las estéticas de Piñera y de Gombrowicz, las citas mutuas y las elecciones comunes. Es el lenguaje individual el que traduce más que la lengua común, por eso Ferdydurke es también un experimento estético de Piñera y su grupo que funciona como apropiación de la obra del polaco para encontrar lenguajes convergentes.

Por supuesto, Gombrowicz sabe que la traducción de su obra es un paso imprescindible, pero también constata que la lengua no es condición suficiente para inscribir su palabra. Sí acaso, la traducción al español de Ferdydurke confirmaría que su lugar es la exterioridad, porque la devuelve al margen, si bien transformada. Sería más fácil pensar que el aura de escritor peculiar que envolvía a Gombrowicz habría quedado intacta de haber permanecido amparada en el misterio de la obra no traducida: un escritor a voces. La paradoja de esta escritura es que, una vez que se da a conocer en español, el clima intelectual retrocede ante ella o, peor aún, le muestra una fría respuesta.

Mis libros, que no habían sido traducidos a ninguna lengua, eran absolutamente inaccesibles para ellos (los argentinos). Después, porque durante los primeros años mi español era detestable. Y por último porque no les parecía lo bastante convencional. Si hubiera podido enzarzarme en conversaciones sobre “los nuevos valores literarios” en Polonia o en Francia, o sobre “la influencia de Mallarmé en Valéry”, quizás habría tenido más suerte. (Gombrowicz, 1999: 96)

Esta reticencia a colaborar con el clima literario es también parte del ethos de este autor. La Forma acabada no penetrará su personaje público ni la Literatura será santo y seña para departir en el salón. Ni Mallarmé ni Valéry, sino el ethos de lo antiliterario.
La versión española de Ferdydurke afianza su lugar en el afuera del archivo. No se trata, lo vemos claramente hoy, de una ausencia, sino de una afirmación ética y estética que quizás se pueda ilustrar con esta provocación antagónica, nuevamente, del mismo Gombrowicz: “Borges y yo somos polos opuestos. Él se halla enraizado en la literatura, yo en la vida” (1991: 96). La tarea del arte es “desmentir”, le dirá el escritor a De Roux más adelante. Ferdydurke está para ello: para desenmascarar el despropósito de la madurez, la seriedad y la certeza. Su primera traducción, no programática, di-vertida e inacabada es, por tanto, coherente con dicha tarea y con la ética que ella conlleva.

Aun así, afirma Pablo Gasparini (2007: 103), Gombrowicz no reconoce en la primera versión española de Ferdydurke el valor que posee. Para empezar, la obra contribuye a su ingreso a la literatura francesa, como lo enfatiza Alejandra Riccio, citada por Gasparini en “Witold Gombrowicz o de la ingratitud (la traducción de Ferdydurke)”:

… tal vez sea el propio Gombrowicz el responsable de ese olvido, pues es cierto que a su regreso de Europa poco se preocupa de hacer resaltar, más allá de lo anecdótico, la traducción al español en sus entrevistas o reseñas, no obstante haber sido ella la responsable, incluso, de su difusión en Francia y la gran impulsora para la publicación de Ferdydurke al francés en 1958 que será la que abrirá, definitivamente, el nombre de este autor a la consideración internacional. (Riccio, 1998: s/p)

La pirueta de la traducción de Ferdydurke se despliega en el bullicio. Aparece Gombrowicz, escritor descifrable. En ese momento y en ese caldo de cultivo que es la traducción colectiva de la novela, la literatura se ve despojada de bordes demarcables. Las lenguas, variantes del español y los léxicos que intervienen en la traducción trabajan para Ferdydurke, zona franca, y no para las literaturas nacionales. Hay collage, parche y punto medio, no vaivén. En esa tradición bilingüe hispanoamericana-francesa que busca el movimiento transatlántico, Gombrowicz introduce el polaco, la media lengua, el recurso del francés, la paráfrasis, para provocar la aparición. El acróbata cae de pie. Ferdydurke sale a Francia y vuelve como búmeran validador, aunque el retorno no busque ni halle como destino el salón de Victoria Ocampo.

 

El acento como mentira

El diálogo entre Hispanoamérica y París no siempre muestra sus costuras. El bilingüismo asimétrico, angustiado y a veces precario de su comunidad prefiere mostrarse, a menudo, seguro de sí mismo, ya hecho. Huidobro no siempre hizo claro que su francés le resultaba insuficiente y que eran sus amigos quienes le ayudaban a perfilar sus versiones. Costa Du Rels (1941: 25) relata que Anatole France lo condenó a no escribir en francés, pues era una lengua imposible de domar para la escritura, sobre todo si era un andino quien cometía la imprudencia, y él cargó con esa sentencia durante largo tiempo. La sombra del extranjero se cierne sobre el acento, la vacilación, el balbuceo. “Amo el francés aunque no sepa pronunciarlo”, dice Héctor Bianciotti cuando habla de su cambio de lengua.

Gombrowicz grita que el emperador está desnudo. Es el delator. En los universos bilingües del francés y el español, en el diálogo culto y maduro entre París y Buenos Aires, urbes literarias ocupadas de erigir el monolito canónico de las Bellas Letras, Witold Gombrowicz escribe en polaco, habla poco español y termina partiendo a París con un francés que considera “lejos de impecable”. En esa triangulación y antes de ser traducido, aparece como un escritor espectral, con una biografía literaria pero sin obra. Incluso la traducción de Piñera y compañía se vuelve sospechosa, por su circunstancia de producción. Ernesto Sabato le sugerirá a Gombrowicz una nueva versión profesional y organizada de la novela.

La “ausencia de obra” de Gombrowicz lo perseguirá incluso tras su partida de Argentina. En otro de sus intercambios con Dominique de Roux, el escritor relata que incluso cuando Ferdydurke se traducía a varias lenguas y él estaba ya en Europa, su obra no llegaba a hacer su aparición. Era como si la precariedad lingüística en que se había desenvuelto en Argentina hubiera saboteado su trabajo literario. Gombrowicz narra que se encuentra con Jorge Calvetti, escritor que colabora con La Prensa. Calvetti acuerda una entrevista con el escritor polaco tras enterarse de “sus éxitos”. En ese momento, otro colaborador del periódico, Manuel Peyrou, relata Gombrowicz, “amigo de Borges, se encontró con Calvetti en la redacción y le reprochó violentamente que se hubiera dejado embaucar por mis mentiras” (Gombrowicz, 1991: 100).

Ferdydurke se traduce al español y al francés, la acrobacia halla su equilibrio y la novela halla su espacio. Sin embargo, y a partir de la anécdota de Calvetti, vemos que la resistencia de reconocer a Gombrowicz como autor viene de sus múltiples extranjerías: la lingüística, la estética, la social. El escritor parece condenado a una existencia a media luz por la dificultad de hablar. Eso es también un signo de la Argentina, por lo menos, a la luz de esta obra, sobre la que reflexiona Juan José Saer:

… la realidad histórica de la Argentina está hecha de multitudes sin patria, de inmigrantes, de prófugos, (…) cuyas vidas son un interminable paréntesis entre un barco que los trajo de un lugar ya improbable y otro fantasmal, que debería llevarlos de vuelta. (Saer, 1997: 21)

Entre esos barcos, la duda: hay una lengua que no se conoce, unas primeras incursiones en sus laberintos, acento, riesgo de error. De-formado por la errancia, el escritor extranjero hallará en los marginales su círculo cultural. Esta preferencia por lo antiliterario lo sitúa de inmediato fuera de los medios intelectuales y en el afuera de la lengua, casi hasta borrar su obra, como se ve en la virulencia con que reacciona Peyrou.

 

Balbucir. Sentido contra sonido

Juan José Saer ha llamado a esta mirada distante pero imbuida una “perspectiva exterior” al pensar en la obra de Witold Gombrowicz. En El concepto de ficción, Saer nos sitúa frente al lugar de donde observa el extranjero:

Podemos considerar lo que Gombrowicz llama su “propia perspectiva”, como una perspectiva exterior, no solamente respecto de la sociedad polaca de esos años, sino también de Occidente… (25)

Es el azar aquello que abre este lugar literario y vital desde donde se puede arriesgar sentidos en la escritura. El viaje de Gombrowicz, lo sabemos, se extiende casi ad infinitum. Un mes se convierte en más de dos décadas. En el espacio y en el tiempo en que aparece esta posibilidad de pensar, se instala una exterioridad física, lingüística y existencial, condición imprescindible para la Forma, como llamará Gombrowicz a la cristalización de la vida en el trabajo estilístico. La exterioridad es la condición para la exploración formal y vital.

Por su parte, en su ensayo sobre la dislocación “¿Existe la novela argentina? Borges y Gombrowicz”, Ricardo Piglia (1986) afirma que imaginar el polaco de Gombrowicz es, a fin de cuentas, imaginar una lengua privada, pues la usaba casi exclusivamente para la escritura. Pero también hay que imaginar su español: “Lo que pudo haber sido el español de Gombrowicz: (imagina Piglia) esa mezcla rara de formas populares y acento eslavo”. La lengua privada del escritor polaco, sueño de Finnegan’s Wake, junto con la perspectiva exterior que Saer eleva como montículo de avistamiento del extranjero, ambos elementos abren un afuera dado por un signo fundamental: el balbuceo. El balbucir, actividad en que descubrimos la que será nuestra voz, es la articulación primera, osada y despreocupada de que el sonido encuentre en su camino al sentido.

En Infancia e Historia, Giorgio Agamben (2007) va a situar nuestra capacidad de construir sentido en la frontera en que lo semiótico se vuelve semántico. El mundo allí, ante nosotros, el mundo de las semiosis, nos da su presencia, y nosotros la evocamos o tentamos hacia él, sintácticamente, en el discurso. Este es el proceso de un antes y un después del habla y, luego, de la escritura. No siempre hemos sido hablantes. La infantia es la incapacidad de expresarse, o bien de expresarse de tal manera que se pueda ser comprendido. Agamben escribe:

Por eso Babel, es decir, la salida de la pura lengua edénica y el ingreso en el balbuceo de la infancia (cuando el niño, según dicen los lingüistas, forma los fonemas de todas las lenguas del mundo), es el origen trascendental de la historia. (2007: 73)

En Finnegan’s Wake, las lenguas en caos, fuera de sintaxis, emparentadas de maneras inesperadas, dislocadas de sus historias etimológicas, construyen sentido. Por eso Gombrowicz sería, usando la comparación de Piglia, una voz caótica y babélica salida de la inagotable novela de Joyce. Pero Gombrowicz sabe, también, que el balbuceo es la dificultad frente a la lengua madura, y él tiene otra, hecha de vacilaciones, pero capaz de crear sentido. Ahí la complicación. Frente a ese sistema hecho y seguro de sí mismo como el francés o el español, su voz vacila.

En español, la condición de extranjero se pone en evidencia en el escritor. La tragedia es no poder construir sentido. En Contra los poetas, dice:

Soy un forastero totalmente desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas, ni finas (…) A veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales para comprobar qué quedará de ellos entonces. (Gombrowicz, 2006: 12)

¿Qué queda de un escritor que vuelve a la infancia? La musculatura del rostro intenta nuevos movimientos, el aparato fonador se ve obligado a la acrobacia de nuevos sonidos, la risa, la mueca, el gesto, también deben reinventarse a sí mismos en el cambio de lengua. Entretanto y frente a la duda, el callar. Es lo que Julia Kristeva llama “el silencio del políglota”:

Podemos volvernos virtuosos con este nuevo artificio que nos procura, además, un nuevo cuerpo, también artificial, sublimado ‒algunos dicen sublime‒. Tenemos el sentimiento de que la nueva lengua es nuestra resurrección: nueva piel, nuevo sexo. Pero la ilusión se desgarra cuando escuchamos, con ocasión de una grabación, por ejemplo, que la melodía de nuestra voz se vuelve rara, de ninguna parte, más próxima a un balbuceo de antaño que a un código actual. (Kristeva, 1988: 27)

El silencio y el balbuceo suceden cuando el sentido se ha escapado momentáneamente. El escritor, persona con voz pública, debe hacer en frente de todos el camino del balbuceo al sentido. En ello, se juega la vida.

Pero es justamente esa condición de infante y el hecho de estar fuera de su propia lengua la que le permitirá a Gombrowicz ser más poeta que nunca, expresión con la que se refiere a su etapa argentina. La forma inacabada que constituye su búsqueda estética y ética halla en la dimensión infantil del balbuceo una enorme potencia creadora. Hablando hoy sobre Infancia e Historia (1979), a 35 años de su publicación, Giorgio Agamben pareciera estar hablando de la obra de Gombrowicz:

La infancia es la verdadera imagen de la potencialidad. El hombre se vuelve humano quedándose en la potencialidad. Se puede decir que el hombre nace inmaduro, no apto para vivir, pero por eso capaz de todo, es omni-potente. (Agamben, 2014)

La potencia de la escritura de Gombrowicz reside, justamente, en el balbuceo: en el momento en que está tentando en todas las lenguas del mundo y elige una: la que está hecha del polaco privado, del español aprendido a medias y del francés por venir. La potencia de esta escritura está en su no-ser-aún, o en mostrarse balbuciente y renuente a garantizar sentidos acabados.

Al igual que esa lengua en que todo puede suceder, la Argentina debe permanecer, también, inacabada, inmadura. ¿De qué está hecha Argentina?, se pregunta Gombrowicz cuando piensa en sus ideales, en las migraciones, en su pasado histórico. En su examen reaparecen las preguntas de Alberdi, Sarmiento, Echeverría, pero para él hay una sola respuesta: todo intento programático de producción de la literatura argentina –y latinoamericana– está destinado al fracaso. La literatura americana adolece de una permanente ansiedad de enunciación. Cada pregunta es un paso seguro hacia una representación fallida: “La idea de racionalizar la nacionalidad bajo un programa es absurda; tiene aquella, por el contrario, que ser imprevista”, escribe Gombrowicz en su Diario (2001: 126). Con ello, los cálculos de Alberdi, la voluntad moralizadora de Sarmiento, el ideal de Echeverría, toda continuación de este programa se ve descalificada, porque la individualidad no puede surgir dentro de un programa nacional. La obra surge en la potencia de convertirse en sí misma al margen de la referencia. Cuando deja Argentina, Gombrowicz sabe que empieza a envejecer, justamente porque vuelve al territorio de lo hecho. Francia es el camino de la madurez: “¿Qué es este viaje sino un viaje hacia la muerte?” (2001: 244).

 

Hablantes de la comunidad Gombrowicz

Según lo relata Groussac en El viaje intelectual (1920), la adquisición del español a su llegada a la Argentina fue un arduo proceso:

A la operación siempre delicada de ingerir en un cerebro adulto un nuevo instrumento verbal, se agregaba en mi caso la permanencia en un ambiente exótico, que no es el del tronco ni propiamente el del injerto. (Groussac, 2005: 9)

Esta indefinición, que Groussac llama “la ley del medio”, es la desorientación frente a una precaria facultad de “inteligir” en otra lengua. Groussac –“nuestro Conrad es Groussac”, dirá Piglia– es apenas capaz de transmitir ideas básicas:

… quizá no falte quien vislumbre por momentos, entre los tropiezos de la ejecución, la presencia de un escritor a quien la lengua traiciona, haciéndole balbucir lo que cabalmente concibe, y arrancándole a jirones la clara visión del espíritu. (2005: 13)

El temor del extranjero siempre presente: delatar el estado de su lengua, reducir su pensamiento a la expresión infantil. A la comunidad del balbuceo se suma un poeta franco-uruguayo. Jules Supervielle es uno de los autores que publican en el primer número de Sur, invitado por Victoria Ocampo. Su obra está escrita en francés, pero el autor mantiene en el español una conexión con su pasado americano, el paraíso a medias perdido, en donde Uruguay es la estancia idílica, donde pasa una parte de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. En Lo forçat volontaire, Ricardo Paseyro retrata a Supervielle como un poeta escindido:

Repartido (…) entre dos países, Uruguay y Francia, los ama a los dos: pero si está en uno, sufre por el otro. Es así como se convierte en el hombre de la separación y del lamento, el hombre con una parte siempre en otro lugar. (Paseyro, 1987: 9)

Supervielle nunca consideró el español como lengua de escritura:

Siempre le cerré las puertas al español deliberadamente, aquellas que se abren al pensamiento, a la expresión y, digamos, al alma. Si alguna vez me sucede que pienso en español, no es sino por breves bocanadas. Y aquello se traduce, más que en frases constituidas, en algunos borborigmos del lenguaje. Hablo, pienso, me enojo, sueño y me callo en francés (Supervielle, citado por Sylvia Molloy, 1972: 162)

Al igual que en Groussac, aparece en Supervielle el temor al balbuceo, pero por otras razones. Entre el español y él hay una relación pretérita, el recuerdo de la niñez en Uruguay lo detiene en una etapa infantil del lenguaje, a la que siempre vuelve cuando vuelve a América. El “borborigmo” del que habla aparece como la expresión de una relación ambigua con Uruguay, geografía entrañable pero ajena, ideal mas descartada como opción permanente de vida. Cuando niño, Supervielle queda huérfano. A los nueve años descubre que sus padres han muerto y que las personas a quienes creía sus padres son en realidad su tía y su tío. La enunciación como síntoma, arriesgaríamos.

Jules Supervielle murió en Francia, pero una parte de su familia se quedó en Argentina y Uruguay. La escritora porteña Silvia Baron Supervielle es su sobrina nieta. Baron es la prolongación del doble origen de los Supervielle, como ella misma lo dice en L’alphabet du feu: “Uno recibe el exilio en herencia, de generación en generación. Produce viajeros prestos a franquear el mar y el muro que los separa de ellos mismos” (Baron Supervielle, 2007: 11). A lo largo de su obra aparece la pregunta por la lengua, la extranjería, el espacio que se habita.

Si en Gombrowicz el balbuceo es vacilación, aquí es economía creadora. En El cambio de lengua en el escritor, Baron escribe:

Por un lado, el desconocimiento del idioma me causaba temor y por el otro establecía como una zona descampada, desprovista de ritmos y de palabras que (…) me atraía enormemente. Si en español mis poemas se alargaban, rítmicos, y a veces con rimas, de la zona descampada surgía como un balbuceo. (Baron Supervielle, 1998: 10)

Como en Gombrowicz, en Baron Supervielle la no pertenencia abre una posibilidad creadora: sin pertenencia, no hay inscripción en una tradición. La autora se apropia del polaco para explicar su propia situación: “Gombrowicz, que se exilió largo tiempo en Argentina, decía: ‘Cuando no hay tradición, se trata de inventarla prestándose a una mitología literaria adecuada’” (Baron Supervielle, 2007: 45).

Los cruces entre el Cono Sur y París, el vaivén de lenguas, los barcos que llevan y traen, abren la circunstancia existencial a una inestabilidad que repercute en el lenguaje: la traducción, el equívoco, el acento, la contaminación, son todas variaciones del “balbuceo”, el síntoma del extranjero que debe hablar en una lengua que no le pertenece. La falta de fluidez en el lenguaje, el temblor ante lo desconocido, hacen de esta literatura la expresión de la indefinición: la lengua no puede asignar el sentido del todo. Es justamente esta indefinición en donde confluyen estas obras: su valor radica en su resistencia a la pertenencia y su carácter discontinuo, babélico. Gombrowicz abre con el balbucir una posibilidad inesperada de hablar, luego, de escribir. La acrobacia, a riesgo de muerte, termina por inaugurar otra posibilidad de habitar el mundo de la vida.

 

Bibliografía

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Baron Supervielle, Silvia (1998). El cambio de lengua para un escritor. Buenos Aires: Corregidor.

—–(2007). L’alphabet du feu: petites études sur la langue. París: Gallimard.

Costa Du Rels, Adolfo; Giusti, Roberto (1941). La Obra De Costa Du Rels. El drama del escritor bilingüe. Buenos Aires: P.E.N. Club Argentino.

Gasparini, Pablo (2007). El exilio procaz: Gombrowicz por la Argentina. Rosario: Beatriz Viterbo.

Gasquet, Axel (2007). Los escritores argentinos de París. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.

Gombrowicz, Witold (1964). Ferdydurke. Buenos Aires: Sudamericana.

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Groussac, Paul (1928). Páginas. Buenos Aires: Talleres gráficos argentinos L. J. Rosso.

—– (2005). El viaje intelectual. Impresiones de naturaleza y arte. Buenos Aires: Simurg.

Kristeva, Julia (1988). Étrangers à nous-mêmes. París: Fayard.

Martínez Pérsico, Marisa (2008). “La loca traducción: aventuras de una narrativa mestiza”, en Cartaphilus No 3. Págs. 121-130.

Molloy, Sylvia (1972). La diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle. París: Presses Universitaires de France.

Ocampo, Victoria (1981-1983). Autobiografía. Vols. 1-3. Buenos Aires: SUR.

Paseyro, Ricardo (1987). Jules Supervielle: Le Forçat Volontaire. Mónaco: Editions du Rocher.

Piñera, Virgilio (1994). “Gombrowicz por él mismo”, en Poesía y crítica. México: Consejo Nacional para la cultura y las artes.

Raschella, Roberto (1994). Diálogos de los patios rojos. Buenos Aires: Paradiso.

Saer, Juan José (1997). El concepto de ficción. Buenos Aires: Planeta.

Para leer El fantasma de Gombrowicz recorre la Argentina completo, pasen por acá.